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artemi garcia

 

El puntagordero que conocí


Pronto hará 40 años que vivimos en Puntagorda y aún sigo sorprendido por lo que encontré al llegar a este pueblo.

    40 años pueden parecer una eternidad, pero si lo comparamos con los 500 años de historia de este pueblo, es una nimiedad, menos del 10%. Mucho menos si hablamos de la primera arribada de los beneahoaritas a esta tierra, 2.000 años. Y si ya nos ponemos a realizar cálculos, si nos abstraemos a cuando la isla surgió del Océano Atlántico, muchísimo menos, 2 millones de años. En fin, que hace 4 días que vivo en este Puntagorda. Pero, olvidándonos de las inescrutables dimensiones del tiempo, creo que me he integrado en la sociedad puntagordera, me he convertido en un vecino más de este pueblo, aquí han nacido mis hijos y aquí me he labrado un porvenir, pero así y todo, aún sigo sorprendido.

   Les hago el cuento. Éramos unos chiquillos, poco más de veinte años, y Mercedes, mi compañera, heredó unos terrenos con un pajero, abajo en El Pueblo. Los puntagorderos siguen llamando a este lugar El Pueblo, porque aquí comenzó a levantarse el primer asentamiento de Puntagorda. Vinimos nosotros y otra pareja amiga, Carmen y Mario, con su hija Naara de apenas un año.  En Gran Canaria, donde vivíamos, Mercedes nos contaba sus recuerdos de infancia, cuando venía a veranear con sus padres. Nos describía que por delante del pajero pasaba un canal de agua y por detrás, todo era verde monte, nos dibujaba un lugar idílico. Con esa edad y hartos del mundo urbano de Las Palmas, no lo pensamos mucho, quitamos el pasaje en un barco, preparamos las maletas, juntamos los cuatro corotos que teníamos y nos embarcamos a la aventura, nunca nos hemos arrepentido de esa elección.

     Llegamos a este "encanto rural", en el mes de agosto, el mes de los chivatos lo nombran por aquí. Chivato es el nombre que se le da en La Palma a los machos cabríos y antes, era costumbre juntarlos con las cabras en el mes de agosto, para que los cabritos nacieran en enero, cuando ya había crecido el pasto después de la primeras lluvias.

   Fue pura casualidad, nada sabíamos de esta celebración, pero llegamos a Puntagorda, en plenas fiestas patronales en honor a San Mauro, o San Amaro como dicen los viejos. En concreto, un sábado 19, día que se celebraba la romería, abajo, en la antigua iglesia, que data nada menos que del siglo XVI. Esta iglesia está cerquita de nuestra casa en  La Asomadita, junto a la Cruz de La Pasión. Desde allí oíamos el bullicio de la música y veíamos a los peregrinos bajar caminando en esa dirección. No nos quedo otra, nos unimos al gentío y bajamos también.



    Fue la primera sorpresa que me deparó este pueblo. Llegar a vivir a un lugar, a cualquier lugar me imagino, un día tan señalado como éste, un día de convivencia y fraternidad, es digno de guardar para siempre en la memoria. En el atrio de la iglesia, delante de su puerta principal, tenían levantado un pequeño escenario techado de hojas de palma, y en su interior, amenizaba el baile una pequeña orquesta local. Los bailarines danzaban sobre una explanada de tierra, entre la iglesia y, la que nos enteramos después, llaman la Casa del Cura, una señorial mansión de dos plantas. En un lateral de la plaza, se levantaba una cantina, hecha de cujes cruzados y tableros de obra como mostrador, también techada y forrada con hojas de palma.

   Tímidamente, como forasteros que éramos, hacia allí nos acercamos, pero después, hay que reconocerlo, un par de vasos de vino con unas papas asadas y una flor de tocino, le tiran de la lengua a cualquiera, entablas conversación con desconocidos que te abren las puertas y te ayudan a integrarte en la comunidad con mucha más facilidad.   

   Disfrutamos con el baile de la papa, que consiste en bailar sujetando una papa asada entre  frente y frente de la pareja bailarina, a la pareja que se le caiga la papa queda eliminada.

   Reímos con el juego de la cucaña, siembran un poste embadurnado de grasa en medio del baile y encima colocan una botella de licor, que será el premio para el intrépido que consiga llegar arriba.

