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La Isla de Los cuentos

 

   Cuentan nuestros cronistas, que hace muchísimos, muchísimos años, un montón de generaciones atrás, fuimos atacados varias veces por unas hordas extranjeras. Intentaban invadir y conquistar nuestra isla, pero fue tal la jalada que le dimos que salieron por patas, se subieron a sus naves y los vimos trasponer más allá de la raya de las caballas. Si sigues escuchando atentamente las crónicas, cuentan que volvieron unos años después, pero esta vez en plan comercial, que aquí no ha pasado nada y de buen rollito. Nos compraban orchilla para el tinte, pieles de cabras, cerámica hecha a mano y esas cosas que nosotros nos currábamos. Y por su parte nos ofrecían semillas de cereales que desconocíamos, herramientas de metal, vino y aguardiente, y también instrumentos musicales, que nosotros solo teníamos chácaras, pitos y tambores. Dejamos que establecieran consulados en nuestras playas, e incluso viajamos a su Corte a presentar nuestros respetos a su Rey y a su Reina, todos altariados ellos.

 

   Hoy en día, tanto tiempo después, seguimos manteniendo buenas relaciones con ellos, pero eso sí, esta peña no ha parado nunca de fajarse entre ellos. Al principio hasta intentamos mediar, nos poníamos incluso como ejemplo. Les explicamos cómo nos entendíamos entre nosotros, “miren, escuchen, entre nosotros cada pueblo tiene su gobierno independiente, pero a la vez tenemos una especie de “asamblea isleña”, donde están representados todos los pueblos y mantenemos unos principios sencillos e incuestionables como son la solidaridad, el bienestar y la felicidad de todos, no hace falta nada más”. “Qué en el pueblo de al lado revienta un volcán, todo el mundo para allá a echar una mano”. “Qué las lluvias han propiciado una buena cosecha en nuestra pueblo, a repartir con todos, que hay de sobra”. Más sencillo que el carajo. Pero no, a esta gente es que le nace estar todo el día con esa matraquilla, que tú esto que tú lo otro y no paran de enredarse. Yo los he visto discutir entre ellos, aquí abajo en la playa, el otro día mismo sin ir más lejos, qué si “solo” lleva acento o no. Pero mira, casi llegan a las manos, es que son. Fíjense, cuentan nuestros cronistas que los primeros que llegaron en plan bronco y después mansitos decían que venían en nombre de su rey de no sé dónde y de un Dios que no sé qué, que no sé cuánto. Pues por lo visto eso duró menos que el polvo de dos conejos bajo una mata de tagasaste. Por lo visto, a raíz de las fajadas entre ellos, comenzaron a llegar a nuestras playas unos tipos todos pretenciosos y con todos sus bagajes, a solicitarnos el establecimiento de nuevos consulados en nombre de sus nuevas naciones soberanas e independientes, ¡Pero es que eran los mismos! ¡Mira!, un overbooking en la playa que no te quiero contar. Claro, nosotros de entrada buen rollito, pero es que llegó un momento que no había ni dónde poner la toalla. Bueno, eso no lo había contado, pero nuestra “asamblea isleña” de por entonces, decidió por unanimidad, muy bien pensado, por si las moscas, que los consulados de estas gentes enredadoras no se establecieran tierra adentro ni de coña, que la marea los bañara cuando subiera tampoco, pero ahí donde comienza lo seco, ni una cuarta más.

 

   Cuentan también nuestros cronistas, que mira que nuestros cronistas tienen cuentos, yo me acuerdo que en la escuela te sacaban a la pizarra y a lo mejor, porque al profe le daba por ahí, te pedía que les relataras un cuento a la clase, por ejemplo, del siglo 18, venga. Eso tampoco se los había dicho, pero aquí, en nuestros pueblos, tenemos la costumbre, boberías nuestras serán pero somos así, de transmitir los cuentos, las crónicas, de manera oral, siempre hemos creído que son más detallados, más entretenidos, más fáciles de recordar. Nos parece que en el papel quedan como más pobres, más aburridos. A mí los cuentos me los hacían mis padres, mis abuelos, mis hermanos mayores o algún vecino y yo ahora se los hago a mis hijos y a todo aquel que me quiera oír. Todo el día nos lo pasamos haciendo cuentos, es verdad, somos unos cuentistas. Que quieren que les diga, a otros les da por fajar entre ellos, como los tramontanos estos de los que estoy haciendo el cuento. A nosotros, creo yo, nos encanta contar historias porque somos unos pueblos muy antiguos y atesoramos relatos desde el principio de los tiempos. Ahora porque me dio por contar cuando los forasteros aquellos intentaron invadirnos, pero nuestros cuentos más recurridos y más solicitados hablan de cuando llegamos a vivir a esta isla o de mucho más lejano todavía, cuando recorríamos, nómadas y libres, todo el norte del continente.

 

   Perdón por este paréntesis, pero como les iba a comentar, para seguir con la relación de los extranjeros, cuentan también nuestros cronistas que algunos, no todos, muy pocos, de aquellos primero invasores y luego comerciantes, que se establecieron en nuestras orillas en sus acotados consulados, le fueron cogiendo el tranquillo a nuestra forma de vivir, a nuestras tradiciones y costumbres y poco a poco, con nuestro beneplácito, claro que sí, se fueron integrando en nuestra sociedad. Nos aportaron conocimientos que desconocíamos, tantos o más como nosotros les ofrecimos y les confiamos a ellos. Se integraron, se convirtieron en muy poco tiempo en súbditos de pleno derecho de nuestra bienaventurada isla, nosotros siempre hemos sido un pueblo acogedor para la gente de bien. Le cogieron el gusto a narrarnos cuentos e historias de sus lugares de origen, tan remotos e inimaginables para nosotros. Nos extasiábamos, nos cuentan nuestros cronistas, en total y absoluto silencio, escuchando esos relatos tan novedosos para nosotros. No sé, no creo que pueda expresar por escrito, las sensaciones, los sentimientos, el éxtasis que despierta en nuestra isla acoger un cuento nuevo, un cuento que nos hable de vivencias y avatares tan ajenos a nuestra cultura. Sus cuentos, al igual que ellos, pronto se convirtieron en romances nuestros. Cuentan nuestros cronistas, el supremo deleite que suponía escuchar a uno de los nuestros, que nunca había viajado fuera de nuestra isla, referir hazañas de exóticos héroes, biografías de aventureros desconocidos o epopeyas de navegantes lejanos, con todo lujo de detalles y pintorescas anécdotas como si él fuera el auténtico protagonista de aquellas hazañas.

                                                                          

   A lo largo de los años, de los siglos, han arribado a nuestra costa, a la orilla de todos nuestros pueblos, viajeros de todo el mundo. Ávidos los hemos acogidos con un único propósito y un exclusivo deseo, que nos hagan cuentos, que nos embriaguen con relatos de sus lejanas tierras, que nos narren las odiseas y las leyendas de sus pueblos para poder absolverlas como  nuestras, para sentirnos y convertirnos en universales y eternos. Creemos, y así lo hemos deseado, y así nos lo hemos currado generación tras generación, que después de aquel intento de invasión por parte de aquellas huestes extranjeras, es la única manera que tenemos de no volver a tener que pegarle una jalada a nadie, que eso no va con nosotros, que no nos gusta ese mal rollo, que a lo único que aspiramos es que nos dejen vivir tranquilos y felices escuchando y haciendo cuentos.

 

   Así, con esta estrategia, hemos conseguido mantener la paz con todos los pueblos del resto del mundo. Cada vez que alguien ha intentado invadirnos, lo primero que hacemos es enviarles una embajada de nuestros cronistas, a relatarles historias y fábulas de sus propios mundos con todo lujo de detalles. Es tal la sorpresa y la admiración que despiertan en esos aguerridos invasores que enseguida deponen su actitud. Les parece que están invadiéndose a sí mismos, enseguida bajan sus armas y se miran extrañados unos a otros, “Pero sí estamos de nuevo en casa”, “Seguro que alguna tormenta nos erró el rumbo y hemos dado la vuelta”. Muchos se sientan en la arena de nuestras playas y solícitos piden que les hagamos más cuentos.

 

   A continuación, detrás de nuestros cronistas, enviamos una embajada comercial. Les tendemos en la arena una rica muestra de nuestros variados productos y les ofrecemos una sustanciosa rebaja por ser la primera vez que arriban a nuestras costas. Después les señalamos un solar libre en la playa donde puedan levantar su consulado. Y ya por último, cuando se han establecido pacíficamente, ansiosos les pedimos que nos hagan algún cuento que no sepamos.

