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artemi garcia

El Pañuelo

   No les concedimos ningún valor a aquellos chicos. Ni siquiera lo hablamos, si acaso alguna mirada cómplice entre nosotros con un rictus de menosprecio, poco más. Estábamos sobrados, así que nos colocamos indolentes en nuestra línea de la playa.
     Nosotros éramos canariones, y encima, éramos todos de Las Palmas. Más aún si cabe, todos éramos de los barrios de la ciudad alta, del muro de la vergüenza de la plaza de Don Benito para arriba. Éramos de Schaman, de Escaleritas, de Las Chumberas, de Los Arapiles, de Las Rehoyas, y hasta había uno, Miguel, imagínense, que era del Buque Guerra, un bloque  al final de la calle Agustina de Aragón.
     Estábamos curtidos en mil batallas, incluso entre nosotros, en nuestro propio barrio. Los de nuestra calle, La Candelaria,  no sentíamos ese vínculo jurisdiccional. Nos la traía floja eso de ser del barrio de Los Arapiles, no existía en absoluto ese lazo, esa afinidad. Los de la calle Guadalupe, por arriba, o los de la calle Monserrat, por abajo, eran enemigos, igual que los de la calle Loreto, o los de La Peña, El Sagrario, Los Volcanes o los de la calle Yuste, que conocíamos como Bloque 28, y tampoco con los de La Candelaria de arriba. Nuestra calle, La Virgen de La Candelaria, era un bunker a cielo abierto, el resto del mundo era hostil. Nos peleábamos, a la pedrada limpia, con todos. Con la banda del Cambao, de abajo del barrio del Polvorín, que ni la policía se atrevía a enfrentar, o con la banda del “Enco”, de arriba, de Los Albergues, ó como decíamos, de Los “Jambelgues”, la llamaban así porque su líder, su cabecilla, repartía el periódico de El Eco de Canarias. Una vez cogieron a Pepe y a Ramón y los ataron a un poste de la luz en la calle Nueva y les pegaron fuego, tuvo que ir toda la calle, incluidos los mayores, para rescatarlos.
     Éramos tantos, hoy en día se habla de la generación de los 60 como el “Babyboom”. En una calle de 48 viviendas, repartidas en 6 portales con 8 pisos cada uno, 4 a cada lado, llegamos a tener 2 equipos de futbol, el juvenil y el infantil. No tengo ni idea del porqué, pero nuestro equipaje era todo blanco, medias, pantalón y camiseta, con la excepción de una banda roja diagonal en el frente de nuestra camiseta, donde las madres de la calle habían bordado “VIRGEN DE LA CANDELARIA” en letras doradas.
     En el resto de los barrios y de sus calles, estoy seguro que también era igual. Tan sólo tengo que recordar una de las hazañas, que te obligaban a realizar los más veteranos para demostrar tu valía, cruzar el Buque Guerra en solitario. Yo tuve suerte, no había ningún chico el día que pasé corriendo a lo que daban mis pies. Eso sí, después presumí de haberle pegado una pedrada a uno que se atrevió a salirme al paso.
     Luego, más tarde, cuando ingresamos en el instituto, yo calculo que tan sólo un 5% o un 10% de esos chicos del “Babyboom”, fuimos creando lazos de amistad con chicos de las otras calles y de los otros barrios. En mi clase encontré a 2 chicos de la calle Guadalupe, que tan sólo los conocía de vista por haber intercambiado con ellos alguna “guirrea” de piedras.
    La playa de la que comencé hablarte, era la playa de Gran Tarajal, en la isla de Fuerteventura. Desde allí, en un día claro, se podía adivinar la costa del Sahara en frente. Estaba, y seguirá estando, no he vuelto nunca, junto a un muelle grandote, donde arribaban barcos de pesca y mercantiles. En uno de ellos, de mercancías, habíamos llegado nosotros. Por una pequeña cantidad de dinero en negro pagada al capitán, nos escondía en la bodega y nos llevaba. El pueblo, en esa época, eran un puñado de casas dispersas  y poco más. Quiero recordar que había un medio ventorrillo en la orilla de la playa y el resto eran arena y julagas.
    Era una playa de arena negra, que a marea vacía, daba hasta para jugar un partido de futbol. Pero no, y no recuerdo por qué, los chiquillos que encontramos, a lo que nos desafiaron fue a jugar al “pañuelo”, un juego tonto, de niños pequeños. “El Pañuelo” consiste en colocarse un equipo a cada lado, a una misma distancia de una especie de arbitro que sostiene con la mano extendida el pañuelo. A una voz de éste, corren desde su raya un jugador de cada equipo y tienes que robar el pañuelo y regresar a tu raya sin que el oponente te toque. En fin, se decidió jugarlo  5 contra 5, a quien ganara 2 de 3 partidos.
    En un aparte nos reunimos y, entre risas y desprecios al equipo contrario, elegimos a nuestros 5 jugadores. A mí me nombraron el quinto. Yo era chiquito y flaco pero rápido, en el fútbol siempre me colocaban de extremo izquierdo.
    Dibujamos, siempre entre risas, zancadillas y empujones, nuestra raya en la arena y observamos como se colocaban los chiquillos de Gran Tarajal en la otra punta de la playa. Por más que me esfuerzo e indago en mi memoria, no consigo recordar ni uno de sus rostros, tal era el desdén que sentíamos por ellos.
