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artemi garcia

1,73 dice
                   
   Cuando me midieron para el cuartel, dijeron que medía 1,72 y hasta la fecha es lo que siempre he medido, o más bien, he creído que medía. Intentaré explicarme, me dijeron, usted mide 1,72 y lo creí, lo acepté, no lo discutí ni fui corriendo a comprobarlo en otro lugar, a pedir “una segunda opinión”, a dudar de la medición oficial que me había realizado un funcionario del ejército, “pues está bien”, fue a donde más lejos llegué, mido 1.72, consentí. Hay cosas que se aceptan en la vida sin cuestionarlas, como cuando me saqué por primera vez el DNI, miré el número que me asignaron y no revolví un mar de despachos preguntando por qué me adjudicaron ese número, “no, mire, que este número no me gusta, por favor me puede cambiar este 5 por un 1”. Lo de la letra si fue algo más interesante, me llegué a preguntar por qué me tocó la C, dicen que hay, bueno me lo han explicado pero ya no me acuerdo, una fórmula matemática que lo explica, si será, lo que sí es llamativo, no sé si le pasa a mucha gente pero conozco a unos cuantos que sí, que cuando me lo preguntan, porque casi todos lo sabemos de memoria, es que si lo digo de corrido me sale, 43264586, pero si me interrumpen tengo que comenzar de nuevo. Normalmente, la mayoría de los números que me han ido asignando a lo largo de mi vida los he aceptado sin cuestionarlos en absoluto, el número de teléfono, el número de la Seguridad Social, el de la cuenta del banco, el de socio de la biblioteca o socio de cualquier club deportivo o cultural. Hay algunas excepciones, pero siempre se encuentran dentro de los números temporales, incluso en éstos, la persona que te lo adjudica te ofrece la posibilidad de cambiarlo, el asiento en el avión, “pasillo o ventanilla, señor”, la butaca en el cine, “señor, delante o detrás”, pero esos números que son para toda la vida, lo recalco porque me parece significativo, para toda la vida, los he aceptado sin más, no los he cuestionado ni les he dado mayor importancia.    
      Eso me pasó cuando me midieron para el cuartel, dijeron que medía 1,72 y yo siempre he medido 1,72, eso se lo he discutido, a quien lo pusiera en duda, hasta caerme de culo, sobre todo porque he contado con la prueba definitiva, “eso me dijeron cuando me medí para el cuartel” he apostillado siempre y se quedaban callados, no les quedaba otra que darme la razón, alguno pudo hacer un mohín pero no se atrevió a rebatirlo, lo dejé sin argumentos. Y eso que yo no fui al cuartel, el único contacto que tuve con el ejército fue ese, cuando me midieron y dijeron que medía 1,72, pero ese es otro cuento que a lo mejor relato otro día, ahora me gustaría seguir hablando de mi altura.