                                                                                                                        

 

El puntagordero que conocí


Pronto hará 40 años que vivimos en Puntagorda y aún sigo sorprendido por lo que encontré al llegar a este pueblo.

    40 años pueden parecer una eternidad, pero si lo comparamos con los 500 años de historia de este pueblo, es una nimiedad, menos del 10%. Mucho menos si hablamos de la primera arribada de los beneahoaritas a esta tierra, 2.000 años. Y si ya nos ponemos a realizar cálculos, si nos abstraemos a cuando la isla surgió del Océano Atlántico, muchísimo menos, 2 millones de años. En fin, que hace 4 días que vivo en este Puntagorda. Pero, olvidándonos de las inescrutables dimensiones del tiempo, creo que me he integrado en la sociedad puntagordera, me he convertido en un vecino más de este pueblo, aquí han nacido mis hijos y aquí me he labrado un porvenir, pero así y todo, aún sigo sorprendido.

   Les hago el cuento. Éramos unos chiquillos, poco más de veinte años, y Mercedes, mi compañera, heredó unos terrenos con un pajero, abajo en El Pueblo. Los puntagorderos siguen llamando a este lugar El Pueblo, porque aquí comenzó a levantarse el primer asentamiento de Puntagorda. Vinimos nosotros y otra pareja amiga, Carmen y Mario, con su hija Naara de apenas un año.  En Gran Canaria, donde vivíamos, Mercedes nos contaba sus recuerdos de infancia, cuando venía a veranear con sus padres. Nos describía que por delante del pajero pasaba un canal de agua y por detrás, todo era verde monte, nos dibujaba un lugar idílico. Con esa edad y hartos del mundo urbano de Las Palmas, no lo pensamos mucho, quitamos el pasaje en un barco, preparamos las maletas, juntamos los cuatro corotos que teníamos y nos embarcamos a la aventura, nunca nos hemos arrepentido de esa elección.

     Llegamos a este "encanto rural", en el mes de agosto, el mes de los chivatos lo nombran por aquí. Chivato es el nombre que se le da en La Palma a los machos cabríos y antes, era costumbre juntarlos con las cabras en el mes de agosto, para que los cabritos nacieran en enero, cuando ya había crecido el pasto después de la primeras lluvias.

   Fue pura casualidad, nada sabíamos de esta celebración, pero llegamos a Puntagorda, en plenas fiestas patronales en honor a San Mauro, o San Amaro como dicen los viejos. En concreto, un sábado 19, día que se celebraba la romería, abajo, en la antigua iglesia, que data nada menos que del siglo XVI. Esta iglesia está cerquita de nuestra casa en  La Asomadita, junto a la Cruz de La Pasión. Desde allí oíamos el bullicio de la música y veíamos a los peregrinos bajar caminando en esa dirección. No nos quedo otra, nos unimos al gentío y bajamos también.



    Fue la primera sorpresa que me deparó este pueblo. Llegar a vivir a un lugar, a cualquier lugar me imagino, un día tan señalado como éste, un día de convivencia y fraternidad, es digno de guardar para siempre en la memoria. En el atrio de la iglesia, delante de su puerta principal, tenían levantado un pequeño escenario techado de hojas de palma, y en su interior, amenizaba el baile una pequeña orquesta local. Los bailarines danzaban sobre una explanada de tierra, entre la iglesia y, la que nos enteramos después, llaman la Casa del Cura, una señorial mansión de dos plantas. En un lateral de la plaza, se levantaba una cantina, hecha de cujes cruzados y tableros de obra como mostrador, también techada y forrada con hojas de palma.

   Tímidamente, como forasteros que éramos, hacia allí nos acercamos, pero después, hay que reconocerlo, un par de vasos de vino con unas papas asadas y una flor de tocino, le tiran de la lengua a cualquiera, entablas conversación con desconocidos que te abren las puertas y te ayudan a integrarte en la comunidad con mucha más facilidad.   

   Disfrutamos con el baile de la papa, que consiste en bailar sujetando una papa asada entre  frente y frente de la pareja bailarina, a la pareja que se le caiga la papa queda eliminada.

   Reímos con el juego de la cucaña, siembran un poste embadurnado de grasa en medio del baile y encima colocan una botella de licor, que será el premio para el intrépido que consiga llegar arriba.

   Y por último, flipamos en colores con la carrera de la sortija. Montados sobre mulos, burros y caballos de la tierra, los audaces jinetes, puyón en mano, a carrera abierta, tienen que ensartar unas anillas (sortijas) que guindan de cintas de distintos colores, suspendidas de un poste atravesado horizontalmente en el aire, a dos metros de altura. El hidalgo que ensarta alguna, descabalga de su montura y entre aplausos de la concurrencia sube al escenario, donde una de las damas de honor de la fiesta, después de darle dos besos, le atraviesa sobre su torso la banda del color que ha logrado. 

    Pero no, no fueron ni San Mauro ni su romería, lo que aún me mantiene sorprendido. La sorpresa comenzó unos días después de pasadas las fiestas. En aquellos años, todavía se tiraba mucho de gallofas. Una gallofa consiste en solicitar la ayuda de familiares, amigos y vecinos, para llevar a cabo las distintas labores del campo. Antes, todo era puro trueque, le echabas una mano a cualquiera sabiendo que él te devolvería el favor. Se hacían gallofas para casi todo, para recoger cebada, para varear almendras, para pelar tunos, para vendimiar, e incluso, para levantar una casa.

    A la primera gallofa que asistimos fue a una “variada” de almendras. Unos familiares de Mercedes, tenían un llano de almendreros por encima de nuestra casa. Allí nos juntamos un puñado de personas, tendimos las mantas, me dieron una vara de acebiño y me lié a darle palos a un almendrero. Al mediodía, cuando terminamos, las mantas recogidas y las almendras ensacadas, nos reunimos todos en torno a unas brasas que había preparado el tío de Mercedes. En su interior se asaban las papas y en unos pinchos de jara se estaban abrasando las flores de tocino. 



Cuando terminó, nos sentamos todos a la sombra de los almendros, a comer las papas y el tocino, mojando un peloto de gofio en mojoqueso y atrás, un buen goto de vino. Después, en el sosiego de la tarde, los más viejos se pusieron a hacer cuentos y a relatar anécdotas divertidas. Allí aprendí una máxima de este pueblo, “para hacer el cuento bien hecho, hay que hacer el cuento completo”. Hay que oír a un puntagordero haciendo un cuento para entender este concepto. Te dan hasta los más nimios detalles; de cualquier persona que se esté hablando, te enumeran todo su árbol genealógico; del lugar donde suceden los hechos, te lo catastran, propietarios y lindantes; se van por las ramas, y como entre paréntesis, te meten otros cuentos por medio; y sobre todo, es un cuento abierto, porque todo el mundo participa, aportando detalles que le hayan escapado al narrador

   Pero no, tampoco fueron las gallofas y los cuentos lo que aún me mantiene impresionado. Tiempo después, en otra gallofa, nos llevaron a vendimiar. Por unas pistas de tierra, llenas de baches y saltos, brincando en la caja de un Land Rover enmochado, escalamos hasta El Reventón, en las cumbres de Puntagorda. A más de 1.500 metros de altura, en unas laderas de vértigo y en medio de un frondoso pinar, los puntagorderos habían roturado el terreno y lo habían aterrazado en estrechos y largos bancales, para luego sembrarlos de viñas. Las vistas eran espectaculares, estábamos más cerca del cielo que del mar. Repartieron cestos y tijeras, doblamos la cintura y nos pusimos a recolectar racimos de prieto y de negramol, de listán blanco y de muñeco, y cada vez que llenaba el cesto, tenía que desandar mi huella para volcarlo en el lagar.  A media mañana paramos a descansar y desayunar, a echar un goto de vino con un peloto de gofio y un plato de lapas crudas.


Aquí podemos decir que comenzó mi sorpresa. Las lapas eran grandotas y aún estaban vivas. Cuando pregunté, me contaron que las habían cogido en la marea de la tardecita anterior, casi todas de margullo, abajo en el puerto, entre Nariz de Gato y la Cueva de Rodrigo, por ese Margaloviño. Reconozco que dudé, “se están quedando conmigo”, pensé, “algún pescador de Tazacorte se las vendió”. De donde yo venía, de Gran Canaria, la gente de campo, muchos de ellos no sabían ni nadar. Las personas de tierra adentro se dedicaban a la agricultura y a la ganadería y los habitantes de la costa a la pesca, cada uno en su sitio y a lo suyo, era una regla universal. En fin, callé, no dije nada, volvimos a la tarea y terminamos la vendimia, comimos, bebimos y reímos oyendo un montón de cuentos.


