La
Isla de Los cuentos
Cuentan nuestros
cronistas, que hace muchísimos, muchísimos años, un montón de generaciones
atrás, fuimos atacados varias veces por unas hordas extranjeras. Intentaban invadir
y conquistar nuestra isla, pero fue tal la jalada que le dimos que salieron por
patas, se subieron a sus naves y los vimos trasponer más allá de la raya de las
caballas. Si sigues escuchando atentamente las crónicas, cuentan que volvieron
unos años después, pero esta vez en plan comercial, que aquí no ha pasado nada
y de buen rollito. Nos compraban orchilla para el tinte, pieles de cabras,
cerámica hecha a mano y esas cosas que nosotros nos currábamos. Y por su parte
nos ofrecían semillas de cereales que desconocíamos, herramientas de metal,
vino y aguardiente, y también instrumentos musicales, que nosotros solo
teníamos chácaras, pitos y tambores. Dejamos que establecieran consulados en
nuestras playas, e incluso viajamos a su Corte a presentar nuestros respetos a
su Rey y a su Reina, todos altariados ellos.
Hoy en día, tanto
tiempo después, seguimos manteniendo buenas relaciones con ellos, pero eso sí,
esta peña no ha parado nunca de fajarse entre ellos. Al principio hasta
intentamos mediar, nos poníamos incluso como ejemplo. Les explicamos cómo nos entendíamos
entre nosotros, “miren, escuchen, entre nosotros cada pueblo tiene su gobierno
independiente, pero a la vez tenemos una especie de “asamblea isleña”, donde
están representados todos los pueblos y mantenemos unos principios sencillos e
incuestionables como son la solidaridad, el bienestar y la felicidad de todos,
no hace falta nada más”. “Qué en el pueblo de al lado revienta un volcán, todo
el mundo para allá a echar una mano”. “Qué las lluvias han propiciado una buena
cosecha en nuestra pueblo, a repartir con todos, que hay de sobra”. Más
sencillo que el carajo. Pero no, a esta gente es que le nace estar todo el día
con esa matraquilla, que tú esto que tú lo otro y no paran de enredarse. Yo los
he visto discutir entre ellos, aquí abajo en la playa, el otro día mismo sin ir
más lejos, qué si “solo” lleva acento o no. Pero mira, casi llegan a las manos,
es que son. Fíjense, cuentan nuestros cronistas que los primeros que llegaron
en plan bronco y después mansitos decían que venían en nombre de su rey de no
sé dónde y de un Dios que no sé qué, que no sé cuánto. Pues por lo visto eso
duró menos que el polvo de dos conejos bajo una mata de tagasaste. Por lo
visto, a raíz de las fajadas entre ellos, comenzaron a llegar a nuestras playas
unos tipos todos pretenciosos y con todos sus bagajes, a solicitarnos el
establecimiento de nuevos consulados en nombre de sus nuevas naciones soberanas
e independientes, ¡Pero es que eran los mismos! ¡Mira!, un overbooking en la
playa que no te quiero contar. Claro, nosotros de entrada buen rollito, pero es
que llegó un momento que no había ni dónde poner la toalla. Bueno, eso no lo
había contado, pero nuestra “asamblea isleña” de por entonces, decidió por
unanimidad, muy bien pensado, por si las moscas, que los consulados de estas
gentes enredadoras no se establecieran tierra adentro ni de coña, que la marea
los bañara cuando subiera tampoco, pero ahí donde comienza lo seco, ni una
cuarta más.
Cuentan también
nuestros cronistas, que mira que nuestros cronistas tienen cuentos, yo me
acuerdo que en la escuela te sacaban a la pizarra y a lo mejor, porque al profe
le daba por ahí, te pedía que les relataras un cuento a la clase, por ejemplo,
del siglo 18, venga. Eso tampoco se los había dicho, pero aquí, en nuestros
pueblos, tenemos la costumbre, boberías nuestras serán pero somos así, de
transmitir los cuentos, las crónicas, de manera oral, siempre hemos creído que
son más detallados, más entretenidos, más fáciles de recordar. Nos parece que
en el papel quedan como más pobres, más aburridos. A mí los cuentos me los
hacían mis padres, mis abuelos, mis hermanos mayores o algún vecino y yo ahora
se los hago a mis hijos y a todo aquel que me quiera oír. Todo el día nos lo
pasamos haciendo cuentos, es verdad, somos unos cuentistas. Que quieren que les
diga, a otros les da por fajar entre ellos, como los tramontanos estos de los
que estoy haciendo el cuento. A nosotros, creo yo, nos encanta contar historias
porque somos unos pueblos muy antiguos y atesoramos relatos desde el principio
de los tiempos. Ahora porque me dio por contar cuando los forasteros aquellos
intentaron invadirnos, pero nuestros cuentos más recurridos y más solicitados
hablan de cuando llegamos a vivir a esta isla o de mucho más lejano todavía,
cuando recorríamos, nómadas y libres, todo el norte del continente.
