28 de mayo del año 585 antes de
Cristo
(para Heródoto)
Para todos ellos simplemente somos Escitas. Los Griegos, los Lyrios, los Medos, los Partos, todo el mundo nos da ese nombre y a las interminables, inmensas, infinitas estepas al norte del Mar Negro donde vivimos las nombran como Escitia. Nos meten a todos en el mismo saco y dicen de nosotros que somos un pueblo de bárbaros, que somos unos miserables sin hogar, sin templos, sin ciudades, que solo comemos carne de caballo y que nos encanta beber la sangre de los enemigos que matamos en batalla. Algo de cierto tienen todas estas patrañas, pues verdad es que todas las tribus, clanes y familias que recorremos las llanuras al norte del Mar Ponto, descendemos desde hace más de 1.000 años del primer hombre que nació en estas estepas, Targitao, quien fue concebido por Papaeo, el Zeus de los griegos, con una ninfa hija del río Dripper.
Targitao recorrió
solitario durante muchos años aquel universo sintiéndose único y absoluto.
Durante ese tiempo se dedicó a domesticar a los caballos salvajes que abundaban
en la estepa y a poner nombre a todas las cosas. A las montañas, a las
llanuras, a los ríos. A las bestias, a las fieras, a los árboles y a las
flores. Todo era nuevo para él. Por desgracia, común en muchos pueblos,
nuestras leyendas no cuentan nada de la mujer con la que tuvo sus 3 hijos,
Lipoxais, Arpoxais y Colaxais. Nada sabemos de ella. Yo la imagino bella,
fuerte, guerrera. La imagino pariendo sola en la ribera de algún río a sus 3
varones, mientras Targitao hablaba calladamente al oído de un caballo y le
soñaba las hazañas que juntos conseguirían.
Sus 3 hijos heredaron y gobernaron en buena armonía toda la llanura hasta
un día que cayeron desde los cielos varios objetos. Un arado y un yugo, un
hacha de guerra y una copa, todos ellos de deslumbrante oro, cruzaron el
firmamento y se precipitaron ante ellos. Después de tamaña sorpresa, Lipoxais,
el mayor de los hermanos, se acercó hasta ellos e intentó tomarlos pero aquellas
ofrendas refulgieron incandescentes y le fue imposible recogerlas. Después,
Arpoxais, el segundo de los hermanos, también lo pretendió con el mismo
resultado, aquellas obras de fino oro volvieron a irradiar abrasadoras. Por
último, Colaxais, el benjamín de los 3 hermanos, se aproximó cautelosamente
hasta ellos. Cuando estaba a tan solo un paso de ellos, aquellos misteriosos
objetos se templaron y únicamente mostraron su destellante color. Entonces
Colaxais aferró el hacha en su puño y la alzó ante sus hermanos. A su cinturón
enganchó la copa y sobre su caballo colocó el arado y el yugo. Luego se abrió
paso entre sus hermanos, que hincaron en
tierra su rodilla ante él, pues al contemplar tal prodigio aceptaron entregarle
la totalidad del reino.
De él, del propio
Colaxais, desciende mi familia. De Lipoxais, el mayor de los hermanos, proviene
la tribu de los Aucatas. Del mediano, Arpoxais, surgieron las tribus de los
Catíaros y los Traspis. A nosotros, al clan que pertenece mi familia lo nombran
como Parálatas.
La inmensa mayoría
de nuestras tribus son nómadas, aunque hay algunas que se dedican a apacentar
ovejas ¡Puaff! Somos excelentes jinetes, que digo, somos los mejores jinetes
del mundo. Recorremos la inmensa estepa cabalgando sobre nuestros caballos y
sobre enormes carretas llevamos nuestras chozas arrastradas por bueyes. Para
nada necesitamos fundar ciudades. Para nada necesitamos erigir templos donde
adorar a nuestros dioses. A toda esta tierra la consideramos nuestro hogar. No
queremos paredes que nos oculten el horizonte. No necesitamos más techo que el
cielo. Antes de partir a la batalla, clavamos nuestra espada en el suelo y
rezamos a nuestros dioses de la guerra para que nos aseguren la victoria. Mientras
tanto, nuestros sacerdotes preparan la bebida sagrada, el Haoma. Machacan ramas
de cannabis que fermentan con la leche de nuestras yeguas y nos la dan a beber.