     Ayer, muchos años después de aquella medición cuartelaría, donde  incrustaron en mi ADN que yo medía 1,72, en el reconocimiento médico que me hicieron en la empresa, una joven doctora con acento sudamericano, lo que me encaminó a preguntarle por su nacionalidad, porque yo soy así, preguntón, novelero, también por relajar el ambiente, aunque me imagino que ella no sufría ninguna tensión, el tenso en todo caso sería yo, ella más bien estaría harta de realizar esas rutinarias inspecciones y seguramente recordaría ese montón de años de estudios, de esfuerzo, el día que voló el birrete al aire en el campus de su universidad, las felicitaciones de su familia, de sus allegados, el día que aterrizó en nuestro país, la pateada por diferentes hospitales y despachos presentando su currículum, para terminar trabajando con un contrato precario en una más de las numerosas y prolíferas mutuas existentes, viendo pasar ante ella un número infinitos de estúpidos como yo que le preguntaban insinuantemente su nacionalidad. Con una sonrisa me dijo que era colombiana y educadamente espero un segundo a que yo lo asimilara  y a continuación siguió con su inspección y su interrogatorio, porque todos lo que hemos pasado un reconocimiento médico sabemos que más de la mitad del tiempo, el doctor/a se dedica a realizarte preguntas rutinarias sobre tu estado de salud, si fumas, si bebes, si te lavas los dientes, si realizas algún tipo de ejercicio físico, que según su destreza con el teclado, puede ser más o menos rápido o convertirse en una eternidad. Después del inevitable cuestionario y de haberme notificado que era colombiana, información que yo, no sé para qué, guardé en mi memoria, me pidió que me pusiera en pie para realizar el examen físico. En el despacho, junto a una de sus paredes, entrando a la derecha, se encontraba la báscula que utilizan para pesarte y medirte, un armatoste de acero pulcro e inoxidable donde me pidió que me subiera, yo, alegantín como soy, y también de buenas maneras, para ahorrarle su tiempo y agilizar el tema enseguida, le apunté que pesaba 80 kilos y medía 1,72, que no hacía falta ese trámite, que podíamos pasar a lo que fuera lo siguiente, “de todas formas, ya que estamos vamos a comprobarlo”, me contestó con aquel dulce acento y sonrisa ficticia de por favor déjeme hacer mi trabajo y así terminamos antes. “Quítese los zapatos y colóquese derecho pegado a la pared” me dijo, obediente callé y la dejé realizar su trabajo. “80 kilos,  1,73”  dijo en voz alta, más para ella que para mí y se acercó al teclado para anotarlo. “Pues se ve que he crecido últimamente, yo siempre he medido 1,72, pero si usted lo dice”, me apresuré a rebatirle, con ese tono un tanto despectivo que te da la seguridad de un dato que tú tienes grabado en tus cromosomas, y también, aunque no quieras reconocerlo y esté muy mal decirlo, te sale ese racista y machista que todos llevamos dentro, “que se cree esta colombiana bisoña”, aunque si te lo dice un médico que viste canas y acento castellano, también le vas encontrar alguna pega, “éste no está bien de la vista, a ver si lo jubilan ya”. Está tan arraigado ese dato en tu estructura ósea que, como ya dije, te caes de culo antes de admitir esa corrección, aunque sea de un mero centímetro. Pude haber esgrimido mi cita irrefutable, “eso me dijeron cuando me medí para el cuartel”, pero éste no era el caso, era una mujer atractiva con sus curvas bien expuestas y en tu interior, aunque sabes que no va a pasar nada, que seguramente no la volverás a ver en tu vida, dejas correr tu imaginación y sueñas que te aceptará un café cuando terminé su jornada, porque tu pavoneo en su despacho seguro que la ha deslumbrado y está loca por hacer el amor contigo, aunque también sabes que no te atreverás a invitarla a ese café, porque sabes con total seguridad que te dirá que no, pero como matemáticamente existe esa mínima posibilidad, que el albedrío de los dioses fructifique y puede que hasta sea ella la que te convide, te guardas tu indiscutible evidencia para otra ocasión. En fin, la dejé seguir con sus exploraciones en mi anatomía, cierre los ojos y tóquese la nariz, diga 33, tosa, firme aquí y aquí, buenos días, pase el siguiente, ni café ni miradas lánguidas, pero tampoco se crean que sueños rotos ni decepciones, salí, sujeté la puerta para que entrara el siguiente y ya en la calle, no sé por qué, lo que me apeteció fue ir a tomar un café, ya todo olvidado, incluso que según ella, medía 1,73.