Perdón por este
paréntesis, pero como les iba a comentar, para seguir con la relación de los extranjeros,
cuentan también nuestros cronistas que algunos, no todos, muy pocos, de
aquellos primero invasores y luego comerciantes, que se establecieron en
nuestras orillas en sus acotados consulados, le fueron cogiendo el tranquillo a
nuestra forma de vivir, a nuestras tradiciones y costumbres y poco a poco, con
nuestro beneplácito, claro que sí, se fueron integrando en nuestra sociedad.
Nos aportaron conocimientos que desconocíamos, tantos o más como nosotros les
ofrecimos y les confiamos a ellos. Se integraron, se convirtieron en muy poco
tiempo en súbditos de pleno derecho de nuestra bienaventurada isla, nosotros
siempre hemos sido un pueblo acogedor para la gente de bien. Le cogieron el
gusto a narrarnos cuentos e historias de sus lugares de origen, tan remotos e
inimaginables para nosotros. Nos extasiábamos, nos cuentan nuestros cronistas,
en total y absoluto silencio, escuchando esos relatos tan novedosos para
nosotros. No sé, no creo que pueda expresar por escrito, las sensaciones, los
sentimientos, el éxtasis que despierta en nuestra isla acoger un cuento nuevo,
un cuento que nos hable de vivencias y avatares tan ajenos a nuestra cultura.
Sus cuentos, al igual que ellos, pronto se convirtieron en romances nuestros.
Cuentan nuestros cronistas, el supremo deleite que suponía escuchar a uno de
los nuestros, que nunca había viajado fuera de nuestra isla, referir hazañas de
exóticos héroes, biografías de aventureros desconocidos o epopeyas de
navegantes lejanos, con todo lujo de detalles y pintorescas anécdotas como si
él fuera el auténtico protagonista de aquellas hazañas.
A lo largo de los
años, de los siglos, han arribado a nuestra costa, a la orilla de todos nuestros
pueblos, viajeros de todo el mundo. Ávidos los hemos acogidos con un único
propósito y un exclusivo deseo, que nos hagan cuentos, que nos embriaguen con
relatos de sus lejanas tierras, que nos narren las odiseas y las leyendas de
sus pueblos para poder absolverlas como
nuestras, para sentirnos y convertirnos en universales y eternos.
Creemos, y así lo hemos deseado, y así nos lo hemos currado generación tras
generación, que después de aquel intento de invasión por parte de aquellas
huestes extranjeras, es la única manera que tenemos de no volver a tener que pegarle
una jalada a nadie, que eso no va con nosotros, que no nos gusta ese mal rollo,
que a lo único que aspiramos es que nos dejen vivir tranquilos y felices
escuchando y haciendo cuentos.
Así, con esta
estrategia, hemos conseguido mantener la paz con todos los pueblos del resto
del mundo. Cada vez que alguien ha intentado invadirnos, lo primero que hacemos
es enviarles una embajada de nuestros cronistas, a relatarles historias y fábulas
de sus propios mundos con todo lujo de detalles. Es tal la sorpresa y la
admiración que despiertan en esos aguerridos invasores que enseguida deponen su
actitud. Les parece que están invadiéndose a sí mismos, enseguida bajan sus
armas y se miran extrañados unos a otros, “Pero sí estamos de nuevo en casa”,
“Seguro que alguna tormenta nos erró el rumbo y hemos dado la vuelta”. Muchos
se sientan en la arena de nuestras playas y solícitos piden que les hagamos más
cuentos.
A continuación,
detrás de nuestros cronistas, enviamos una embajada comercial. Les tendemos en
la arena una rica muestra de nuestros variados productos y les ofrecemos una
sustanciosa rebaja por ser la primera vez que arriban a nuestras costas.
Después les señalamos un solar libre en la playa donde puedan levantar su
consulado. Y ya por último, cuando se han establecido pacíficamente, ansiosos les
pedimos que nos hagan algún cuento que no sepamos.
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