   Y por último, flipamos en colores con la carrera de la sortija. Montados sobre mulos, burros y caballos de la tierra, los audaces jinetes, puyón en mano, a carrera abierta, tienen que ensartar unas anillas (sortijas) que guindan de cintas de distintos colores, suspendidas de un poste atravesado horizontalmente en el aire, a dos metros de altura. El hidalgo que ensarta alguna, descabalga de su montura y entre aplausos de la concurrencia sube al escenario, donde una de las damas de honor de la fiesta, después de darle dos besos, le atraviesa sobre su torso la banda del color que ha logrado. 

    Pero no, no fueron ni San Mauro ni su romería, lo que aún me mantiene sorprendido. La sorpresa comenzó unos días después de pasadas las fiestas. En aquellos años, todavía se tiraba mucho de gallofas. Una gallofa consiste en solicitar la ayuda de familiares, amigos y vecinos, para llevar a cabo las distintas labores del campo. Antes, todo era puro trueque, le echabas una mano a cualquiera sabiendo que él te devolvería el favor. Se hacían gallofas para casi todo, para recoger cebada, para varear almendras, para pelar tunos, para vendimiar, e incluso, para levantar una casa.

    A la primera gallofa que asistimos fue a una “variada” de almendras. Unos familiares de Mercedes, tenían un llano de almendreros por encima de nuestra casa. Allí nos juntamos un puñado de personas, tendimos las mantas, me dieron una vara de acebiño y me lié a darle palos a un almendrero. Al mediodía, cuando terminamos, las mantas recogidas y las almendras ensacadas, nos reunimos todos en torno a unas brasas que había preparado el tío de Mercedes. En su interior se asaban las papas y en unos pinchos de jara se estaban abrasando las flores de tocino. 



Cuando terminó, nos sentamos todos a la sombra de los almendros, a comer las papas y el tocino, mojando un peloto de gofio en mojoqueso y atrás, un buen goto de vino. Después, en el sosiego de la tarde, los más viejos se pusieron a hacer cuentos y a relatar anécdotas divertidas. Allí aprendí una máxima de este pueblo, “para hacer el cuento bien hecho, hay que hacer el cuento completo”. Hay que oír a un puntagordero haciendo un cuento para entender este concepto. Te dan hasta los más nimios detalles; de cualquier persona que se esté hablando, te enumeran todo su árbol genealógico; del lugar donde suceden los hechos, te lo catastran, propietarios y lindantes; se van por las ramas, y como entre paréntesis, te meten otros cuentos por medio; y sobre todo, es un cuento abierto, porque todo el mundo participa, aportando detalles que le hayan escapado al narrador

   Pero no, tampoco fueron las gallofas y los cuentos lo que aún me mantiene impresionado. Tiempo después, en otra gallofa, nos llevaron a vendimiar. Por unas pistas de tierra, llenas de baches y saltos, brincando en la caja de un Land Rover enmochado, escalamos hasta El Reventón, en las cumbres de Puntagorda. A más de 1.500 metros de altura, en unas laderas de vértigo y en medio de un frondoso pinar, los puntagorderos habían roturado el terreno y lo habían aterrazado en estrechos y largos bancales, para luego sembrarlos de viñas. Las vistas eran espectaculares, estábamos más cerca del cielo que del mar. Repartieron cestos y tijeras, doblamos la cintura y nos pusimos a recolectar racimos de prieto y de negramol, de listán blanco y de muñeco, y cada vez que llenaba el cesto, tenía que desandar mi huella para volcarlo en el lagar.  A media mañana paramos a descansar y desayunar, a echar un goto de vino con un peloto de gofio y un plato de lapas crudas.


Aquí podemos decir que comenzó mi sorpresa. Las lapas eran grandotas y aún estaban vivas. Cuando pregunté, me contaron que las habían cogido en la marea de la tardecita anterior, casi todas de margullo, abajo en el puerto, entre Nariz de Gato y la Cueva de Rodrigo, por ese Margaloviño. Reconozco que dudé, “se están quedando conmigo”, pensé, “algún pescador de Tazacorte se las vendió”. De donde yo venía, de Gran Canaria, la gente de campo, muchos de ellos no sabían ni nadar. Las personas de tierra adentro se dedicaban a la agricultura y a la ganadería y los habitantes de la costa a la pesca, cada uno en su sitio y a lo suyo, era una regla universal. En fin, callé, no dije nada, volvimos a la tarea y terminamos la vendimia, comimos, bebimos y reímos oyendo un montón de cuentos.