      Creo que a todos o a la mayoría nos pasa, por la noche, cuando me acuesto, vienen como flashes de los sucesos que me han ocurrido durante el día o en días anteriores, y esa noche, en la cama intentando conciliar el sueño, de repente llegó aquel flash, “1,73 dice la tonta esa”, y algo en mi interior se revolvió, subieron las pulsaciones y me espabilé, pero me di la vuelta en la cama y por asociación de escenas, recordé, “que buena estaba la colombiana” y bajaron las palpitaciones, y en ese mundo onírico donde nada ni nadie interfiere, la invité al café, flirteé con ella y poco a poco el sueño me venció, el pulso se amortiguó y dormí plácidamente. Pero a la mañana siguiente cuando mi reloj biológico me despertó, porque yo siempre me despierto a las 6, vete tú a saber por qué, pero me acueste a lo hora que me acueste, a las 6 siempre despierto, no es que abra los ojos y me quedé sentado en la cama, pero sí que mi cerebro vuelve de donde quiera que estuviese y se activa, después, según lo que tenga que hacer o las ganas que tenga, me levanto o no, pero ya estoy despierto y si decido quedarme en la cama sólo consigo un duermevela y ponerme a darle vueltas a mis cosas, y como digo, esa mañana, a las 6, cuando mi reloj biológico me despertó, “1,73 dice”, fue el primer asunto, el primer punto del orden del día que mi cerebro anunció y apreté los ojos, aunque seguían cerrados, y me di la vuelta en la cama e intenté borrarlo y cambiarlo por la asociación “que buena estaba la colombiana”, pero aquel guineo se hizo insistente, irritable, “1,73 dice”, “1,73 dice”, “1,73 dice”, no pude con él, me tuve que levantar, ese centímetro, ese ñoño e insignificante centímetro iba a modificar mis principios, mi ADN, mi vida, “pero ésta que se cree, 1,73 dice”, me aguanté hasta las ganas de mear, ni la cara me lavé, busqué en las gavetas debajo del poyo de  la cocina donde guardó de todo, porque resulta que tiene 4 cajones, pero en el primero tengo los cubiertos y en el segundo los paños de cocina y me sobran dos, donde voy metiendo cualquier cosa, de esas que no utilizo mucho y no sé donde guardar, y en el tercero no, pero en el cuarto, el último de abajo, encontré un metro, de esos que se enrollan y tienen un soporte para anclártelo en el cinturón, que uno los llama metro pero que en verdad suelen ser de más de 1 metro, de 3, de 5, ahora que lo pienso, nunca los he visto ni de 2 ni de 4, de 1 sí, pero bueno, lo encontré y fue como un alivio, una sensación de poder, “ahora vas a ver colombiana enterada”, me coloqué derecho junto al marco de la puerta de la cocina y lo extendí, pisando la punta con el pie y llevándolo por encima de mi cabeza lo doblé y lo sujeté con el pulgar y el índice de mi mano izquierda, porque eso no se los he dicho, porque tampoco viene al caso, pero resulta que soy zurdo, y al ir a comprobarlo se me escapó del pie y se dobló un poco, porque es un metro de cinta metálica y, creo que a muchos también les pasa, se dislocan y hacen un sonido desagradable, en fin que lo intenté de nuevo pero ya no me fiaba, estamos hablando de tan solo 1 centímetro y era necesario afinar, así que cambié el plan y busqué un lápiz que no hallé, pero sí encontré un bolígrafo junto al teléfono, que siempre tengo allí a mano, por si cuando alguien te llama tienes que anotar algo. Me volví a colocar junto al marco de la puerta de la cocina, bien derecho y con mucho cuidado y mucho tiento, respire hondo, exhalé y rayé justo sobre mi cabeza, rente al pelo porque no estaba dispuesto a cederle ni un  milímetro a la colombiana aquella, después me separé del marco y comprobé la línea que había dibujado sobre mi cabeza, recta recta no estaba, pero creo que en un juicio rápido con jurado popular la darían por válida, tomé el metro y ahora sí, pisé con el pie la punta, que no lo he dicho, pero todos saben que tiene un pequeño apéndice para engancharlo del sitio que vayas a medir, y comencé a estirarlo muy despacio para que no se me escapara, hubo un momento que casi, pero enseguida lo sujeté con la rodilla y seguí extendiendo hasta llegar a la línea recta recta no, pero válida, donde me jugaba el todo por el todo, era el momento de las apuestas, el final de la batalla, el ser o no ser.