Con esta ceremonia enviamos malos pensamientos a nuestros enemigos para que
mueran o enfermen. Si esto no sucede, recogemos la espada del suelo y la
enfundamos en su vaina. Montamos sobre nuestro caballo y en nuestro goryto
colocamos el arco y las flechas para lanzarnos al combate.
Ésta es nuestra
vida, vivimos de la caza y de la guerra. Al galope de nuestros caballos
abatimos a las fieras y a los enemigos con flechas que disparamos desde nuestro
arco de doble curva. Si alguna vez alguien falla un disparo, le hacemos burlas
y chanzas en la hoguera de la noche. El escita que desperdicia una flecha, que
hace blanco en un árbol o en tierra, no es digno de su tribu. Si es mujer, su
hombre la desprecia y no copulará con ella hasta que haya abatido a más de 10
enemigos. Si es hombre, sus mujeres se mearan en las patas de su caballo.
Sobre nuestras
carretas también transportamos la fragua, ya que somos expertos forjadores y
nos encanta la orfebrería. Cuando vamos a la guerra, hombres y mujeres por
igual, vestimos cotas de escamas de hierro o de bronce que ningún enemigo puede
traspasar y guindamos de nuestro cinturón nuestra espada isósceles de un solo
filo.
Como nos encanta la
orfebrería, tanto a nuestra vestimenta como a nuestras armas, incluso a nuestros
caballos, los adornamos con todo tipo de joyas. Hasta nuestros picudos gorros
de fieltro los reforzamos con escamas metálicas y engarzamos piedras preciosas
en ellos.
Luchamos para vivir
y vivimos para luchar. A nuestros muertos los enterramos en cámaras de madera
de alerce que recubrimos con altos túmulos de tierra, a los que llamamos
Kurganes. Aunque muchas veces, sobre todo después de una cruenta batalla, dejamos
que los cuerpos de los caídos sean devorados por los buitres. Cuando un águila
se posa sobre uno de ellos y le arranca los ojos, lo tomamos como un buen
augurio para el bienestar de su familia y de toda la tribu.
En las noches de
paz disponemos nuestras carretas en un cerrado círculo y dejamos a nuestros
caballos que pasten libremente. Después de cenar la caza del día, nos reunimos
en torno a las hogueras y oímos las historias que nos cuentan los
ancianos.
Uno de los relatos
que más me embelesa cuenta cuando Darío, el Rey de los persas, nos intentó
conquistar. Había vencido y subyugado a Los Medos y a Los Lyrios. Después levantó
puentes para desplegar a su enorme ejército más allá del Mar Negro. Se jactó,
se sintió como un Dios dueño del mundo. Exhibió ante nuestro pueblo su poderío.
Nos presentó batalla con sus legiones innumerables. Su inagotable infantería,
su cuantiosa caballería, sus monstruosas máquinas de guerra. Por último, tras
cruzar el puente, se dirigió a nosotros con estas palabras “Dadme la tierra y
el agua y recibid mis órdenes”
Nosotros nos
echamos a reír. Después nos retiramos a un día de distancia y dejamos que nos
persiguiera. Quemábamos todos los pastos a nuestro paso, nada dejábamos vivo
que le sirviera de alimento. El muy estúpido se vanagloriaba de haber llegado
hasta el Río Volga sin que ningún enemigo le presentara batalla. Nosotros tan
solo nos dedicábamos a observar cómo desplegaba su ejército. Agazapados en la
espesura contábamos sus jinetes de caballería y calculábamos el número de su
infantería. En la retaguardia controlábamos su red de suministros y algunas
veces nos dejábamos ver para estudiar su disposición en la batalla. Con toda
esta información en nuestro poder procedimos a masacrar a aquel inmenso
ejército persa. Pero a nuestra manera, sin tanta pompa, sin tanto lustre. De pronto, cuando más relajados y más
victoriosos se sentían, cabalgábamos a sus costados y les enviábamos una lluvia
de flechas que oscurecían el cielo y nos retirábamos. A sus carretas de
provisiones les prendíamos fuego en la noche y a sus caballos les envenenábamos
el heno. Contra un ejército de más de 700.000 guerreros apenas tuvimos bajas. A
Darío no le quedó otra que desandar lo que creía haber conquistado. Su ejército diezmado, derrotado
y humillado vagó por la estepa que habíamos incendiado comiendo raíces y
masticando las suelas de sus botas. En nuestra orilla del Mar Ponto nos pedían
clemencia para embarcar en sus naves y volver a sus tierras lejanas. Nada le exigíamos,
pero en verdad era una fiesta cuando les lanzábamos flechas incendiarias. Veíamos
sus barcos arder y hundirse en la oscuridad del mar acompañados de gritos de
agonía y muerte.