  Pocos días después, me brindaron a pescar y a comer, abajo, en el puerto de Puntagorda. “Ésta es la mía”, pensé, “voy a salir de dudas y aclarar este enredo”. Por un camino ancho, empedrado y lleno de vueltas, descendimos por unos abruptos y verticales acantilados hasta la orilla del mar. A medio camino, ya comenzamos a encontrar cuevas con las puertas abiertas y personas que te saludaban, y abajo, en la bahía, una docena de barquillas que se mecían en el agua. La cueva de la familia de Mercedes estaba en un lugar privilegiado, muy cerca de donde batían las olas, pasando “el juro” que conecta con una enorme cueva natural. Del interior de la cueva, sacaron las aletas, las gafas y los fusiles de pesca submarina. Uno de ellos se lanzó al agua desde lo alto y nadó hasta una de las barquillas, se trepó a ella con asombrosa agilidad, tendió los remos y bogó hasta la orilla. La barquilla, la Malpintada la llaman, todavía existe, aunque está varada en la entrada de la Veta. Fue construida por Felipe Sanfiel, un mañoso carpintero de Puntagorda, quien después se la vendió a Godo, otro vecino del pueblo. Muchos años después la compramos entre varios amigos, pero ese es otro cuento. Está hecha toda ella de madera de loro cortada en ese Garafía. 




Fue verlo y no creerlo, mientras aquel sujetaba el bote  contraremando para no chocar con las rocas, rápidamente otro saltó sobre la proa y el resto fuimos alcanzándole los pertrechos.  Remando, cruzamos la corriente que se crea entre la Punta de Nariz de Gato con la Baja de San Mauro y, tras sobrepasar la Punta del Aserradero y la Baja de La Sal, bogamos hasta los Guinchos. En las cercanías del Vapor, nos botamos al agua, dos portaban fusiles, a mi me dieron el ensartador.

Nadé detrás de ellos sobre un mar azul y  contemplé el maravilloso y extenso fondo marino de la zona. Pronto se sumergieron a pulmón libre para llegarse hasta un bando de viejas. Fijaron rápidamente las dos más grandes que vieron y subieron para dármelas. Mientras yo me entretenía colocándolas en el ensartador, volvieron a bajar para fijar otras dos. Repitieron la operación varias veces y cuando concluimos, poco más de una hora, nadábamos de vuelta al bote arrastrando una sarta de pescados más larga que yo. Luego, pusimos proa hacia la bahía de Gutiérrez y en el callao de Tenisca, saltamos a tierra y lapero en mano, llenamos en un santamién dos saquitos de lapas que fuimos comiendo crudas, acompañadas de un goto de vino, mientras bogábamos de nuevo rumbo al puerto. ¡Qué día tan maravilloso pasamos!

    Ahora, tantos años después, puedo contar que, lo que aún me mantiene sorprendido, es el absoluto conocimiento que tiene esta gente de su territorio. Puntagorda es un municipio pequeño, poco más de 31 km², pero se extiende desde el  mar hasta la cumbre, siendo el Roque Chico su punto más alto con 2.368 m. Sea en la orilla del mar, sea en las medianías, sea en sus altas cumbres, el puntagordero sabe cómo sacar provecho y sustento de su tierra. El aislamiento que sufrió durante siglos, los convirtió en unos amañaos, unos manitas. No les quedaba otra, no tenían a quien pedir ayuda.

    Son unos “todoterrenos”, son capaces en un mismo día, de pescarte  un par de  viejas en El Palito, en la desembocadura al mar del Barranco de El Roque, que cogerte un feje de codesos para la cama del ganado en el Llano de Las Ánimas, a más de 2.000 metros de altitud. Te siembran un quintal de papas en las Llanadas de Fagundo, que igual te levantan una pared de piedras en el Lomo El Rellanito.  Lo mismo te ordeñan una manada de cabras en el barranquillo de Agua Dulce, que idéntico te llenan una pipa de vino, arriba en La Traviesa. Lo que ustedes me pidan, yo les busco un puntagordero para que se los haga. Vale, no me pidan que fabriquen móviles ni que viajen a la luna, tampoco hay que pasarse, pero si se van a una isla desierta para comenzar de cero, lleven en compaña a un puntagordero, que les aseguro, hambre no van a pasar.

    Recuerdo, cuando llegamos a vivir a este pueblo, que pensaba, espabilado que venía yo, que si esto no era el fin del mundo, por lo menos era su orilla. Y estoy casi seguro, que los primeros puntagorderos debieron pensar lo mismo, “a nosotros nadie nos va ayudar, así que nos tenemos que sacudir”. Con tesón, con ahínco, se pusieron manos a la obra para labrarse un porvenir, se fundieron en el territorio, lo interiorizaron, lo trabajaron, lo amaron y suyo lo hicieron para entregarlo a las nuevas generaciones.

    Pero todo esto, se está perdiendo. Ya no somos ni la orilla ni, mucho menos, el fin del mundo. La globalización se ha hecho con todo, ya tenemos móviles y hasta fibra óptica. Los chicos se nos han ido a la universidad y se han especializado, sobre todo, en no volver. Ya no se hacen gallofas, ahora tienes que contratar a alguien para que te haga los trabajos. Los cuentos son sobre los fichajes del Real Madrid y el Barcelona. La carrera de sortija ya no se celebra porque ya nadie cría mulos ni caballos de la tierra. Las almendras se quedan sin varear y ni se te ocurra asar unas papas y una flor de tocino en el mes de agosto, que te aparece hasta el helicóptero de Medio Ambiente. Y aunque no se lo crean, está prohibido coger lapas.

   Pero bueno, no se desanimen con mi pesimismo, no me hagan caso, que ya se los dije, yo tan solo llevo 4 días viviendo aquí y del cuento, no me sé ni la mitad.

    Ahora, nuestro amigo Horacio Concepción García, historiador que es él, en las siguientes páginas, nos va a relatar un cuento mucho más largo y perfilado que el mío. Nos va a contar, con todo lujo de detalles, el cuento completo de Puntagorda. De una forma ordenada y rigurosa, científica, nos va a narrar los pormenores de aquellos primeros colonos que se asentaron en esta tierra, como quien dice, con una mano delante y otra detrás. Nos obsequiará con todo tipo de referencias y datos, de esa llegada a la orilla del fin del mundo que yo imaginé.


    Horacio Concepción nos explicará cómo fue aquel primer reparto de tierras montunas entre los conquistadores, tantos "caiches" pa ti, tantas fanegas pa ti, de tal barranco hasta tal barranco, de tal lomo hasta tal lomo, desde la cumbre hasta el callao.

    De sus pesquisas en toda clase de archivos históricos, nos contará cuando y quienes levantaron esa iglesia, donde vamos todos los agostos de romería y porque motivo veneramos a San Amaro.

    De su letra y saber, conoceremos muchos apellidos que aún perduran en la toponimia de Puntagorda. Quienes fueron los Alvarogiles o los Verdugo, o los Abreu; porque llamamos a nuestro pinar Juanianes y a nuestros barrancos Izcagua y Garome; quien fue ese Matos que tiene montaña, camino y hasta caldero; quien fue Gutiérrez para que le dieran su nombre a un puerto y a una playa.

En resumen, la Historia de Puntagorda que aquí nos presenta Horacio Concepción, es una obra de «contenido general» articulada en torno a diferentes niveles de realidad, que recoge aspectos de carácter económico, demográfico, político, social y cultural y con un ámbito temporal que abarca, prácticamente, desde la incorporación de la isla a la Corona de Castilla hasta finales del siglo XIX. Para su elaboración ha empleado fuentes documentales procedentes del Archivo Municipal de Puntagorda, del Archivo Diocesano de San Cristóbal de La Laguna, del Archivo Parroquial de San Mauro Abad, del Archivo Municipal de Santa Cruz de La Palma, del Archivo Municipal de Los Llanos de Aridane, del Archivo General de La Palma, del Archivo Histórico Provincial de Tenerife, del Archivo Histórico Provincial de Las Palmas de Gran Canaria, del Archivo Parroquial de Garafía, de la Biblioteca y archivo Casa de Colón (Las Palmas de Gran Canaria), del archivo de prensa digital Jable de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, así como una amplísima bibliografía.