   1,73. Me dolió. Me dolió como si me hubiesen dado un tiro en la barriga, no es que alguna vez me hayan dado un tiro en la barriga ni en, por suerte, ningún otro sitio, pero una vez soñé que me habían dado un tiro en la barriga y fue un sueño tan real que quedé sentado en la cama sujetándome el estómago, sintiendo como un inmenso ardor me quemaba las entrañas y en las manos, que en verdad estaban empapadas de sudor, sentía la sangre que se me escapaba a borbotones por la enorme herida abierta y ni me atrevía a separarlas de allí, porque estaba seguro que se me derramarían las tripas, para encender la luz. Tardé unos instantes, que para mi fueron eternos, en darme cuenta que todo era solo un sueño, un horrible sueño. Pues ahora, siempre recuerdo ese sueño cuando algo me duele, no físicamente, porque cuando es algo físico, me duele lo que me duele, si me doy un golpe en la rodilla lo que me duele es la rodilla y no hago esta asociación, pero cuando el dolor es más de este ámbito, de tipo dolor espiritual, dolor sentimental, un dolor que me hace daño en mis principios, en mis convicciones, en cosas que tengo tan asimiladas, tan mimetizadas, siempre me viene este recuerdo y me es imposible realizar otra comparación, me duele la barriga como si me hubiesen dado un tiro cuando algo me duele, como que me demuestren que yo no mido 1,72 sino 1,73.
     No me quedó otra, me derrumbé, me fui dejando resbalar por la pared de la cocina hasta que quedé sentado en el suelo de frías baldosas, con los pies encogidos, no solamente por el inmenso dolor que sentía, sino porque también me di cuenta que tenía unas considerables ganas de orinar. Como pude, apretando los muslos, me incorporé y corrí con pasitos cortos pero apresurados hacia el baño, uf que alivio, dejar escapar todo aquel líquido de mi interior,  mientras meaba aquel fluido amarillento, me parecía que menguaba el dolor, que se distraía, que me dejaba un resquicio abierto por donde vislumbrar una salida, aunque primero me planteé un repliegue, una tregua, terminé de mear, me metí a la ducha, me lave los dientes, me afeité, me vestí y volví a la cocina para prepararme un café, tan solo de soslayo eché un vistazo a la línea recta recta no, pero válida, porque me había prometido en la ducha que no llevaría a cabo ninguna acción hasta que hubiese tomado el café, me lo serví y lo tomé de pie mirando por la ventana, viendo fluir el tráfico y siguiendo con la vista a 2 mujeres que cruzaban la calle de frente hacia mí, quedé boquiabierto, casi se me cae la taza de café de las manos, una de ellas era la doctora colombiana, no, venga ya, tremenda coincidencia, eso no se lo cree nadie, no, eran dos mujeres totalmente desconocidas, una bastante mayor que la otra, tanto que se apoyaba en la otra para poder andar y ésta le estaba diciendo algo, como dándole prisas me pareció, porque tiraba de su brazo y también le hacía gestos con la mano libre. A mí me gusta asomarme a la ventana, o sentarme en el banco de un parque, o qué sé yo, sentado en la avenida de una playa, en la terraza de un bar, a ver gente pasar, e imaginarme a donde van, su parentesco, que piensan hacer, y cuando las pierdo de vista, elijo a otros y vuelvo a jugar, tuve una novia que lo hacíamos juntos y llegamos hasta discutir quien decía la verdad en aquel juego, tan enganchados estábamos. Me terminé el café, con determinación volví a tomar el metro en mis manos y me acerqué al marco de la puerta de la cocina, lo sujeté ahora con el zapato y volví a medir de nuevo, sin nervios, con tranquilidad, como si fuese un carpintero profesional, que está concluyendo un presupuesto para realizarte unas reformas en la cocina. 