Mozo
Llegué tarde, estaba citado a las 8 de la
mañana y pasaban de las 10. De todas formas, comprobé que había llegado a
tiempo, la cola no se movía y las puertas aún estaban cerradas. Algunos
protestaban, decían que estaban allí desde las 7 y media, hay que ser idiotas,
encima lo pregonaban. La cola, a pesar de no estar formada en fila india sino
en pequeños grupos, era enorme, corrillos de amigos y conocidos ocupaban toda
la acera.
Y yo, de amanecida y resacado. Estábamos en
Carnavales, a quien se le ocurre poner la cita en esas fechas, lo hicieron con
toda su mala leche. La noche anterior, comenzamos en un baile en los
aparcamientos frente a Simago y, no sé cómo, terminamos en Agüimes.
No recuerdo si fue
mi madre o mi tía, tuvo que ser mi tía, era mucho más parrandera que mi madre,
la que me consiguió un traje de novia. No era de ellas, era de alguna vecina
que, por lo visto, no debía guardar buen recuerdo de su boda. Era todo blanco,
con un gran escote por delante, donde me asomaban los pelos del pecho, de
mangas largas, que la primera vez que levanté los brazos, rompí las costuras
debajo de los sobacos, y con una cola larga toda llena de volantes, que tenía
que recogerme para poder andar y enseñaba aquellas sandalias de cuero que nunca
me quitaba. Lo coronaba una cinta de flores y un velo, también blancos, que me
ocultaban la máscara de una vieja fea, toda arrugada y con una verruga enorme. Para rematar el disfraz, me metí un cojín en
la barriga y adopté el papel de novia preñada y abandonada en el altar. Carlitos,
el colega, llevaba un uniforme de policía municipal, con su libreta de multas y
su porra y todo, nos pasamos toda la noche, yo señalando y el deteniendo, al
hijo de puta que me dejó en aquel estado, preñada y abandonada en el altar, que
fiesta, tremendo pedo.
Apurado me dio
tiempo a ducharme y cambiarme de ropa, se imaginan, tendría que haber ido
vestido de novia a la cita. Abuela, mientras me recalentaba un buchito café en
un cazo, va y me suelta, “bonito estás, encerrado te tenían que dejar”, “¿Me
conoces, mascarita?”, le contesté, estampándole un beso en la frente, mira que
yo quería a mi abuela. En fin, desde casa hasta el edificio de la policía
municipal en Miller era un pedazo, no se crean. Cruzar el barrio era bajando,
pero después, la cuesta del Lomo Apolinario se pegaba, y de amanecida más. La
cola, tremenda cola, llegaba hasta el cruce mismo.
En el año 60, las
mujeres de Las Palmas, en edad fértil, se tuvieron que poner a parir como
locas, había más de 500 pibes de mi edad reunidos en aquella acera. Me imagino,
seguro no lo sé, que allí, sólo estaríamos los chicos de los barrios cercanos.
En otros lugares de la ciudad estaría pasando lo mismo, y aparte, tenemos que
sumar las chicas, que siempre dicen que son más. Ahora, en las estadísticas, a
esa época la llaman “el Babyboom”, yo la llamaría “a follar que el mundo se
va a acabar”.
Me fui paseando
despacio, como el que no quiere la cosa, contemplando todos aquellos rostros, saludando
algún que otro conocido, hasta que al final tuve suerte, hacia la mitad estaban
unos cuantos del barrio, de mi calle, me uní a ellos y enseguida se oyeron
voces de atrás, “carota, a la cola”, “tendrá jeta el tío”, ni caso.