Otro cuento, en el
que yo de alguna manera formé parte, también era de los más solicitados. Por
cierto, es hora ya de presentarme. Hasta ahora no lo he hecho porque nadie
importante soy. Ninguna hazaña de renombre he llevado a cabo. Tan solo tengo de
peculiar el día de mi nacimiento, que ocurrió durante este otro cuento. Me
nombran Artemixiais, el que nació de la oscuridad.
Nos relataban nuestros venerables ancianos, y
hasta algunos lloraban al recordarlo, como fuimos atacados a traición por los Masagetas,
que también eran un pueblo escita aunque más sedentario que nosotros. Querían
nuestras tierras para apacentar sus estúpidas ovejas y nos obligaron a huir
hacia el sur, hacia las tierras de Media. Fuimos exiliados de la tierra donde
estaban enterrados nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros ancestros.
Fuimos expulsados de la tierra donde habíamos criado y apacentado nuestras
manadas de caballos. De aquellas inmensas y ancestrales praderas nos obligaron
a huir los masagetas con lo poco que pudimos recoger. Nuestro pueblo nunca lo
ha olvidado y así nos lo transmitieron a nuestra generación para que no lo
olvidemos nunca y sigamos contándolo en las hogueras de la noche, para que
algún día consigamos vengar esa afrenta.
En esos tiempos
gobernaba el Imperio Medo el Rey Ciaxares en su capital, que nombraban como
Ecbatana. Media era muy distinta a nuestra estepa. Las llanuras eran grandes
pero no infinitas como las nuestras. De pronto se acababan ante una enorme
montaña o ante un profundo barranco. Los dioses que disponían la vida y la
muerte de estas tierras eran desconocidos para nosotros, los llamaban y los
invocaban con otros nombres. No sabíamos a quién dirigir nuestros ruegos,
nuestras plegarias. Al principio el Rey Ciaxares nos acogió buenamente y viendo
nuestra destreza con los caballos y la caza, nos envió a muchos jóvenes para
que aprendiesen nuestras artes. Pero un día que volvimos con muy pocas piezas,
en un arrebato de ira, nos ultrajó gravemente y nos llenó de insultos. “Os he
dado tierras para que pasten vuestros torpes caballos y para que levantéis
vuestros sucios campamentos. Y por una vez que os pido que me traigáis una
buena caza para celebrar un festín, os presentáis ante mí con 2 conejos y 3
perdices”. “Sois unos miserables pordioseros, fuera de mi presencia”, nos
escupió delante de todos.
Veníamos de recibir
nuestra mayor humillación por parte de los odiados masagetas y ahora, de nuevo,
este repugnante monarca nos afrentó delante de toda su corte. Cuentan nuestros
mayores que tuvieron que agachar la cabeza y soportar las risas y los desmanes
de todos los medos allí presentes. De nuevo vilipendiados, otra vez
deshonrados, tuvieron que abandonar la corte de Ecbatana y volver a nuestro
humilde campamento en las afueras de la ciudad. Con nosotros partieron varios
de los jóvenes guerreros medos que su Rey nos había enviado para que
aprendieran nuestras artes de caza. Cuentan nuestros mayores a la luz de la
hoguera, que en verdad les habían cogido cariño, que los habían tratado como si
fueran hijos de nuestra tribu, que ya muchos de ellos cabalgaban al galope como
un escita más y demostraban una buena puntería tensando los arcos y disparando
las flechas. Pero tamaño ultraje no podía quedar sin respuesta. No estábamos
dispuestos de nuevo a ser el hazmerreír de nadie. Cuando las hogueras se
enfriaron y todos se retiraron a dormir, con un gran pesar que aún hoy en día
sigue reinando en nuestro pueblo, fueron degollándolos, uno a uno y en total
silencio, a todos aquellos mancebos que Ciaxares nos había enviado para que
aprendieran nuestras destrezas. A la
mañana siguiente, nuestros hombres los descuartizaron y nuestras mujeres los
cocinaron y los sazonaron. A unos los prepararon a las brasas con miel y
cardamomo, a otros los guisaron con nabos salvajes y los aderezaron con tomillo
y cilantro. Se afanaron durante todo el día en
cocinar un exquisito festín para ofrecérselo en la cena al rey Ciaxares
y a todo su séquito.