 

Su contenido está distribuido en once capítulos y el primero de ellos Agua y la voz de la sed, se dedica al agua ya que, como bien explica el autor, la Historia de Puntagorda no podría explicarse sin este preciado recurso de la naturaleza, afirmación con la que no podríamos estar en mayor acuerdo. Los seis restantes son: Brea y bosques de fuego; Caminos y la huella del hambre; Cultivos, labranza y sudor de la tierra; Paisaje y arquitectura de la necesidad; Parroquia de San Amaro (San Mauro); y Población y costumbres. Entre rezados y promesas.

 

    En fin, de la pluma de Horacio Concepción, viajaremos a nuestro pasado, a nuestros orígenes, para conocer más de nosotros, para saber de buena tinta porque estamos aquí, porque somos Puntagorderos y porque tenemos que sentirnos orgullosos de serlo.

 

                                                                                                                                               Artemi García

                                                                                                                           Un vecino de Puntagorda









                                                                       Y de nuevo.....

la memoria vuelta a olvidar


PINO DEL CONSUELO

El otro día, después de muchos años, volví a parar el coche junto al Pino del Consuelo.

Había leído que pensaban colocar aquí un monumento o algo parecido, en memoria de los represaliados, asesinados, durante el Golpe de Estado Fascista de 1.936, aquí en la Palma.

Luego, en casa, lo busqué. En la hemeroteca insular aparecen distintos artículos, donde destacados representantes socialistas, tanto a nivel insular, como a nivel regional e incluso nacional, prometen solemnemente el solicitado monumento.

Las noticias que encontré son de los años 2.016 y 2.019. Me dio desidia buscar si fueron años electorales, porque apostaría a que sí.

Al no ver nada alrededor del pino, subí la ladera pensando “lo habrán puesto arriba, cerca de las tumbas exhumadas”.

Las tumbas se encuentran en una hondonada de granzón, que recuerda un pequeño cráter.

En realidad esta zona pertenece a las coladas del Volcán Martín, erupción de 1.6777.


Dicen que fue la primera exhumación que se hizo en España, allá por el año 1.996.

Esa vez encontraron 5 cuerpos, luego en 2006 fueron hallados otros 6 cuerpos y otros 2 más en 2007, por lo que pasaron a llamarse “Los 13 de Fuencaliente”, aunque tal vez ninguno de ellos pertenecía a ese municipio.

Que yo sepa, los únicos identificados fueron el alcalde republicano de Los Llanos, Francisco Rodríguez Bethencourt y su teniente de alcalde José Ruperto León, elegidos democráticamente apenas 3 meses antes, en marzo de 1.936.

Ojalá hayan identificado a los demás.

Caminar entre estas tumbas abiertas me dio un poco de reparo, como si les estuviera faltando el respeto a las personas que estuvieron allí enterradas durante 50 años, sin que nadie supiera de ellas.



También se me disparó la imaginación. Tuvo que ser en ese mismo verano del 36. Desde Los Llanos hasta esta zona de Fuencaliente tuvieron que andar unas cuantas horas, .Haría bastante calor, seguramente hicieron el trayecto de noche.



La carretera General pasa por debajo, y por arriba, el Camino Real. ¿Los llevarían andando, a empujones, o los llevarían en coche, en uno de aquellos camiones con la caja de madera oculta por una lona?

Les dirían, les mentirían, que los llevaban detenidos a la ciudad. Seguramente tendrían ya el sitio buscado.

Dicen, no sé si será verdad, horrible verdad, que los hacían cavar sus propias tumbas.

Tal vez en esa época con cesta y guataca, o tal vez, tenían ya alguna pala escondida detrás de algún pino, oculta bajo el pinillo.

Hay que decirlo, aunque suene muy macabro, por lo menos más fácil de abrir que en tierra dura.



También circula un cuento de que ni Franco, ni ninguna de las autoridades golpistas habían ordenado esas ejecuciones. E incluso, que uno de los asesinos se suicidó después a la vuelta.

Quién se lo quiera creer que se lo crea.

En fin, en los alrededores de las tumbas tampoco encontré nada.

Sus paredes se han ido derrumbando. Poco a poco, la naturaleza y el tiempo las están ocultando, las están “olvidando”.


Lo único que encontré significativo, fue que junto a una de las tumbas, nacieron unas matitas de orquídeas canarias.



28 de enero de 2023

Artemi García



Una Puntagordera
en la memoria olvidada


   Me gustaría hacerles un cuento que comenzó junto a estos contenedores de basura. 
     Ahora días, estos 2 libros de la imágen, y unos cuantos más, los encontró mi hija Gara junto a un contenedor de basura, en Tijarafe. Estaban nuevecitos, se notaba en ellos que no los había leído nadie, y por más ende, tienen el sello de la Biblioteca de Tijarafe. Se imaginan, retirar unos libros de la biblioteca pública, para ni siquiera leerlos y luego, encima,  en vez de devolverlos, tirarlos a la basura. En fin, tanto éstos, como todos los otros, tratan de temas relacionados con la historia de Canarias, y mi hija, sabiendo mi interés por este tipo de lectura, se dijo, “se los voy a llevar a Pá”, que seguro le gustan.


  Entusiasmado, y por supuesto, después de comentar la aberración, me puse a hojearlos, y enseguida me llamó la atención el título de estos 2, “Musas cautivas”, Antología de Musas Cautivas, Estudio Histórico. “¿Que será? ”, me dije. 
 Estos libros, esta antología, es una compilación de poemas y textos, manuscritos por varios republicanos que fueron presos en las prisiones de Fyffess en Tenerife y Gando en Las Palmas, tras el Golpe de Estado fascista - militar en Julio de 1.936, contra la II República Democrática Española. 

Comencé leyendo el de bandas rojas, el Estudio Histórico. Tiene 2 prólogos, el primero, de José Antonio Rial, nos cuenta sus recuerdos de los primeros días del Golpe de Estado y de su estancia, más de 7 años, en las cárceles canarias, y el segundo, de Ricardo García de La Rosa, nos habla de la situación política del momento, tanto en Canarias, cómo en España y el resto del mundo.
     
    Después, Sergio Millares Cantero, uno de los autores , nos compendia Las Expresiones Culturales en los Centros de Internamiento de Canarias en la etapa 1.936 - 1.941. Nos habla de los  campos de concentración de Gando y de Fyffes, y de las expresiones artísticas y literarias que allí tuvieron lugar por parte de los cautivos.
   
     El siguiente capítulo fue la gran sorpresa. Se titula “Margarita Rocha Mata, la Antología de Musas Cautivas y La Palma”, escrito por el otro autor del libro, el palmero Alfredo Mederos. Y comienza así:

     “Estando en una de mis numerosas visitas a la Universidad Central de Venezuela, Felipe Brito me comunicó que el también profesor de dicha Universidad Juan Torres Rocha, licenciado en Química y Doctor en Geoquímica, quería verme en relación con un manucscrito de poemas titulado Antología de Musas Cautivas, escrito en las cárceles del Lazareto de Gando (Gran Canaria) y Fffes-Costa Sur (Tenerife), en la época de la guerra civil española, y que había encontrado entre las pertenencias de su difunta madre, Margarita Rocha Mata, natural de Puntagorda (La Palma), militante anarcosindicalista, que es quien se había llevado clandestinamente consigo el manuscrito original al salir de la cárcel...”


Margarita Rocha Mata
1.914 - 1.989

     ¡Imaginen mi sorpresa! ¡Qué libro había caído en mis manos! Un libro que estuvo a punto de ser devorado por el camión de la basura. ¡La memoria olvidada y vuelta a olvidar!
     
     Margarita, hija de Andrea, nació en Puntagorda en 1.914. Las vueltas de la vida la llevaron a emigrar a Santa Cruz de La Palma, donde se enamoró de Nestor Mendoza Santos, de profesión, torcedor, (tabaquero). En 1.935, poco más de 1 año antes del golpe militar, ella, 21 años, él 24, se deciden a emprender juntos  una nueva vida, me imagino que llena de sueños, de ilusiones, y se suben a un barco rumbo a Tenerife, a Santa Cruz.
     
     Piensen que momento estaban viviendo Margarita y Nestor. El Frente Popular, impulsado por el movimiento obrero, había ganado democráticamente las elecciones y gobernaba la II República. Por primera vez en España, los pobres teníamos el poder y Margarita y Nestor, eran complices de esta victoria. Ya se habían afiliado a la CNT en La Palma, eran anarcosindicalistas, luchaban y defendían los derechos de la clase obrera. ¡Qué felices debieron ser! 
     