Sobre las 10 y
media apareció calle arriba un puñado de todoterrenos del ejército, de esos con
el techo de lona, 5 o 6 por lo menos, y con las letras PM, pintadas de blanco,
en las puertas de los choferes. Se iban aparcando en la acera de enfrente, y de
ellos se bajaron un montón de militares, con su casco blanco y su cinta
distintiva sujeta al hombro, donde se volvía a leer PM. Se acercaron a
nosotros, algunos con la porra en la mano, “a ver, en fila de a uno y con el
carnet de identidad bien a mano”, iban pregonando por toda la cola. Aquello por
fin comenzaba, las puertas se abrieron y la cola empezó a moverse.
Detrás de nosotros,
unos pibes de Schamann, estaban troceando unos limones y repartiéndose sus
cascos. “¿Y eso?” les pregunté. “Dicen que si te lo restriegas sobre el
pinchazo de la vacuna, no te da fiebre ni se te hincha el brazo”. Aquello
sonaba a cuento chino, pero les pedí uno por si acaso y, aunque de mala gana,
habían visto como me colaba, me lo dieron.
Bueno, por fin
entré, eran más de las 11, un sueño, un dolor de cabeza. “A ver, carnet de
identidad”, me pidió un bacinilla de aquellos, sentado tras una mesa. Después
de una mirada rápida, arriba y abajo, va y me suelta, “descalzo y en
calzoncillos, fila 3”. Me quedé parado, quieto, sin moverme, atenazado, sin
poder reaccionar. “¿No me has oído o qué?”, “No, sí, ya, pero es que… no llevo
calzoncillos” le contesté bajito. “Qué no llevas calzoncillos”, me gritó aquel
hijo de puta puesto en pie, se oyó en toda la sala, “Pues en cueros, ¡Joder!”.
Las modas juveniles
se sucedían vertiginosamente en aquella España de la transición. Pasamos de
militar en la izquierda, totalmente decepcionados, al mundo hippy, pelo largo,
guarachas y LSD. Cuantas veces nos colamos en el cine Capitol para ver el
musical Hair. Cambiamos las manifestaciones en la calle Triana, por las
hogueras en las playas del Sur. Las camisas a cuadros por camisetas de flores
pintadas a mano. Y a los gayumbos los desterramos, como símbolo de opresión.
No, no me tuve que
quedar en pelotas, apareció uno con galones y me dejó pasar con pantalones,
“Venga, sácate solo la camiseta y esas sandalias y por Dios, péinate esos
pelos”. Primero me subieron a una báscula, me pesaron y me midieron, “60 kilos,
1,72”. Sí, es verdad, lo reconozco, en
esa época estaba en el chasis, no era más que huesos, pellejo y la mata pelo.
Del asunto de la
vacuna, no me acuerdo en absoluto. Yo no recuerdo que me vacunaran.
Comentándolo tiempo después, con los amigos que estuvimos allí aquel día, todos
afirmaban que sí, que claro que nos vacunaron. Que pasábamos en medio de 2
enfermeros y que nos ponían una vacuna en cada hombro, o sea 2. Yo no recuerdo
nada de eso, ni por supuesto, que coño hice con el casco de limón. Por más que
escarbo y rebusco en mi memoria, no encuentro ni un atisbo de esa escena.
Lo que sí recuerdo,
como si fuera ayer mismo, esta mañana, es verme, ya vestido con mi camiseta de
los éici dici y mis guarachas,
delante de un puñado de militares que se auto nombraban como tribunal médico,
todos muy serios y enchaquetados, con su montón de galones y sus estrellitas y
esas cosas. “¿Tiene usted algo que objetar?”, me preguntó el que tenía más
estrellitas. “Pues sí, que tengo un montón de sueño y me duele un montón la cabeza
y podían haber puesto esta mierda otro día”, pensé contestar, pero ni se me
ocurrió decirlo en voz alta. Todos sabíamos, habíamos oído los cuentos, de los
que se declaraban objetores de conciencia con 2 cojones. También sabíamos, también
habíamos oído lo cuentos, que los tenían encerrados allí cerquita, en el
Castillo de San Francisco. “Yo no”, contesté encogiéndome de hombros, no tenía
esos 2 cojones.