     Sin embargo, a ninguno se nos ocurrió pararse a pensar en las ventajas del oponente, tan recreados estábamos. Jugábamos en su playa, nosotros era la primera vez que la pisábamos, debían conocer cada uno de sus granos de arena, la tenían que tener genetizada.  No nos desafiaron a jugar al futbol o a cualquier otro juego de playa, sino al Pañuelo, por algo sería.
    En fin, poco a poco, comenzó el desastre. El árbitro, que tampoco recuerdo nada de él, extendió el pañuelo y gritó 1. El nuestro, que tampoco recuerdo quien fue, salió corriendo y llegó al pañuelo mucho antes que su contrario, pero a vueltas con nuestra soberbia, se paró junto al trapo y esperó a su adversario. Fue verlo y no creerlo, aquel chico llegó, cogió el pañuelo y desapareció. Cuando el nuestro reaccionó, ya le llevaba más de 3 metros de ventaja y le fue imposible pillarlo. 1 - 0.
     Nos miramos incrédulos, pero seguimos manteniendo nuestro aire festivo y burlón. El árbitro gritó 2 y nuestro jugador, según llegó al Pañuelo, lo cogió y salió volando hacia nosotros. No contó con la pérdida que da el frenar y darse la vuelta, así que su contrincante, con la inercia que llevaba, lo sujetó por la espalda mucho antes de que llegara a nuestra raya. 2 - 0.
    Si caíamos en la siguiente carrera, el 3 - 0 supondría la pérdida del primer partido. Recuerdo que llegaron al pañuelo al mismo tiempo, pero el chico de Gran Tarajal agarró el pañuelo y corrió hacia los suyos, el nuestro jadeaba detrás de él y cada vez que estaba a punto de pillarlo, el otro le fintaba y corría en zigzag, incluso giraba la cara y le hacía muecas, fue doloroso. 3 – 0. Final del primer partido. 1 – 0.
    Mientras ellos se abrazaban y festejaban en su línea de playa, nosotros, ahora muy serios,  nos abroncábamos y discutíamos. Decidimos cambiar la estrategia. Como otro y yo no habíamos jugado aún, pedimos correr primero. También, no sé por qué, resolvimos que yo fuera el primero en participar.  
    Nos colocamos en nuestra raya, esta vez tensos, dispuestos a remendar este estropicio. Que nos ganaran a nosotros, a nosotros que éramos de Las Palmas, cinco pelagatos pordioseros de un pueblo perdido de Fuerteventura, era inaudito, no lo podíamos creer. Claro, nos lo habíamos tomado en broma pero ahora no, se iban a enterar.
    Mientras me preparaba, pensé un truco, seguro que el otro chico picaba. El árbitro gritó 1 y salí como alma que lleva el diablo, mi adversario también corrió a mi par y llegamos igualados al pañuelo. Lo miré a los ojos y le dije que estaba pisando la raya, cuando agachó la vista, en esa décima de segundo, robé el pañuelo y volé. No recuerdo si me llego a tocar, no sé qué pasó, había un hoyo en la arena, antes no estaba, nadie había caído en él, pero yo caí y me desbolé el codo del brazo izquierdo.
    Mis gritos, no de dolor, lo juro, de sorpresa, el brazo torcido en una posición inverosímil y aquel bulto asomando, todos a mi alrededor, los unos, los otros, todos preguntando, todos contestando.
    Arriba, en la entrada a la playa, había una especie de “Casa de Socorro” y allí me llevaron. Yo me sujetaba el brazo porque tenía la sensación de que se me iba a desprender. Al médico sí que lo recuerdo, no lo olvidaré nunca. Era un hombre mayor, alto, bastante alto, con una bata blanca. El pelo blanco peinado hacia atrás, la tez pálida, amarillenta y una larga y fea cicatriz que le cruzaba toda la mejilla derecha.
    Me tendieron en una camilla, la única que había, y me inspeccionó sin decir nada. Yo estaba aterrado, no por el dolor en el brazo, era por aquel hombre, para que se hagan una idea, recuerdan al actor Béla Lugosi en su papel de Drácula, pues su hermano. Sólo habló para decir que me sujetaran por los hombros y los pies, créanselo, me colocó su pie, con zapato y todo, en mi sobaco, luego me agarró por la muñeca con sus dos enormes manos y tiró. Se oyó un “crack”, todos los que estaban allí presentes lo oyeron, más de uno, me dijo después, que casi se deja mear. A mí, la habitación comenzó a darme vueltas y quedé bañado en un sudor frío, estuve a punto de desmayarme. Luego me lo vendó estirado con una venda elástica y apretada y nos despidió a todos.
    Ese mismo día, me subieron a un avión y me mandaron para Las Palmas. Cuando llegué, tenía el brazo totalmente hinchado y el dolor, ahora sí, era insoportable. Me llevaron directamente al hospital Virgen del Pino, avisaron a mi familia y los doctores que me vieron en urgencias, después de relatarles lo ocurrido, querían saber el nombre del doctor que me hizo aquello para denunciarlo. Allí me sacaron la venda, me hicieron una radiografía y me lo colocaron de lado, otra vez un baño de sudor frío, me lo enyesaron y me mandaron para casa.
    Lo que sucedió después, cómo cuando me libré del cuartel a causa de esto, es otro cuento para contarlo otro día. Ahora mismo, como muchas otras veces, cuando siento una pequeña punzada en el codo de mi brazo izquierdo, sólo pienso en si hubiésemos podido remontar aquel partido. Si ganaríamos el segundo partido para poder empatar y si en el tercero y definitivo, hubiésemos obtenido la victoria.
    Siempre he pensado que no, aquellos chicos estaban en su elemento, en su playa y eran mejores que nosotros, por lo menos, jugando al Pañuelo. 


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