Nunca supimos cómo
se enteraron del contenido de nuestro agasajo. Seguramente al echar en falta a
sus jóvenes mancebos sumaron 2 y 2. Cuando nuestros vigías vieron como un gran
ejército de medos se dirigía hacia nosotros, recogimos rápidamente nuestro
campamento, montamos sobre nuestros caballos y al galope abandonamos aquellas
tierras y cruzamos la frontera hacia Lydia. Nos dirigimos a su capital Sardes y
ofrecimos nuestros servicios a su Rey Aliates.
Pronto, el Rey de
los medos, Ciaxares, lo imagino blasfemando iracundo, aún con el sabor a carne
humana en su boca, exigió a los lydios que les fuéramos entregados de inmediato.
Cuando el Rey Aliates recibió a la embajada meda tan ofuscada y con tanta
aversión hacia nosotros, quiso saber y nos preguntó desconcertado en que
habíamos ofendido tan gravemente a los medos para que se presentasen en su
corte con aquellas exigencias y tan fuera de sí. Los nuestros, nos cuentan en
la hoguera de la noche, se miraban indecisos unos a otros. Unos agachaban la
cabeza, otros se acariciaban las barbas pero ninguno se atrevía a contestar.
Fue mi abuelo, aún se jacta de ello, el que dio un paso al frente, carraspeó,
se humilló ante el rey Aliates y primero titubeando pero después de corrido,
sin omitir detalle alguno, relató la humillación que recibimos del Rey Ciaxares
y la venganza que urdimos.
Aliates se quedó
varios segundos en silencio con la boca abierta y los ojos en blanco. Los
nuestros, mi pueblo escita, expectantes. No las tenían todas consigo. “Hasta
aquí llegamos” pensaron muchos, e incluso imaginaron las torturas a las que
iban a ser sometidos. Pero en la cara del Rey, comenzó a dibujarse una sonrisa
que desbocó en una atronadora carcajada. Aliates se palmeaba los muslos y se
desternillaba de risas. “Se los comieron con tomillo y cilantro”, se jactaba.
“A las brasas untados en miel”, reía el monarca.
Los nuestros
suspiraban y acompañaban con sonrisas dubitativas las carcajadas y los chistes
del rey, aunque esperaban expectantes e inseguros a que Aliates se pronunciara
y dictara sentencia. Estaba en juego la vida de nuestro pueblo escita. Cabalgar
libres sobre nuestros caballos en ésta nueva tierra de Lydia o regresar
cargados de cadenas a Media para sufrir los mayores tormentos y la muerte
cierta.
“Decidle a vuestro
Rey Ciaxares”, ahora se puso muy serio el Rey Aliates para dirigirse a los
embajadores medos, “que los lydios somos un pueblo soberano y no obedecemos
ordenes de ningún extranjero. Decidle también que somos un pueblo muy
hospitalario. Estos escitas no nos han ofendido en nada, al contrario,
humildemente han solicitado nuestro asilo y honrosamente se lo hemos concedido.
Y además me han dicho que son muy buenos cocineros”, volvió de nuevo el rey a
reír a carcajadas. Esta última coletilla no creo que sea cierta, pero así es la
versión que nos contaban a los niños junto a la hoguera de la noche.