“¿Algún defecto
físico que declarar?”, me interrogó de nuevo el estrellitas. Lo juro, esa
pregunta no la esperaba, me cogió desprevenido. Y siempre que me he visto en
esa situación, con las defensas bajas, no sé por qué, contesto la verdad. “Pues
sí, la verdad es que tengo este brazo que no lo puedo estirar bien”, contesté
mostrándoles mi brazo izquierdo levemente encogido. Tiempo atrás, en un viaje a
Fuerteventura, me desbolé el codo, pero ese cuento ya lo hice. Ese día, lo
vuelvo a jurar, di esa respuesta porque me preguntaron, no fue en absoluto
premeditada. Más bien, creo que pensé, me penalizarían si mentía. Los vi hablar
entre ellos y a uno, escribir algo en una libreta. Con un “Ya lo avisarán”, me
hizo señas el estrellitas para que me largara.
Todo esto pasó,
como cuento al principio, un día de Carnavales. Ni de coña recuerdo la fecha
exacta, pero tuvo que ser en febrero o en marzo si acaso. Pasó el tiempo, la
vida siguió, descubrimos Tiritaña, pero ese es otro cuento que todavía no he
escrito, y llegó aquella carta certificada a finales de junio. No quiero
adelantar acontecimientos, más adelante, en la narración, sabrán porque
recuerdo esa fecha. Más o menos, el resumen sería algo así, “Preséntese en la
Caja de Reclutas en la calle Reyes Católicos, nº tal, el próximo jueves, 26 de
junio, a las 8 de la mañana”.
También llegué
tarde esta vez, pero no porque estuviese de amanecida ni nada de eso. Esta vez
me porté bien, pues no, estaba acojonado, hasta me acosté temprano y por la
mañana, cuando me levanté, lo primero que hice, fue ponerme unos calzoncillos
limpios. Lo que pasó, fue que la guagua, la 9, acababa su trayecto en el cine
Cairasco. Tenías que bajar por las escaleras aquellas, cruzabas el puente hasta
la Plaza de Santa Ana y después, por la calle Reyes Católicos, a ver si daba
con la caja reclutas, un rato. En fin, era un edificio antiguo del barrio de
Vegueta, precioso, todo de piedras talladas, con su portón de tea y un patio
interior. Ya había un grupito de pibes allí, un par de ellos conocidos, y
militares un montón. Le mostré la carta a un bacinilla que se me atravesó
delante, la cogió y me mandó a sentarme con el resto.
Al ratito, se los
juro que fue así, “¡Firmes, a formar en fila de a 2, deprisa, cojones!”. Ños,
un revuelo, un mal rollo, claro, no estábamos prácticos, no sabíamos ni que
hacer. Todos de pie en aquel patio, nerviosos, a empujones nos fuimos colocando
más o menos. Lo repito, se los juro que fue así, 2 soldados delante, con sus fusiles
y todo, y detrás otros 2 igual, “¡Vaaaamos!”. Nos sacaron a la calle, éramos
15, yo el último, descasado. Nos llevaron, siempre por la acera, de aquella
manera, custodiados como si fuéramos presos, por toda Vegueta. La gente se apartaba y se nos
quedaba mirando como si fuéramos de la ETA por lo menos. Saquen la cuenta, por
toda la calle Reyes Católicos hasta la Casa de Colón, allí, a la izquierda,
calle Espíritu Santo hacia arriba, luego, a la derecha, calle Obispo Codina
adelante hasta la calle Juan de Quesada, que es la calle que va paralela al
barranco Guiniguada. Después, derechos hacia arriba hasta el Hospital Militar.