  Pocos días después, me brindaron a pescar y a comer, abajo, en el puerto de Puntagorda. “Ésta es la mía”, pensé, “voy a salir de dudas y aclarar este enredo”. Por un camino ancho, empedrado y lleno de vueltas, descendimos por unos abruptos y verticales acantilados hasta la orilla del mar. A medio camino, ya comenzamos a encontrar cuevas con las puertas abiertas y personas que te saludaban, y abajo, en la bahía, una docena de barquillas que se mecían en el agua. La cueva de la familia de Mercedes estaba en un lugar privilegiado, muy cerca de donde batían las olas, pasando “el juro” que conecta con una enorme cueva natural. Del interior de la cueva, sacaron las aletas, las gafas y los fusiles de pesca submarina. Uno de ellos se lanzó al agua desde lo alto y nadó hasta una de las barquillas, se trepó a ella con asombrosa agilidad, tendió los remos y bogó hasta la orilla. La barquilla, la Malpintada la llaman, todavía existe, aunque está varada en la entrada de la Veta. Fue construida por Felipe Sanfiel, un mañoso carpintero de Puntagorda, quien después se la vendió a Godo, otro vecino del pueblo. Muchos años después la compramos entre varios amigos, pero ese es otro cuento. Está hecha toda ella de madera de loro cortada en ese Garafía. 




Fue verlo y no creerlo, mientras aquel sujetaba el bote  contraremando para no chocar con las rocas, rápidamente otro saltó sobre la proa y el resto fuimos alcanzándole los pertrechos.  Remando, cruzamos la corriente que se crea entre la Punta de Nariz de Gato con la Baja de San Mauro y, tras sobrepasar la Punta del Aserradero y la Baja de La Sal, bogamos hasta los Guinchos. En las cercanías del Vapor, nos botamos al agua, dos portaban fusiles, a mi me dieron el ensartador.

Nadé detrás de ellos sobre un mar azul y  contemplé el maravilloso y extenso fondo marino de la zona. Pronto se sumergieron a pulmón libre para llegarse hasta un bando de viejas. Fijaron rápidamente las dos más grandes que vieron y subieron para dármelas. Mientras yo me entretenía colocándolas en el ensartador, volvieron a bajar para fijar otras dos. Repitieron la operación varias veces y cuando concluimos, poco más de una hora, nadábamos de vuelta al bote arrastrando una sarta de pescados más larga que yo. Luego, pusimos proa hacia la bahía de Gutiérrez y en el callao de Tenisca, saltamos a tierra y lapero en mano, llenamos en un santamién dos saquitos de lapas que fuimos comiendo crudas, acompañadas de un goto de vino, mientras bogábamos de nuevo rumbo al puerto. ¡Qué día tan maravilloso pasamos!

    Ahora, tantos años después, puedo contar que, lo que aún me mantiene sorprendido, es el absoluto conocimiento que tiene esta gente de su territorio. Puntagorda es un municipio pequeño, poco más de 31 km², pero se extiende desde el  mar hasta la cumbre, siendo el Roque Chico su punto más alto con 2.368 m. Sea en la orilla del mar, sea en las medianías, sea en sus altas cumbres, el puntagordero sabe cómo sacar provecho y sustento de su tierra. El aislamiento que sufrió durante siglos, los convirtió en unos amañaos, unos manitas. No les quedaba otra, no tenían a quien pedir ayuda.

    Son unos “todoterrenos”, son capaces en un mismo día, de pescarte  un par de  viejas en El Palito, en la desembocadura al mar del Barranco de El Roque, que cogerte un feje de codesos para la cama del ganado en el Llano de Las Ánimas, a más de 2.000 metros de altitud. Te siembran un quintal de papas en las Llanadas de Fagundo, que igual te levantan una pared de piedras en el Lomo El Rellanito.  Lo mismo te ordeñan una manada de cabras en el barranquillo de Agua Dulce, que idéntico te llenan una pipa de vino, arriba en La Traviesa. Lo que ustedes me pidan, yo les busco un puntagordero para que se los haga. Vale, no me pidan que fabriquen móviles ni que viajen a la luna, tampoco hay que pasarse, pero si se van a una isla desierta para comenzar de cero, lleven en compaña a un puntagordero, que les aseguro, hambre no van a pasar.

    Recuerdo, cuando llegamos a vivir a este pueblo, que pensaba, espabilado que venía yo, que si esto no era el fin del mundo, por lo menos era su orilla. Y estoy casi seguro, que los primeros puntagorderos debieron pensar lo mismo, “a nosotros nadie nos va ayudar, así que nos tenemos que sacudir”. Con tesón, con ahínco, se pusieron manos a la obra para labrarse un porvenir, se fundieron en el territorio, lo interiorizaron, lo trabajaron, lo amaron y suyo lo hicieron para entregarlo a las nuevas generaciones.