Cuando el Rey
Ciaxares oyó la respuesta del Rey Lydio, entró en cólera y sin siquiera
consultar a los oráculos, envío a todo su ejército a invadir el país vecino. La
afrenta sufrida no tenía otra respuesta. Los Medos cruzaron la frontera y
pasaron por el fuego y la espada cuanta aldea Lyria encontraban a su paso. Por
su parte, el Rey Aliates puso en pie de guerra a toda su nación y al frente de
sus tropas partió a la batalla contra el invasor. Por supuesto mi pueblo se
puso a las órdenes de Aliates, que nos pidió que atacásemos con nuestra experta
caballería a las huestes medas. De nuevo, como en los tiempos de la invasión de
Darío, nos dedicamos a hostigar sus flancos con lluvias de flechas y a
desbaratar sus líneas de suministros. Por desventura, nosotros solo éramos una
pequeña tribu de la nación escita. Allá, otrora el mar, en las inmensas
estepas, quedaban todos nuestros pueblos hermanos. Y por desgracia, el ejército
Lyrio tampoco era muy hábil en la batalla. Igual que los Medos, buscaban una
llanura abierta, agrupaban a todas sus tropas y cargaban a carrera abierta
contra un enemigo idéntico al suyo. El resultado siempre era similar, unas
veces creían que habían ganado, otras veces sentían que habían perdido. La
guerra se eternizó.
A nosotros solo
nos daba asco. Al fin y al cabo eran 2 pueblos ajenos a nosotros. Tan solo por
el azar de los dioses nos encontrábamos en esa tierra extraña. Cierto es que le
debíamos gratitud al Rey Aliates. Si no es por él, nuestro pueblo seguramente
no existiría. Varias veces, nuestros ancianos intentaron convencerlo y le
pidieron que copiase nuestra estrategia. Pero de nuevo, como siempre ha
sucedido a lo largo de nuestra historia, fuimos despreciados y tratados como
bárbaros.
Las lunas pasaban,
los inviernos se sucedían y los veranos se repetían. Ni vencedores ni vencidos,
solo yermos campos llenos de buitres y cadáveres. Hastiados de aquella guerra
sin fin, mi pueblo decidió abandonar aquellas lúgubres tierras en que se habían
convertido Media y Lyria. Volver a nuestras infinitas estepas, cruzar de nuevo
el Mar Negro hacia el norte se convirtió en nuestra meta, en nuestro anhelo.
Nuestros sacerdotes estudiaban el cielo en las noches claras. Sacrificaban
enemigos y ofrecían su sangre a nuestros dioses. Solo pedían que nos
complacieran y nos indicaran el día propicio de nuestra partida. Y así fue. Un día que amaneció como cualquier
otro, donde de nuevo y por enésima vez, los 2 ejércitos se volvieron a
enfrentar sin resultado victorioso para ninguno de los bandos, el cielo se
oscureció. De pronto, el día se hizo noche, la oscuridad se tragó la luz, el
mundo pareció acabar. Los soldados que se estaban matando unos a otros
abandonaron sus armas en el suelo. Los capitanes huían despavoridos, los generales
se arrodillaban y lloraban como viejas plañideras. “Ahora” nos anunciaron nuestros sacerdotes.
Montamos sobre nuestros caballos, ungimos los bueyes a nuestras carretas y sin
mirar atrás nos fuimos de aquellas miserables tierras. En la carreta de mi
familia, mi madre se puso de parto para que yo naciera ese día sin luz porque
la Luna se interpuso entre el Sol y la Tierra. Cuando los sacerdotes se
enteraron lo interpretaron como un presagio de buena fortuna para mi pueblo. Mi
madre me contó que se acercaron a nuestra choza y me escupieron Haoma por todo
el cuerpo y que yo abrí los ojos y sonreí.
Con el tiempo nos
enteramos que los cagados Medos y los llorosos Lyrios se avinieron a poner fin
a sus discordias y firmaron un tratado de paz. Incluso que Aliates casó a su
hija Arienis con Astiages, el hijo de Ciaxares. Pero eso son historias que a
nosotros no nos interesan. Yo ahora cabalgo sobre mi caballo por las infinitas
estepas con un solo propósito. Abatir a cuanto Masageta encuentro a mi paso,
robar y matar a todas sus ovejas y labrarme un prestigio para que recuerden que
me llamo Artemiaxis El Oscuro.
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