Edificio bonito de
la ciudad de Las Palmas donde lo haya. Aquello era un palacio, bueno, seguirá
siendo, me imagino, yo no he vuelto a estar en mi vida. Creo que ahora
pertenece a la Universidad. De entrada, unas escalinatas anchas, con sus balaustradas,
a continuación, unas puertas de cristaleras, y lo que era una pasada, una
recepción enorme, altísima, bajo una cúpula redonda, espectacular. Con todo el
miedo que llevaba metido en el cuerpo, nunca olvidaré aquella escena, era un edificio
maravilloso.
Nos llevaron a una
sala contigua, pequeña, toda azulejada de blanco. Allí nos repartieron unos
pijamas y unas pantuflas. También nos dieron una bolsa a cada uno, para que
guardáramos nuestra ropa, todo el tiempo bajo la vigilancia de aquellos soldados
armados. El pijama, pantalón y camisa de manga larga con botones, era blanco y
azul a rayas verticales, de preso absoluto. Imagínense, el acojone ya era
total. Y peor se puso. De nuevo, en la recepción, unas monjas te iban
nombrando, te quitaban la bolsa con tus efectos personales y te iban designando
sala. “Cirugía”, me dijo aquella beata, con su falda gris por debajo de la
rodilla y su cofia blanca, con un rictus de menosprecio en su sonrisa y un
destello de maldad en su mirada. Los testículos se me encogieron y subieron
hasta las amígdalas, no me dejaban respirar ni articular sonido alguno.
En aquella época,
no sé si seguirá igual, los médicos militares tenían muy, pero que muy mala
fama, y a mí me iban a operar. Lo primero que pensé fue en escapar de allí,
pero donde iba con aquel pijama y con pantuflas, si por lo menos fuera aún
Carnavales. De los 15, a 12 nos tocó “Cirugía”. La monja no, la bruja aquella,
nos llevó por un largo pasillo y nos fue repartiendo, en grupos de 4, por las
habitaciones.
No recuerdo los
nombres de mis compañeros de celda, porque así nos sentíamos, encarcelados. Lo
que sí recuerdo perfectamente es la dolencia de cada uno, el cuento que
teníamos preparado para intentar librarnos de la “mili”.
Uno era de Lanzarote,
imagínense las peripecias que habría hecho aquel chaval para llegar hasta allí.
Era bajito y gordito, más simpático que la madre que lo parió. Se pasó todo el
tiempo que estuvimos allí, contando chistes buenísimos, te partías de risas con
él, sobre todo, cuando contaba y escenificaba su padecimiento. Según él, le
faltaba un huevo, un testículo. “Lo tengo aquí arriba”, se señalaba por debajo
de la barriga, “Y claro, no me puedo poner cuerpo a tierra porque me duele”.
Otro, era del
barrio, moreno él, creo que se llamaba Pancho, pero no lo puedo asegurar. Éste
decía que tenía las mandíbulas dislocadas. No sé cómo lo hacía, pero se metía
las manos, las dos, en la boca y se le ponía una cara desencajada que daba
hasta yuyo ver aquello.
El tercero, un pibe
de La Isleta, era, tal vez el único, que sí tenía un problema serio. El pobre
tenía una hernia discal y caminaba todo cambadito. Abusadores, tenían que
haberlo llevado por lo menos en ambulancia.
Al ratito llegó de
nuevo la bruja aquella y leyó, de un portafolios, mi nombre en voz alta. El
primero, mira la suerte mía. “Mozo, acompáñeme” me dijo. Me la quedé mirando,
aquello de mozo me llamó la atención.
¿Se estaba quedando conmigo, era por mi buen ver, o sería porque era
peninsular? Nada de eso, luego me enteré que ese era el rango que yo tenía en
ese momento de mi vida militar. Para el ejército era un mozo, después sería
soldado y, ya si eso, pues capitán, coronel o comandante general, eso ya se
vería, no se sabe las vueltas que da la vida, y la militar más.
En fin, de nuevo
pasillo adelante, esta vez hasta un patio interior donde se abrían varias
puertas. “Entre ahí y espere”, me señaló la buena moza una de aquellas puertas.