    Pero todo esto, se está perdiendo. Ya no somos ni la orilla ni, mucho menos, el fin del mundo. La globalización se ha hecho con todo, ya tenemos móviles y hasta fibra óptica. Los chicos se nos han ido a la universidad y se han especializado, sobre todo, en no volver. Ya no se hacen gallofas, ahora tienes que contratar a alguien para que te haga los trabajos. Los cuentos son sobre los fichajes del Real Madrid y el Barcelona. La carrera de sortija ya no se celebra porque ya nadie cría mulos ni caballos de la tierra. Las almendras se quedan sin varear y ni se te ocurra asar unas papas y una flor de tocino en el mes de agosto, que te aparece hasta el helicóptero de Medio Ambiente. Y aunque no se lo crean, está prohibido coger lapas.

   Pero bueno, no se desanimen con mi pesimismo, no me hagan caso, que ya se los dije, yo tan solo llevo 4 días viviendo aquí y del cuento, no me sé ni la mitad.

    Ahora, nuestro amigo Horacio Concepción García, historiador que es él, en las siguientes páginas, nos va a relatar un cuento mucho más largo y perfilado que el mío. Nos va a contar, con todo lujo de detalles, el cuento completo de Puntagorda. De una forma ordenada y rigurosa, científica, nos va a narrar los pormenores de aquellos primeros colonos que se asentaron en esta tierra, como quien dice, con una mano delante y otra detrás. Nos obsequiará con todo tipo de referencias y datos, de esa llegada a la orilla del fin del mundo que yo imaginé.


    Horacio Concepción nos explicará cómo fue aquel primer reparto de tierras montunas entre los conquistadores, tantos "caiches" pa ti, tantas fanegas pa ti, de tal barranco hasta tal barranco, de tal lomo hasta tal lomo, desde la cumbre hasta el callao.

    De sus pesquisas en toda clase de archivos históricos, nos contará cuando y quienes levantaron esa iglesia, donde vamos todos los agostos de romería y porque motivo veneramos a San Amaro.

    De su letra y saber, conoceremos muchos apellidos que aún perduran en la toponimia de Puntagorda. Quienes fueron los Alvarogiles o los Verdugo, o los Abreu; porque llamamos a nuestro pinar Juanianes y a nuestros barrancos Izcagua y Garome; quien fue ese Matos que tiene montaña, camino y hasta caldero; quien fue Gutiérrez para que le dieran su nombre a un puerto y a una playa.

En resumen, la Historia de Puntagorda que aquí nos presenta Horacio Concepción, es una obra de «contenido general» articulada en torno a diferentes niveles de realidad, que recoge aspectos de carácter económico, demográfico, político, social y cultural y con un ámbito temporal que abarca, prácticamente, desde la incorporación de la isla a la Corona de Castilla hasta finales del siglo XIX. Para su elaboración ha empleado fuentes documentales procedentes del Archivo Municipal de Puntagorda, del Archivo Diocesano de San Cristóbal de La Laguna, del Archivo Parroquial de San Mauro Abad, del Archivo Municipal de Santa Cruz de La Palma, del Archivo Municipal de Los Llanos de Aridane, del Archivo General de La Palma, del Archivo Histórico Provincial de Tenerife, del Archivo Histórico Provincial de Las Palmas de Gran Canaria, del Archivo Parroquial de Garafía, de la Biblioteca y archivo Casa de Colón (Las Palmas de Gran Canaria), del archivo de prensa digital Jable de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, así como una amplísima bibliografía.

 

Su contenido está distribuido en once capítulos y el primero de ellos Agua y la voz de la sed, se dedica al agua ya que, como bien explica el autor, la Historia de Puntagorda no podría explicarse sin este preciado recurso de la naturaleza, afirmación con la que no podríamos estar en mayor acuerdo. Los seis restantes son: Brea y bosques de fuego; Caminos y la huella del hambre; Cultivos, labranza y sudor de la tierra; Paisaje y arquitectura de la necesidad; Parroquia de San Amaro (San Mauro); y Población y costumbres. Entre rezados y promesas.

 

    En fin, de la pluma de Horacio Concepción, viajaremos a nuestro pasado, a nuestros orígenes, para conocer más de nosotros, para saber de buena tinta porque estamos aquí, porque somos Puntagorderos y porque tenemos que sentirnos orgullosos de serlo.

 

                                                                                                                                               Artemi García

                                                                                                                           Un vecino de Puntagorda









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