     Tras el Golpe de Estado fascita - militar del 18 de julio de 1.936, son perseguidos y detenidos en diciembre de ese año. Margarita ingresa en la cárcel de mujeres del barrio del Toscal y Nestor en la prisión de Fyffes.


   En enero de 1.937, Nestor fue acusado de “rebelión militar” y condenado a pena de muerte. Margarita también fue acusada de “un delito consumado de rebelión militar” y condenada a 26 años y 8 meses de reclusión mayor. 
    
      El 2 de marzo, Nestor escribe una carta a su madre, Victoria Santos, desde la prisión de Fyffes:
     “Quiero que sepas que si muero, muero por una causa justa, no por hechos vergonzosos. Puedes estar orgulloso de tu hijo, pues fue todo lo honrado que se puede ser. No siento más que el dolor de usted y el de Margarita”
     
     El 6 de marzo de 1.937, unas horas antes del fuslamiento de Nestor, dejan que Margarita lo visite y allí, en la capilla de la cárcel, contraen matrimonio oficial.

Nestor y Margarita 
la noche previa al fusilamiento de él
6 de Marzo de 1.937

   
     Margarita estuvo presa durante 6 años y medio, en  las cárceles de mujeres de La Laguna y Las Palmas (1.937 - 1.943). Al ser puesta en libertad, consiguió llevarse clandestinamente el manuscrito. Se volvió a casar en Las Palmas con el también anarcosindicalista Juan Torres González y allí nació su hijo Juan Torres Rocha, a quien debemos la devolución del manuscrito a Canarias. Primero su esposo y después ella con su hijo, consiguieron viajar, también clandestinamente, a Venezuela. Llegó a este país el 1 de febrero de 1.949, y allí vivió 40 años, hasta su fallecimiento el 7 de abril de 1.989.

     Bueno, éste es el cuento que quería hacerles. Yo lo veo como una historia de rescates. Primero, Margarita, que consiguió sacar el manuscrito de la cárcel, que hubiera sido de él, si hubiese caído en las manos de sus fascistas carceleros. 40 años después lo rescató su hijo Juan, al encontrarlo entre las pertenencias de su difunta madre y envíarlo de nuevo a Canarias. 17 años más tarde, en diciembre de 2.007, tras una gran investigación histórica, Sergio Millares Cantero y Alfredo Mederos consiguen publicarlo. A la Biblioteca llegó, según consta en el sello de entrada, en junio de 2.009 y mi hija Gara lo rescató de la basura 10 años después, en julio de este año 2.019. 

     Ahora, a mi manera, haciéndoles este cuento, quiero volver a rescatar del olvido a una vecina de este pueblo nuestro de Puntagorda, Margarita Rocha Mata, que descanse en paz.

                                                                                                                                                                                                                             Artemi García
                                                                                                                                                                                                                          Agosto de 2.019