Era un despacho médico, más pequeño que el de la Seguridad Social, pero
parecido. La mesa y la silla del doctor, una camilla y todas esas cosas que
usan los médicos. Más sillas no había, así que estuve allí, parado de pie, un
buen rato. Recuerdo que pensé, “mira el hijo puta”, porque detrás de la mesa,
en la pared, tenía un crucifico, una foto del rey y otra de Franco.
Llegó el médico,
bueno, un militar, el hombre muy educado se presentó, teniente médico no se
qué, no recuerdo su nombre, yo contesté con un gesto de la barbilla, el cuerpo
no me daba para más, seguía teniendo los testículos enredados en la zona de la
laringe. Se sentó en su silla, cogió una libreta y sin mirarme siquiera, me
preguntó “¿A ver, a usted que le pasa?”. No sé lo qué pasó, creo que fue el
tono que empleó, amable, no tanto como cuando tu madre te hacía esa pregunta de
niño, pero casi. La modulación de su voz me dio confianza, los huevos volvieron
a su posición original, tragué saliva, carraspeé y contesté tranquilamente, “no
me puedo poner firme”.
Despacito levantó
su cabeza y una sonrisa pícara afloró en su cara, “eso es grave”, me espetó sin
retirar la taimada mueca, “no había oído nunca ese diagnóstico, vamos a verlo,
póngase firme”, me contestó levantándose de la mesa. Hice el gesto, hasta dando
una patada en el suelo, como había visto en las películas americanas, pero dejé
el brazo izquierdo dobladito, como si tuviera la mano metida en el bolsillo del
pantalón. Se acercó hasta mí, se colocó delante de mí, rostro con rostro,
cuando creí que me iba a besar, me dio un jalón brusco del brazo que casi me
tira al suelo. Se me escapó un “ay”, más por el susto que de dolor. Me dio la
espalda, se volvió a su mesa, se sentó y se puso a escribir, con un “que pase
el siguiente”, me despidió.
Esto fue todo, se
los juro, en esto consistió el examen médico que me hicieron en el Hospital
Militar de Las Palmas de Gran Canaria, para considerar si estaba apto para el
servicio militar, para garantizar la soberanía e independencia de España,
defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.
Me volví a la
habitación, a la celda, de nuevo con los huevos encogidos y a punto de
vomitarlos. Allí les conté, a mis compañeros de infortunio, la insólita y
absurda experiencia que acababa de vivir. El resto, según iban y volvían,
relataban algo parecido. Nadie sabía nada, nadie nos decía nada. Al mediodía, nos
volvieron a formar en el pasillo. Ahora ya, los soldados con fusiles, fueron
sustituidos por las monjitas aquellas, aunque éstas eran más serias y marciales
que un pelotón de fusilamiento. Nos llevaron al comedor, al pabellón de cocina
como lo nombraban ellas. Mira, 2 huevos fritos con arroz blanco, un pan y un
plátano de postre, más nada. Los huevos olían mal de lejos y el arroz era un
mazacote incomestible, tremenda bazofia, que asco, ni lo probé. Me comí el
plátano con el pan. No crean que soy melindroso, los otros hicieron lo mismito.
Por suerte, allí
también había un montón de soldados convalecientes, casi todos peninsulares,
que veteranos ya, nos contaron de qué iba todo aquello. Entre toda la
información que nos dieron, nos quedamos con 2 excelentes noticias. Una, qué
por lo visto, este hospital tenía fama en toda España, de ser el que más gente
libraba del servicio militar. La otra, la mejor por la urgencia, que detrás, en
el patio, había una cantina que despachaba unos bocadillos de carne que estaban
de muerte, que te podías levantar de aquel antro e irte a comer allí. ¡Qué gozada!
¡Qué bocata! La única pega, que no despachaban alcohol, sólo zumos y refrescos.