1,73. Está bien, serenidad, lo esperaba, guardé el metro en el último cajón de abajo del poyo de la cocina, en el bolsillo de atrás del pantalón me guarde la cartera y salí a la calle, en otra calle, la que es perpendicular a la mía, hacia el final a la derecha hay una farmacia, lo tenía claro, esos metros baratos que compra uno por ahí no son muy de fiar, “1,73 dice”, en la farmacia seguro que tendrían una báscula, de esas parecida a la del despacho aquel de la colombiana y seguro que ésta me daría la razón o no, se la daría a ella, pero ese, todavía era otro cantar, primero vamos a la farmacia y después ya vemos, alardeaba yo mientras me dirigía al dispensario. Justo cuando iba a entrar llegaron dos señoras mayores, no es que vinieran juntas en compañía, porque una venía por la acera de frente hacia mí y la otra cruzaba la calle por el paso de peatones, porque casi siempre suele haber un paso de cebras cercano a las farmacias, y de esta manera convergimos los tres a la entrada de la farmacia, y aunque yo iba apresurado, no me quedó otra que cederles el paso, por esa pauta de buenos modales que nos han impregnado en nuestro comportamiento, en cambio entre ellas 2, al ser de una edad parecida, no existía esa norma, y medio que se atropellaron para entrar primero, pero por suerte el hueco de la puerta era lo suficiente ancho para que pasaran las dos y no hubo ninguna incidencia, las 2 se dirigieron al mostrador, y ahora sí, percibí claramente el paso frenético de ambas por ganar la carrera de 3 pasos y ser atendidas en primer lugar, hurgando en el bolso y depositando su montón de recetas ante el farmacéutico, un hombre mayor con el pelo peinado hacia atrás,  gafas de montura y batín blanco, con su identificación enganchada al bolsillo donde asomaba tímidamente la punta de un bolígrafo. Yo, desde mi posición en la puerta, no necesitaba acercarme al mostrador, sino que hice un barrido con la vista buscando el aparato de medir y a la izquierda, incrustado entre un expositor de  cristal, que contenía pastas y cepillos de dientes y un banquito donde te puedes sentar para esperar tu turno, divisé el artilugio y hacia él me dirigí, esta vez sí, con el corazón galopando y sacando la cartera del bolsillo de atrás del pantalón, rebuscando monedas, porque en esta sociedad se paga por todo, mientras leía las instrucciones que se detallaban en una placa metálica, suba a la báscula, colóquese derecho, introduzca cantidad exacta 50.ctmos, en el bolsillo de la cartera tenía 2 monedas de 20 y una de 1 euro, me tuve que volver y acercarme al mostrador “por favor me puede dar cambio para la máquina”, me dirigí al farmacéutico señalando el aparato, “hay algunas que estamos primero”, terció una de las señoras con toda su mala hostia, era la que había perdido la carrera y ahora hacía cola, “por dios, señora, que tampoco es para tanto”, metió baza la que estaba siendo atendida, “dele usted el cambio a este hombre”, se dirigió al farmacéutico, “si claro como usted ya se me coló…”, contraatacó de nuevo la antipática, “que está usted diciendo, yo no me he colado en mi vida en ningún sitio, entré primero que usted y por eso me están atendiendo a mí y no a usted, maleducada”, la cosa se estaba animando, y si no fuera por el motivo que me había llevado hasta allí, me lo hubiese pasado en grande, “está bien señoras, vamos a ponernos todos tranquilos, que hay tiempo para atender a todo el mundo”, fiscalizó el farmacéutico y consiguió por fin llevar de nuevo las aguas a su cauce, “a ver señora, deme usted sus recetas y usted también, y tome usted caballero su cambio”, se dirigió a mí en último lugar y mientras yo le daba con una mano el euro, él me entregaba con la suya las 2 monedas de 50 céntimos, a una de las señoras le dediqué una sonrisa, pero a la otra le volví la cara y sin más contratiempos me enfrenté al artefacto, me subí, me coloqué derecho e introduje la moneda de 50 céntimos por la ranura, pasaron unos segundos y no pasaba nada, ni se leía nada en una pantalla que