1,73 dice
                   
   Cuando me midieron para el cuartel, dijeron que medía 1,72 y hasta la fecha es lo que siempre he medido, o más bien, he creído que medía. Intentaré explicarme, me dijeron, usted mide 1,72 y lo creí, lo acepté, no lo discutí ni fui corriendo a comprobarlo en otro lugar, a pedir “una segunda opinión”, a dudar de la medición oficial que me había realizado un funcionario del ejército, “pues está bien”, fue a donde más lejos llegué, mido 1.72, consentí. Hay cosas que se aceptan en la vida sin cuestionarlas, como cuando me saqué por primera vez el DNI, miré el número que me asignaron y no revolví un mar de despachos preguntando por qué me adjudicaron ese número, “no, mire, que este número no me gusta, por favor me puede cambiar este 5 por un 1”. Lo de la letra si fue algo más interesante, me llegué a preguntar por qué me tocó la C, dicen que hay, bueno me lo han explicado pero ya no me acuerdo, una fórmula matemática que lo explica, si será, lo que sí es llamativo, no sé si le pasa a mucha gente pero conozco a unos cuantos que sí, que cuando me lo preguntan, porque casi todos lo sabemos de memoria, es que si lo digo de corrido me sale, 43264586, pero si me interrumpen tengo que comenzar de nuevo. Normalmente, la mayoría de los números que me han ido asignando a lo largo de mi vida los he aceptado sin cuestionarlos en absoluto, el número de teléfono, el número de la Seguridad Social, el de la cuenta del banco, el de socio de la biblioteca o socio de cualquier club deportivo o cultural. Hay algunas excepciones, pero siempre se encuentran dentro de los números temporales, incluso en éstos, la persona que te lo adjudica te ofrece la posibilidad de cambiarlo, el asiento en el avión, “pasillo o ventanilla, señor”, la butaca en el cine, “señor, delante o detrás”, pero esos números que son para toda la vida, lo recalco porque me parece significativo, para toda la vida, los he aceptado sin más, no los he cuestionado ni les he dado mayor importancia.    
      Eso me pasó cuando me midieron para el cuartel, dijeron que medía 1,72 y yo siempre he medido 1,72, eso se lo he discutido, a quien lo pusiera en duda, hasta caerme de culo, sobre todo porque he contado con la prueba definitiva, “eso me dijeron cuando me medí para el cuartel” he apostillado siempre y se quedaban callados, no les quedaba otra que darme la razón, alguno pudo hacer un mohín pero no se atrevió a rebatirlo, lo dejé sin argumentos. Y eso que yo no fui al cuartel, el único contacto que tuve con el ejército fue ese, cuando me midieron y dijeron que medía 1,72, pero ese es otro cuento que a lo mejor relato otro día, ahora me gustaría seguir hablando de mi altura.
     Ayer, muchos años después de aquella medición cuartelaría, donde  incrustaron en mi ADN que yo medía 1,72, en el reconocimiento médico que me hicieron en la empresa, una joven doctora con acento sudamericano, lo que me encaminó a preguntarle por su nacionalidad, porque yo soy así, preguntón, novelero, también por relajar el ambiente, aunque me imagino que ella no sufría ninguna tensión, el tenso en todo caso sería yo, ella más bien estaría harta de realizar esas rutinarias inspecciones y seguramente recordaría ese montón de años de estudios, de esfuerzo, el día que voló el birrete al aire en el campus de su universidad, las felicitaciones de su familia, de sus allegados, el día que aterrizó en nuestro país, la pateada por diferentes hospitales y despachos presentando su currículum, para terminar trabajando con un contrato precario en una más de las numerosas y prolíferas mutuas existentes, viendo pasar ante ella un número infinitos de estúpidos como yo que le preguntaban insinuantemente su nacionalidad. Con una sonrisa me dijo que era colombiana y educadamente espero un segundo a que yo lo asimilara  y a continuación siguió con su inspección y su interrogatorio, porque todos lo que hemos pasado un reconocimiento médico sabemos que más de la mitad del tiempo, el doctor/a se dedica a realizarte preguntas rutinarias sobre tu estado de salud, si fumas, si bebes, si te lavas los dientes, si realizas algún tipo de ejercicio físico, que según su destreza con el teclado, puede ser más o menos rápido o convertirse en una eternidad. Después del inevitable cuestionario y de haberme notificado que era colombiana, información que yo, no sé para qué, guardé en mi memoria, me pidió que me pusiera en pie para realizar el examen físico. En el despacho, junto a una de sus paredes, entrando a la derecha, se encontraba la báscula que utilizan para pesarte y medirte, un armatoste de acero pulcro e inoxidable donde me pidió que me subiera, yo, alegantín como soy, y también de buenas maneras, para ahorrarle su tiempo y agilizar el tema enseguida, le apunté que pesaba 80 kilos y medía 1,72, que no hacía falta ese trámite, que podíamos pasar a lo que fuera lo siguiente, “de todas formas, ya que estamos vamos a comprobarlo”, me contestó con aquel dulce acento y sonrisa ficticia de por favor déjeme hacer mi trabajo y así terminamos antes. “Quítese los zapatos y colóquese derecho pegado a la pared” me dijo, obediente callé y la dejé realizar su trabajo. “80 kilos,  1,73”  dijo en voz alta, más para ella que para mí y se acercó al teclado para anotarlo. “Pues se ve que he crecido últimamente, yo siempre he medido 1,72, pero si usted lo dice”, me apresuré a rebatirle, con ese tono un tanto despectivo que te da la seguridad de un dato que tú tienes grabado en tus cromosomas, y también, aunque no quieras reconocerlo y esté muy mal decirlo, te sale ese racista y machista que todos llevamos dentro, “que se cree esta colombiana bisoña”, aunque si te lo dice un médico que viste canas y acento castellano, también le vas encontrar alguna pega, “éste no está bien de la vista, a ver si lo jubilan ya”. Está tan arraigado ese dato en tu estructura ósea que, como ya dije, te caes de culo antes de admitir esa corrección, aunque sea de un mero centímetro. Pude haber esgrimido mi cita irrefutable, “eso me dijeron cuando me medí para el cuartel”, pero éste no era el caso, era una mujer atractiva con sus curvas bien expuestas y en tu interior, aunque sabes que no va a pasar nada, que seguramente no la volverás a ver en tu vida, dejas correr tu imaginación y sueñas que te aceptará un café cuando terminé su jornada, porque tu pavoneo en su despacho seguro que la ha deslumbrado y está loca por hacer el amor contigo, aunque también sabes que no te atreverás a invitarla a ese café, porque sabes con total seguridad que te dirá que no, pero como matemáticamente existe esa mínima posibilidad, que el albedrío de los dioses fructifique y puede que hasta sea ella la que te convide, te guardas tu indiscutible evidencia para otra ocasión. En fin, la dejé seguir con sus exploraciones en mi anatomía, cierre los ojos y tóquese la nariz, diga 33, tosa, firme aquí y aquí, buenos días, pase el siguiente, ni café ni miradas lánguidas, pero tampoco se crean que sueños rotos ni decepciones, salí, sujeté la puerta para que entrara el siguiente y ya en la calle, no sé por qué, lo que me apeteció fue ir a tomar un café, ya todo olvidado, incluso que según ella, medía 1,73.
      Creo que a todos o a la mayoría nos pasa, por la noche, cuando me acuesto, vienen como flashes de los sucesos que me han ocurrido durante el día o en días anteriores, y esa noche, en la cama intentando conciliar el sueño, de repente llegó aquel flash, “1,73 dice la tonta esa”, y algo en mi interior se revolvió, subieron las pulsaciones y me espabilé, pero me di la vuelta en la cama y por asociación de escenas, recordé, “que buena estaba la colombiana” y bajaron las palpitaciones, y en ese mundo onírico donde nada ni nadie interfiere, la invité al café, flirteé con ella y poco a poco el sueño me venció, el pulso se amortiguó y dormí plácidamente. Pero a la mañana siguiente cuando mi reloj biológico me despertó, porque yo siempre me despierto a las 6, vete tú a saber por qué, pero me acueste a lo hora que me acueste, a las 6 siempre despierto, no es que abra los ojos y me quedé sentado en la cama, pero sí que mi cerebro vuelve de donde quiera que estuviese y se activa, después, según lo que tenga que hacer o las ganas que tenga, me levanto o no, pero ya estoy despierto y si decido quedarme en la cama sólo consigo un duermevela y ponerme a darle vueltas a mis cosas, y como digo, esa mañana, a las 6, cuando mi reloj biológico me despertó, “1,73 dice”, fue el primer asunto, el primer punto del orden del día que mi cerebro anunció y apreté los ojos, aunque seguían cerrados, y me di la vuelta en la cama e intenté borrarlo y cambiarlo por la asociación “que buena estaba la colombiana”, pero aquel guineo se hizo insistente, irritable, “1,73 dice”, “1,73 dice”, “1,73 dice”, no pude con él, me tuve que levantar, ese centímetro, ese ñoño e insignificante centímetro iba a modificar mis principios, mi ADN, mi vida, “pero ésta que se cree, 1,73 dice”, me aguanté hasta las ganas de mear, ni la cara me lavé, busqué en las gavetas debajo del poyo de  la cocina donde guardó de todo, porque resulta que tiene 4 cajones, pero en el primero tengo los cubiertos y en el segundo los paños de cocina y me sobran dos, donde voy metiendo cualquier cosa, de esas que no utilizo mucho y no sé donde guardar, y en el tercero no, pero en el cuarto, el último de abajo, encontré un metro, de esos que se enrollan y tienen un soporte para anclártelo en el cinturón, que uno los llama metro pero que en verdad suelen ser de más de 1 metro, de 3, de 5, ahora que lo pienso, nunca los he visto ni de 2 ni de 4, de 1 sí, pero bueno, lo encontré y fue como un alivio, una sensación de poder, “ahora vas a ver colombiana enterada”, me coloqué derecho junto al marco de la puerta de la cocina y lo extendí, pisando la punta con el pie y llevándolo por encima de mi cabeza lo doblé y lo sujeté con el pulgar y el índice de mi mano izquierda, porque eso no se los he dicho, porque tampoco viene al caso, pero resulta que soy zurdo, y al ir a comprobarlo se me escapó del pie y se dobló un poco, porque es un metro de cinta metálica y, creo que a muchos también les pasa, se dislocan y hacen un sonido desagradable, en fin que lo intenté de nuevo pero ya no me fiaba, estamos hablando de tan solo 1 centímetro y era necesario afinar, así que cambié el plan y busqué un lápiz que no hallé, pero sí encontré un bolígrafo junto al teléfono, que siempre tengo allí a mano, por si cuando alguien te llama tienes que anotar algo. Me volví a colocar junto al marco de la puerta de la cocina, bien derecho y con mucho cuidado y mucho tiento, respire hondo, exhalé y rayé justo sobre mi cabeza, rente al pelo porque no estaba dispuesto a cederle ni un  milímetro a la colombiana aquella, después me separé del marco y comprobé la línea que había dibujado sobre mi cabeza, recta recta no estaba, pero creo que en un juicio rápido con jurado popular la darían por válida, tomé el metro y ahora sí, pisé con el pie la punta, que no lo he dicho, pero todos saben que tiene un pequeño apéndice para engancharlo del sitio que vayas a medir, y comencé a estirarlo muy despacio para que no se me escapara, hubo un momento que casi, pero enseguida lo sujeté con la rodilla y seguí extendiendo hasta llegar a la línea recta recta no, pero válida, donde me jugaba el todo por el todo, era el momento de las apuestas, el final de la batalla, el ser o no ser.
   1,73. Me dolió. Me dolió como si me hubiesen dado un tiro en la barriga, no es que alguna vez me hayan dado un tiro en la barriga ni en, por suerte, ningún otro sitio, pero una vez soñé que me habían dado un tiro en la barriga y fue un sueño tan real que quedé sentado en la cama sujetándome el estómago, sintiendo como un inmenso ardor me quemaba las entrañas y en las manos, que en verdad estaban empapadas de sudor, sentía la sangre que se me escapaba a borbotones por la enorme herida abierta y ni me atrevía a separarlas de allí, porque estaba seguro que se me derramarían las tripas, para encender la luz. Tardé unos instantes, que para mi fueron eternos, en darme cuenta que todo era solo un sueño, un horrible sueño. Pues ahora, siempre recuerdo ese sueño cuando algo me duele, no físicamente, porque cuando es algo físico, me duele lo que me duele, si me doy un golpe en la rodilla lo que me duele es la rodilla y no hago esta asociación, pero cuando el dolor es más de este ámbito, de tipo dolor espiritual, dolor sentimental, un dolor que me hace daño en mis principios, en mis convicciones, en cosas que tengo tan asimiladas, tan mimetizadas, siempre me viene este recuerdo y me es imposible realizar otra comparación, me duele la barriga como si me hubiesen dado un tiro cuando algo me duele, como que me demuestren que yo no mido 1,72 sino 1,73.