Y encima, el patio, aquello no era un patio, eran unos jardines encantadores,
con unos árboles grandes que te invitaban a sentarte a su sombra, una pasada. Nos
pasamos allí toda la tarde, hasta que al oscurecer, se asomaron por allí 2 de
aquellas guerrilleras y nos ordenaron volver a la habitación. Cuando ya
estábamos todos introducidos en el sobre, como una rata sigilosa, compareció
una de aquellas matronas. “Para que duermas bien”, te decía con voz maternal,
mientras depositaba en tu mesilla, un vasito de plástico con agua y una
píldora. Después nos enteramos que la llamaban “Sor Pastilla”.
Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro es una imagen de La Virgen, venerada en Roma y conocida desde
el siglo XII. El icono está pintado al temple sobre madera. En éste, se
representa a La Virgen María con el Niño Jesús en sus brazos y, en un segundo
plano, los dos Arcángeles Miguel y
Gabriel con los instrumentos de La Pasión. Gabriel porta la cruz ortodoxa de
doble travesaño y cuatro clavos y Miguel, la lanza y la esponja. El Niño Jesús
descansa sobre el brazo izquierdo de su Madre y se agarra con ambas manos a la
mano derecha de María, buscando protección, al contemplar los instrumentos de
la Pasión que le aguardan.
¿Y esto a qué
viene? se preguntarán. ¿Recuerdan que les dije que me acordaba perfectamente de
la fecha de la carta? Jueves, 26 de junio. Pues al día siguiente, o sea, el
viernes 27 de junio, se celebraba, y se seguirá celebrando, la onomástica de
esta señora. Y a qué no adivinan de quien es Patrona, vete tú a saber por qué,
pues de los médicos militares. Es la patrona de la Sanidad Militar, es su día
festivo marcado en el calendario castrense. Ese día, los médicos del Hospital
Militar, no trabajaban, y encima les hacía puente con el sábado y el domingo.
No nos dieron el alta hasta el lunes. Nos pasamos allí 4 días.
Se los juro, 4 días
con aquel pijama a rayas, sin nada que hacer, comer, dormir y pasear por aquel
palacio. Nos pasábamos la mayor parte del tiempo en la cantina y los jardines,
contándonos nuestras vidas, contando mentiras, oyendo los chistes del conejero.
Por la noche, juntábamos los somníferos que nos daba Sor Pastilla y se los
enviábamos al pabellón de los locos. Sí, también había un grupo de soldados, a
los que no se les ocurrió otra cosa, que hacerse los locos para poder librarse
del servicio militar. Una noche, no recuerdo cuál de ellas, sentimos un gran
estropicio, gritos y alboroto. Después nos enteramos, que algunos de ellos,
habían destrozados los baños comunes. Arrancaron de las paredes los urinarios y
los lavabos, rompieron las tuberías y lo dejaron todo anegado en agua y hecho
un asquito.
Recuerdo a uno de
ellos, un chaval de Vallecas, flaco y narizudo, con un pie vendado. Lo traían
todas las tardes, un ratito, a los jardines. El pobre, llegaba custodiado por 2
soldados, encadenado de manos y pies como un preso de Guantánamo. Allí lo
liberaban y lo dejaban reunirse con nosotros. Nos contó, que no se le ocurrió
otra cosa, que alistarse en La Legión. Lo enviaron a Fuerteventura y por algo
que hizo, o más bien, no hizo, eso no lo recuerdo, lo mandaron al pelotón de
trabajos forzados. Le dieron un pico y lo pusieron a romper piedras. Un día,
nos contaba, harto de aquella situación y buscando la manera de salir de allí,
“puse la pata sobre una piedra y dejé bajar el pico”.
En fin, 4 días, 4
interminables días, en aquel hospital, en aquella prisión de lujo, vestido con
un pijama a rayas y comiendo bocadillos de carne. Ese es el recuerdo que tengo
de mi vida militar, sólo llegué a mozo.
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