tenía delante de mí, ni asomaba ningún ticket por la abertura situada debajo de la ranura por donde había introducido la moneda, tenía miedo de moverme por si la máquina estaba midiendo aún y estropeaba su lectura, pero pasaron otros cuantos segundos y ni pío, la maquinita aquella no hacía nada, todavía sospechoso, me volví despacio, intentando siempre mantener la verticalidad por si acaso, “oiga señor creo que esto no funciona”, le comenté al farmacéutico que seguía atendiendo a las señoras, y ya tenía más de medio mostrador lleno de cajitas de diferentes tamaños y que, con una cuchilla, estaba recortándoles ese pedacito que tienen por un lado y que ellos, después, con cinta adhesiva, sujetan en las distintas recetas, “será pesado este hombre”, volvió enseguida al ataque la señora antipática, esta vez no me pude contener, “recétele algún ansiolítico a esta mujer, a ver si se tranquiliza”, me dirigí al farmacéutico, que ahora si había levantado la vista del mosaico de cajitas que tenía sobre el mostrador, “ah, que ahora resulta que también es médico, porque no me lo receta usted, sabelotodo”, me embistió rápida y lenguaraz la antipática, e incluso hizo un ademán de acercarse hasta mí, esgrimiendo el bolso aquel que sujetaba firmemente con ambas manos, “Jesús por dios, que vergüenza”, apuntó la otra, la simpática, apresurándose a introducir sus medicamentos en su bolso y retirarse hacia la puerta, “tranquilícese señora, póngase tranquila”, intervino de nuevo el farmacéutico con los ojos cerrados, aunque mantenía en el aire la cuchilla que sujetaba en su mano, y desde mi posición en el local observé, que en el otro lado, arriba, cerca del techo, una cámara de seguridad estaba grabando toda la escena, y enseguida discurrí que estas cámaras no graban sonido, tan sólo imágenes, y en una toma estática, en una foto fija, que presentase un abogado con pocos escrúpulos ante un juzgado de guardia, lo que se observaría sería, a una señora mayor sujetando con fuerza su bolso, a un hombre de 1,72, 1,73, eso todavía no estaba claro, con cara de pocos amigos, de espaldas, a un señor farmacéutico peinado hacia atrás con su batín blanco, pero esgrimiendo un cuchillo en el aire,  y a otra señora mayor huyendo despavorida hacia la puerta, imaginé las portadas en los periódicos, “Detenida banda organizada que se dedica atracar viejecitas en las farmacias”, “que me ponga tranquila, yo estoy muy tranquila, lo que pasa es que ya llevo aquí más de media hora esperando que usted me despache mis recetas, que yo también tengo otras cosas que hacer”, yo creo que el farmacéutico tuvo la misma visión apocalíptica que yo, porque dejó caer la cuchilla sobre el mostrador, me hizo una seña de paciencia con sus manos abiertas y terminó de despachar a la señora, sin que se oyera ni el vuelo de una mosca dentro del establecimiento, con una mirada despectiva hacia mí y una enconada al farmacéutico, la muy antipática metió sus medicinas en el bolso y con la cabeza alta y la dignidad aún más, abandonó el local intentando dar un portazo, que no pudo, porque la puerta era de esas que tienen como un sistema hidráulico y no deja, “es que está apagada, a su derecha tiene el botón de encendido”, me informó el farmacéutico con una sonrisa de aquí no ha pasado nada, corramos un tupido velo y sigamos viviendo en paz, “ah claro, gracias”, contesté, y pensé en sugerirle que, cuando cerrara la farmacia, borrase la cinta donde todo había quedado grabado, pero opté por callar, no solamente por dar el mal rollo por concluido, sino porque adiviné la mirada esquiva que el farmacéutico dirigió a la cámara, y creo que pensaba hacerlo, no cuando cerrase sino inmediatamente después que yo me marchara. Pulsé el botón de encendido y el ingenio comenzó a emitir una serie de sonidos internos, “se tiene que bajar”, me pidió amablemente el