     No me quedó otra, me derrumbé, me fui dejando resbalar por la pared de la cocina hasta que quedé sentado en el suelo de frías baldosas, con los pies encogidos, no solamente por el inmenso dolor que sentía, sino porque también me di cuenta que tenía unas considerables ganas de orinar. Como pude, apretando los muslos, me incorporé y corrí con pasitos cortos pero apresurados hacia el baño, uf que alivio, dejar escapar todo aquel líquido de mi interior,  mientras meaba aquel fluido amarillento, me parecía que menguaba el dolor, que se distraía, que me dejaba un resquicio abierto por donde vislumbrar una salida, aunque primero me planteé un repliegue, una tregua, terminé de mear, me metí a la ducha, me lave los dientes, me afeité, me vestí y volví a la cocina para prepararme un café, tan solo de soslayo eché un vistazo a la línea recta recta no, pero válida, porque me había prometido en la ducha que no llevaría a cabo ninguna acción hasta que hubiese tomado el café, me lo serví y lo tomé de pie mirando por la ventana, viendo fluir el tráfico y siguiendo con la vista a 2 mujeres que cruzaban la calle de frente hacia mí, quedé boquiabierto, casi se me cae la taza de café de las manos, una de ellas era la doctora colombiana, no, venga ya, tremenda coincidencia, eso no se lo cree nadie, no, eran dos mujeres totalmente desconocidas, una bastante mayor que la otra, tanto que se apoyaba en la otra para poder andar y ésta le estaba diciendo algo, como dándole prisas me pareció, porque tiraba de su brazo y también le hacía gestos con la mano libre. A mí me gusta asomarme a la ventana, o sentarme en el banco de un parque, o qué sé yo, sentado en la avenida de una playa, en la terraza de un bar, a ver gente pasar, e imaginarme a donde van, su parentesco, que piensan hacer, y cuando las pierdo de vista, elijo a otros y vuelvo a jugar, tuve una novia que lo hacíamos juntos y llegamos hasta discutir quien decía la verdad en aquel juego, tan enganchados estábamos. Me terminé el café, con determinación volví a tomar el metro en mis manos y me acerqué al marco de la puerta de la cocina, lo sujeté ahora con el zapato y volví a medir de nuevo, sin nervios, con tranquilidad, como si fuese un carpintero profesional, que está concluyendo un presupuesto para realizarte unas reformas en la cocina. 1,73. Está bien, serenidad, lo esperaba, guardé el metro en el último cajón de abajo del poyo de la cocina, en el bolsillo de atrás del pantalón me guarde la cartera y salí a la calle, en otra calle, la que es perpendicular a la mía, hacia el final a la derecha hay una farmacia, lo tenía claro, esos metros baratos que compra uno por ahí no son muy de fiar, “1,73 dice”, en la farmacia seguro que tendrían una báscula, de esas parecida a la del despacho aquel de la colombiana y seguro que ésta me daría la razón o no, se la daría a ella, pero ese, todavía era otro cantar, primero vamos a la farmacia y después ya vemos, alardeaba yo mientras me dirigía al dispensario. Justo cuando iba a entrar llegaron dos señoras mayores, no es que vinieran juntas en compañía, porque una venía por la acera de frente hacia mí y la otra cruzaba la calle por el paso de peatones, porque casi siempre suele haber un paso de cebras cercano a las farmacias, y de esta manera convergimos los tres a la entrada de la farmacia, y aunque yo iba apresurado, no me quedó otra que cederles el paso, por esa pauta de buenos modales que nos han impregnado en nuestro comportamiento, en cambio entre ellas 2, al ser de una edad parecida, no existía esa norma, y medio que se atropellaron para entrar primero, pero por suerte el hueco de la puerta era lo suficiente ancho para que pasaran las dos y no hubo ninguna incidencia, las 2 se dirigieron al mostrador, y ahora sí, percibí claramente el paso frenético de ambas por ganar la carrera de 3 pasos y ser atendidas en primer lugar, hurgando en el bolso y depositando su montón de recetas ante el farmacéutico, un hombre mayor con el pelo peinado hacia atrás,  gafas de montura y batín blanco, con su identificación enganchada al bolsillo donde asomaba tímidamente la punta de un bolígrafo. Yo, desde mi posición en la puerta, no necesitaba acercarme al mostrador, sino que hice un barrido con la vista buscando el aparato de medir y a la izquierda, incrustado entre un expositor de  cristal, que contenía pastas y cepillos de dientes y un banquito donde te puedes sentar para esperar tu turno, divisé el artilugio y hacia él me dirigí, esta vez sí, con el corazón galopando y sacando la cartera del bolsillo de atrás del pantalón, rebuscando monedas, porque en esta sociedad se paga por todo, mientras leía las instrucciones que se detallaban en una placa metálica, suba a la báscula, colóquese derecho, introduzca cantidad exacta 50.ctmos, en el bolsillo de la cartera tenía 2 monedas de 20 y una de 1 euro, me tuve que volver y acercarme al mostrador “por favor me puede dar cambio para la máquina”, me dirigí al farmacéutico señalando el aparato, “hay algunas que estamos primero”, terció una de las señoras con toda su mala hostia, era la que había perdido la carrera y ahora hacía cola, “por dios, señora, que tampoco es para tanto”, metió baza la que estaba siendo atendida, “dele usted el cambio a este hombre”, se dirigió al farmacéutico, “si claro como usted ya se me coló…”, contraatacó de nuevo la antipática, “que está usted diciendo, yo no me he colado en mi vida en ningún sitio, entré primero que usted y por eso me están atendiendo a mí y no a usted, maleducada”, la cosa se estaba animando, y si no fuera por el motivo que me había llevado hasta allí, me lo hubiese pasado en grande, “está bien señoras, vamos a ponernos todos tranquilos, que hay tiempo para atender a todo el mundo”, fiscalizó el farmacéutico y consiguió por fin llevar de nuevo las aguas a su cauce, “a ver señora, deme usted sus recetas y usted también, y tome usted caballero su cambio”, se dirigió a mí en último lugar y mientras yo le daba con una mano el euro, él me entregaba con la suya las 2 monedas de 50 céntimos, a una de las señoras le dediqué una sonrisa, pero a la otra le volví la cara y sin más contratiempos me enfrenté al artefacto, me subí, me coloqué derecho e introduje la moneda de 50 céntimos por la ranura, pasaron unos segundos y no pasaba nada, ni se leía nada en una pantalla que tenía delante de mí, ni asomaba ningún ticket por la abertura situada debajo de la ranura por donde había introducido la moneda, tenía miedo de moverme por si la máquina estaba midiendo aún y estropeaba su lectura, pero pasaron otros cuantos segundos y ni pío, la maquinita aquella no hacía nada, todavía sospechoso, me volví despacio, intentando siempre mantener la verticalidad por si acaso, “oiga señor creo que esto no funciona”, le comenté al farmacéutico que seguía atendiendo a las señoras, y ya tenía más de medio mostrador lleno de cajitas de diferentes tamaños y que, con una cuchilla, estaba recortándoles ese pedacito que tienen por un lado y que ellos, después, con cinta adhesiva, sujetan en las distintas recetas, “será pesado este hombre”, volvió enseguida al ataque la señora antipática, esta vez no me pude contener, “recétele algún ansiolítico a esta mujer, a ver si se tranquiliza”, me dirigí al farmacéutico, que ahora si había levantado la vista del mosaico de cajitas que tenía sobre el mostrador, “ah, que ahora resulta que también es médico, porque no me lo receta usted, sabelotodo”, me embistió rápida y lenguaraz la antipática, e incluso hizo un ademán de acercarse hasta mí, esgrimiendo el bolso aquel que sujetaba firmemente con ambas manos, “Jesús por dios, que vergüenza”, apuntó la otra, la simpática, apresurándose a introducir sus medicamentos en su bolso y retirarse hacia la puerta, “tranquilícese señora, póngase tranquila”, intervino de nuevo el farmacéutico con los ojos cerrados, aunque mantenía en el aire la cuchilla que sujetaba en su mano, y desde mi posición en el local observé, que en el otro lado, arriba, cerca del techo, una cámara de seguridad estaba grabando toda la escena, y enseguida discurrí que estas cámaras no graban sonido, tan sólo imágenes, y en una toma estática, en una foto fija, que presentase un abogado con pocos escrúpulos ante un juzgado de guardia, lo que se observaría sería, a una señora mayor sujetando con fuerza su bolso, a un hombre de 1,72, 1,73, eso todavía no estaba claro, con cara de pocos amigos, de espaldas, a un señor farmacéutico peinado hacia atrás con su batín blanco, pero esgrimiendo un cuchillo en el aire,  y a otra señora mayor huyendo despavorida hacia la puerta, imaginé las portadas en los periódicos, “Detenida banda organizada que se dedica atracar viejecitas en las farmacias”, “que me ponga tranquila, yo estoy muy tranquila, lo que pasa es que ya llevo aquí más de media hora esperando que usted me despache mis recetas, que yo también tengo otras cosas que hacer”, yo creo que el farmacéutico tuvo la misma visión apocalíptica que yo, porque dejó caer la cuchilla sobre el mostrador, me hizo una seña de paciencia con sus manos abiertas y terminó de despachar a la señora, sin que se oyera ni el vuelo de una mosca dentro del establecimiento, con una mirada despectiva hacia mí y una enconada al farmacéutico, la muy antipática metió sus medicinas en el bolso y con la cabeza alta y la dignidad aún más, abandonó el local intentando dar un portazo, que no pudo, porque la puerta era de esas que tienen como un sistema hidráulico y no deja, “es que está apagada, a su derecha tiene el botón de encendido”, me informó el farmacéutico con una sonrisa de aquí no ha pasado nada, corramos un tupido velo y sigamos viviendo en paz, “ah claro, gracias”, contesté, y pensé en sugerirle que, cuando cerrara la farmacia, borrase la cinta donde todo había quedado grabado, pero opté por callar, no solamente por dar el mal rollo por concluido, sino porque adiviné la mirada esquiva que el farmacéutico dirigió a la cámara, y creo que pensaba hacerlo, no cuando cerrase sino inmediatamente después que yo me marchara. Pulsé el botón de encendido y el ingenio comenzó a emitir una serie de sonidos internos, “se tiene que bajar”, me pidió amablemente el farmacéutico, que ahora, sin clientes que atender, se entretenía observándome, e inmediatamente obedecí con un gesto de, ah claro, por fin la máquina quedó en silencio, tan sólo unas luces rojas parpadeantes,  “súbase ahora, colóquese derecho y ponga la moneda”, me guió amigablemente el boticario, poniendo más interés del que yo hubiese deseado, “los 50 céntimos ya se los puse antes”, le recordé amablemente, aunque él no tenía porque saberlo ya que estaba enfrascado en aquella escena que, tácitamente, habíamos decidido olvidar, “debe estar en ese hueco de abajo, donde devuelve el cambio”, prosiguió con el mismo tono familiar, aquello me enervó un poco, para que tenía una abertura de devolver cambio, si en las instrucciones decía claramente que depositase la cantidad exacta, se lo iba a tirar en cara, pero ahora, con la mar ya en calma, no quise romper el ambiente relajado y compinche que habíamos establecido, me agaché y hurgué con el dedo índice, y como no encontré nada, me volví hacia él con un gesto sonriente y cómplice, sin necesidad de decir nada, porque él estaba observando todos mis movimientos, y entonces fue él quien cambió totalmente de actitud,  frunció el ceño y hasta creo que me hizo una mueca, se encaminó hacia la máquina registradora, sacó una nueva moneda de 50 céntimos y sin mediar palabra, la depositó sobre el mostrador,  no cercana a mí, tampoco en el otro extremo pero sí retirada, se dio la vuelta y se puso ajetrear y recolocar el puñado de recetas que tenía sobre el mostrador, desentendiéndose totalmente de mí, aquello me irritó un tanto pero me incliné por dejarlo pasar, ya que también me ofrecía, sin que él lo supiera, esa necesaria intimidad que yo precisaba para llevar a cabo mi imperiosa consulta a la máquina. Me acerqué al mostrador, recogí la moneda sin expresar con mis gestos ninguna hostilidad, me volví a subir a la báscula, me coloque lo más derecho y erecto que pude y  cuando estaba a punto de introducir los 50 céntimos por la ranura me paré en seco, algo dentro de mí se revolvió, me contuvo, contemplé aquel artilugio, que te pedía que introdujeras la cantidad exacta pero que también ofrecía devolución de cambio, con sus lucecitas rojas parpadeantes, su pantallita plasmita, sus ranuras, me bajé, saqué mi cartera del bolsillo trasero del pantalón y guardé en ella la moneda de 50 céntimos junto a la otra y a las 2 de 20, “buenos días”, me despedí y abandoné la farmacia.
    