farmacéutico, que ahora, sin clientes que atender, se entretenía observándome, e inmediatamente obedecí con un gesto de, ah claro, por fin la máquina quedó en silencio, tan sólo unas luces rojas parpadeantes,  “súbase ahora, colóquese derecho y ponga la moneda”, me guió amigablemente el boticario, poniendo más interés del que yo hubiese deseado, “los 50 céntimos ya se los puse antes”, le recordé amablemente, aunque él no tenía porque saberlo ya que estaba enfrascado en aquella escena que, tácitamente, habíamos decidido olvidar, “debe estar en ese hueco de abajo, donde devuelve el cambio”, prosiguió con el mismo tono familiar, aquello me enervó un poco, para que tenía una abertura de devolver cambio, si en las instrucciones decía claramente que depositase la cantidad exacta, se lo iba a tirar en cara, pero ahora, con la mar ya en calma, no quise romper el ambiente relajado y compinche que habíamos establecido, me agaché y hurgué con el dedo índice, y como no encontré nada, me volví hacia él con un gesto sonriente y cómplice, sin necesidad de decir nada, porque él estaba observando todos mis movimientos, y entonces fue él quien cambió totalmente de actitud,  frunció el ceño y hasta creo que me hizo una mueca, se encaminó hacia la máquina registradora, sacó una nueva moneda de 50 céntimos y sin mediar palabra, la depositó sobre el mostrador,  no cercana a mí, tampoco en el otro extremo pero sí retirada, se dio la vuelta y se puso ajetrear y recolocar el puñado de recetas que tenía sobre el mostrador, desentendiéndose totalmente de mí, aquello me irritó un tanto pero me incliné por dejarlo pasar, ya que también me ofrecía, sin que él lo supiera, esa necesaria intimidad que yo precisaba para llevar a cabo mi imperiosa consulta a la máquina. Me acerqué al mostrador, recogí la moneda sin expresar con mis gestos ninguna hostilidad, me volví a subir a la báscula, me coloque lo más derecho y erecto que pude y  cuando estaba a punto de introducir los 50 céntimos por la ranura me paré en seco, algo dentro de mí se revolvió, me contuvo, contemplé aquel artilugio, que te pedía que introdujeras la cantidad exacta pero que también ofrecía devolución de cambio, con sus lucecitas rojas parpadeantes, su pantallita plasmita, sus ranuras, me bajé, saqué mi cartera del bolsillo trasero del pantalón y guardé en ella la moneda de 50 céntimos junto a la otra y a las 2 de 20, “buenos días”, me despedí y abandoné la farmacia.
    
     Tenía que encontrar una fórmula más humana para resolver mi dilema, no iba a presentarme ante la doctora colombiana con el ticket de una farmacia, una prueba pericial expedida por una maquina, que con toda seguridad está expuesta a manipulación, amén de que también tendría que haberme descalzado para conseguir una medición exacta y después de los acontecimientos acaecidos en la farmacia, no era una buena idea ofrecer aquel espectáculo. Me quedé parado en la acera de la calle, a las puertas de la farmacia, meditando el siguiente paso a tomar, cuál sería la contra perfecta al diagnóstico de la doctora colombiana, por supuesto que una segunda opinión de otro médico sería ideal, dictamen que había tenido que pedir el día que me midieron para el cuartel, “1,72 dice, pues vamos a ver si es verdad”, es lo que tenía que haber hecho según salí de allí, dirigirme corriendo a algún despacho médico y pedir una segunda opinión, a partir de ahora, me prometí, cualquier veredicto que se presentara sobre mi persona lo pondría en duda, nunca más aceptaría el libre albedrío de otra persona sobre mi vida, segunda opinión, revisión del caso, recurso de alzada, testimonio ajeno, “permítame que lo dude”, se convertiría en mi frase favorita, mi arma arrojadiza ante cualquier eventualidad que hiciera referencia a mi persona, punto. Lo primero que me vino a la cabeza, por lógico y cercano, fue el médico