     Tenía que encontrar una fórmula más humana para resolver mi dilema, no iba a presentarme ante la doctora colombiana con el ticket de una farmacia, una prueba pericial expedida por una maquina, que con toda seguridad está expuesta a manipulación, amén de que también tendría que haberme descalzado para conseguir una medición exacta y después de los acontecimientos acaecidos en la farmacia, no era una buena idea ofrecer aquel espectáculo. Me quedé parado en la acera de la calle, a las puertas de la farmacia, meditando el siguiente paso a tomar, cuál sería la contra perfecta al diagnóstico de la doctora colombiana, por supuesto que una segunda opinión de otro médico sería ideal, dictamen que había tenido que pedir el día que me midieron para el cuartel, “1,72 dice, pues vamos a ver si es verdad”, es lo que tenía que haber hecho según salí de allí, dirigirme corriendo a algún despacho médico y pedir una segunda opinión, a partir de ahora, me prometí, cualquier veredicto que se presentara sobre mi persona lo pondría en duda, nunca más aceptaría el libre albedrío de otra persona sobre mi vida, segunda opinión, revisión del caso, recurso de alzada, testimonio ajeno, “permítame que lo dude”, se convertiría en mi frase favorita, mi arma arrojadiza ante cualquier eventualidad que hiciera referencia a mi persona, punto. Lo primero que me vino a la cabeza, por lógico y cercano, fue el médico de cabecera, en la otra manzana se encontraba el centro de salud, saqué el móvil, vi que tenía cobertura y marqué el 012, no les voy a transcribir aquí toda la parafernalia de información que te suelta una voz en off,  pulse 1 para tal cosa, pulse 2 para no sé qué, sino que adelantaré hasta, “le habla la operadora… en que puedo ayudarle”, me saltaré también mi respuesta obvia, pero me detendré en la siguiente  pregunta porque me pareció relevante, “dígame su DNI”, mientras se lo enumeraba con mi estilo característico, 42 642 586 letra c, de casa, con esas pausas intercaladas, se me encendió una luz, igual que en el DNI ponen tu fecha de nacimiento y tu dirección, podían poner tu altura, “ay doctorcita colombiana cómete esa”, prueba irrefutable donde las haya, “Artemi García,  1,72”, categórico, pero bueno, después de sus verificaciones, va y me suelta, “pasado mañana a las 10 y 25 señor”, “no, mire, que es urgente”, “diríjase a su centro de salud y fuerce la cita”, me contestó, suena como que tienes que entrar atropellando gente, forzar es sinónimo de violentar, de conquistar, de asaltar, no es para tanto, pero aún entendiendo la acepción en su contexto, tampoco era plan de presentarme ante la administrativa del centro de salud, por cierto, una chica guapísima, aunque algo extralimitada en sus funciones, porque empieza a preguntarte que te pasa, que te duele, realizando un primer diagnóstico, como si ella fuese médico y lo más que ha estudiado ha sido un grado medio de auxiliar administrativo, en fin, forzar la cita para pedir que por favor me midieran y me sacaran de esa incertidumbre existencial que estaba padeciendo, me parecía un poco fuera de lugar, lo tuve que desechar y comencé a barajar otras alternativas, una cita con un médico privado era una de ellas, pero por un lado, significaba un desembolso de, seguramente 60, 70 euros o más, que tampoco estaba dispuesto a  gastar, y por otro, la elección del especialista en cuestión también tenía sus migas, creo saber que la antropometría es la ciencia que estudia las medidas del cuerpo humano, pero si me ponía a buscar en la guía telefónica un antropómetro en la ciudad seguramente no lo encontraría, tiene que ser más bien la parte de un todo mayor, como una asignatura de un curso más completo que estudia un médico especializado… “en qué?”, así de entrada no se me ocurría ninguno, “cualquiera” pensé, y yo, cuando pienso, de pie en la calle, no es que me quede quieto, parado, apoyado en una farola o en el alféizar de una ventana, sino que me pongo en movimiento, andando acera arriba acera abajo, y distraído y obsesionado como estaba con ese centímetro de más que me había diagnosticado la doctora colombiana, no me apercibí que crucé la calle sin mirar y un taxi que pasaba con su lucecita verde encendida, su indicación “libre” destacando, y su conductor ensimismado en sus cosas, oteando las aceras en busca de algún cliente para ganarse dignamente un sueldo para llevar a casa, me llevó por delante.
    Así que ahora, estoy aquí, en el hospital, recostado en una cama, con una pierna escayolada sostenida por unas poleas en el aire, rememorando y detallando por escrito lo que me ha pasado. Hace un rato, pasó por aquí el doctor que me operó y me informó, que aparte de las diversas contusiones que presentaba, lo más grave era que tenía roto el fémur de la pierna derecha por dos sitios y que seguramente, transcurrido un tiempo prudencial, tendrían que operarme de nuevo, ya que las lesiones sufridas podrían retraerme la pierna y dejarme una cojera, “insignificante pero apreciativa”, palabras suyas, a las que enseguida me apresuré a replicar, “permítame que lo dude”, ya totalmente, no olvidada, pero sí que aparcada, la duda existencial de mi altura, “pero exijo una segunda opinión”.