de cabecera, en la otra manzana se encontraba el centro de salud, saqué el móvil, vi que tenía cobertura y marqué el 012, no les voy a transcribir aquí toda la parafernalia de información que te suelta una voz en off,  pulse 1 para tal cosa, pulse 2 para no sé qué, sino que adelantaré hasta, “le habla la operadora… en que puedo ayudarle”, me saltaré también mi respuesta obvia, pero me detendré en la siguiente  pregunta porque me pareció relevante, “dígame su DNI”, mientras se lo enumeraba con mi estilo característico, 42 642 586 letra c, de casa, con esas pausas intercaladas, se me encendió una luz, igual que en el DNI ponen tu fecha de nacimiento y tu dirección, podían poner tu altura, “ay doctorcita colombiana cómete esa”, prueba irrefutable donde las haya, “Artemi García,  1,72”, categórico, pero bueno, después de sus verificaciones, va y me suelta, “pasado mañana a las 10 y 25 señor”, “no, mire, que es urgente”, “diríjase a su centro de salud y fuerce la cita”, me contestó, suena como que tienes que entrar atropellando gente, forzar es sinónimo de violentar, de conquistar, de asaltar, no es para tanto, pero aún entendiendo la acepción en su contexto, tampoco era plan de presentarme ante la administrativa del centro de salud, por cierto, una chica guapísima, aunque algo extralimitada en sus funciones, porque empieza a preguntarte que te pasa, que te duele, realizando un primer diagnóstico, como si ella fuese médico y lo más que ha estudiado ha sido un grado medio de auxiliar administrativo, en fin, forzar la cita para pedir que por favor me midieran y me sacaran de esa incertidumbre existencial que estaba padeciendo, me parecía un poco fuera de lugar, lo tuve que desechar y comencé a barajar otras alternativas, una cita con un médico privado era una de ellas, pero por un lado, significaba un desembolso de, seguramente 60, 70 euros o más, que tampoco estaba dispuesto a  gastar, y por otro, la elección del especialista en cuestión también tenía sus migas, creo saber que la antropometría es la ciencia que estudia las medidas del cuerpo humano, pero si me ponía a buscar en la guía telefónica un antropómetro en la ciudad seguramente no lo encontraría, tiene que ser más bien la parte de un todo mayor, como una asignatura de un curso más completo que estudia un médico especializado… “en qué?”, así de entrada no se me ocurría ninguno, “cualquiera” pensé, y yo, cuando pienso, de pie en la calle, no es que me quede quieto, parado, apoyado en una farola o en el alféizar de una ventana, sino que me pongo en movimiento, andando acera arriba acera abajo, y distraído y obsesionado como estaba con ese centímetro de más que me había diagnosticado la doctora colombiana, no me apercibí que crucé la calle sin mirar y un taxi que pasaba con su lucecita verde encendida, su indicación “libre” destacando, y su conductor ensimismado en sus cosas, oteando las aceras en busca de algún cliente para ganarse dignamente un sueldo para llevar a casa, me llevó por delante.
    Así que ahora, estoy aquí, en el hospital, recostado en una cama, con una pierna escayolada sostenida por unas poleas en el aire, rememorando y detallando por escrito lo que me ha pasado. Hace un rato, pasó por aquí el doctor que me operó y me informó, que aparte de las diversas contusiones que presentaba, lo más grave era que tenía roto el fémur de la pierna derecha por dos sitios y que seguramente, transcurrido un tiempo prudencial, tendrían que operarme de nuevo, ya que las lesiones sufridas podrían retraerme la pierna y dejarme una cojera, “insignificante pero apreciativa”, palabras suyas, a las que enseguida me apresuré a replicar, “permítame que lo dude”, ya totalmente, no olvidada, pero sí que aparcada, la duda existencial de mi altura, “pero exijo una segunda opinión”. 

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