Datos personales

Mi foto
artemi garcia

El collar de semillas de drago



     Los cuentos, si no dices alguna mentira, no son cuentos, es historia.
     En mi caso, mi historia personal, como la de la gran mayoría de las personas, es un relato anodino, simple y vulgar. Hablar de mi pasado, de mis vivencias, de mis experiencias y de mis anécdotas, seguro que cansaría hasta el más paciente, tan mediocre he sido. No he tenido la suerte de verme involucrado en ninguna hazaña universal, no he participado en ninguna guerra ni he descubierto isla alguna, no he inventado ningún artilugio ni levantado rascacielos alguno, mi vida ha transcurrido en la clandestinidad absoluta, si escribo mi nombre en internet, sólo aparecen unos pdf de una vez que me presenté a unas oposiciones.
     Así que no me queda otra, si quiero ser visible, tengo que contar mentiras o por lo menos adornar la verdad. Como no tengo mucha imaginación, me gusta contar anécdotas de mi pasado, eso sí, aderezadas con fantasías, con delirios y jactancias para hacerlas atractivas al lector, que se entretenga y continúe leyendo, que no pase de mí.
     También es verdad, que cuando coges fama de mentiroso, la gente te excluye, te mira mal, te desprecia y te señala, “a ese no le creas nada, que no dice más que mentiras”, lo sé, es un riesgo que tengo correr. Aunque también se dice, que las mentiras, mientras no hagan daño ni perjudiquen a nadie, son tolerables, se admiten, y aunque no sea “políticamente correcto”,  te las perdonan, “el pobre, lo hace sin mala intención, es que él es así, no lo puede evitar, pero   daño no le hace a nadie”.
     A estas alturas de mi vida, después de estar militando tantos siglos en la discreción, no me importa mucho ser juzgado y dilapidado, no por necesidad de notoriedad o de jubileo, es tan sólo por unas enormes, enfermizas si se quiere, ganas de escribir, de poner retazos de mi historia personal en papel, o por lo menos, que se usa mucho ahora, “en la nube”.
    
     Uno de los recuerdos que siempre he querido contar de mi ñoña vida, fue la primera y única vez que mi padre me llevó con él a pastorear las cabras. Yo tenía 6 o 7 años, era el pequeño, el último de mis hermanos, ni siquiera tenía nombre aún. No te lo ponían hasta que comenzabas a cambiar la voz y para ello, se basaban en alguna maña que tuvieras, en algún acontecimiento relevante de tu vida o en algún aspecto destacable de tu anatomía. Abajo, en el caboco, el día que el sol se queda quieto, nos reuníamos todas las familias, llevando con nosotros a todos los animales, las cabras, las ovejas, los perros. Los niños jugábamos al palo y a, sin mover los pies del suelo, esquivar piedras. Por su parte, los mayores cantaban y clamaban a los cielos, daban gracias por las cosechas y vertían leche en las cazoletas, era un día propicio. Luego, a la tardecita, cuando la luz del sol inundaba todo el caboco, tu madre te tomaba de la mano y delante de todos, en voz alta, pronunciaba tu nombre.
     Como iba contando, mi padre me hizo señas para que lo acompañara, y al salir de nuestra  cueva, el cogió su lanza y mi madre me dio el zurrón. Abandonamos el barranco y fuera, en el escuchadero, mi padre dio un silbido largo, y de abajo, de la costa, nuestro perro ladró. Hacia allí nos dirigimos, con su lanza me señalaba las distintas plantas que encontrábamos a nuestro paso, me daba sus nombres y me explicaba sus propiedades, arrancaba una hoja de un árbol y me la daba a probar, “mastícala y luego la escupes, es buena para los dientes” me decía, o se quedaba parado en seco y oteaba el mar, “se está quedando, a lo mejor mañana vamos a las lapas”, me sonreía, ya que sabía que a mí me encantaban.
     En una vuelta del camino apareció nuestro perro, a mi padre le sonrío moviendo el rabo y a mí, me dio un lametazo que me lavó la cara. Lo llamábamos “perro”, como lo que era, nunca se nos pasó por la cabeza darle nombre, era un animal. Corriendo cogió el trillo y nos condujo, por el topo hacia abajo, donde las cabras pastaban. Era una manadita de 3 o 4 docenas de cabras, pero mi padre, no sé cómo, con sólo un vistazo, enseguida echó en falta a 2 de ellas, “la mujina vieja y su chiva, la bremeja, seguro que están echadas abajo, en algún cejo del barranco”, le señaló más al perro que a mí. Las cabras tampoco tenían nombre, las diferenciábamos tan sólo por sus colores, nunca hay 2 iguales, algún matiz, por pequeño que sea, las identifica. “Chico, tú quédate aquí y ve tocándolas tranquilo hacia arriba, que coman, pero juntitas”, y los 2 partieron en su busca. Observé como mi padre clavaba el regatón de su lanza unos metros más abajo en la ladera. Dando largos saltos desapareció en el interior del barranco, con el perro siempre detrás de él.
   Era la primera vez que mi padre me llevaba con él a las cabras y ya me dejaba sólo con ellas, esa responsabilidad me supo, me sentí enorme, henchido. Despacito, caminando de lado, las fui rodeando por debajo, mientras, recogía piedrillas sueltas del terreno y me agenciaba un gajo de retama. Las cabras, de entrada, no reconociendo mi olor, apretaron el rabo y pararon las orejas, observándome inquietas. Luego, viendo que no era ningún peligro, siguieron ramoneando entre los tasaigos, los taginastes y las tederas. Tirándoles piedrillas y azuzándolas con la rama, las fui tocando despacito, no parecía una tarea difícil, me sentía como un chico mayor.
   Un poco más arriba, pero apartado del sendero, en una laderita en la solana del barranco, se hallaba un pequeño bosque de dragos. A los niños nos gustaba ir allí, para rebuscar sus semillas entre las hojas secas del suelo, que eran redondas y duras, del color de la miel. Con un punzón de hueso las jurábamos para pasarles un fino cordón de cuero y tejernos un collar. Las cabras estaban tranquilas, ocupadas pellizcando unos renuevos de fayas, que eran como un dulce para ellas, no iba a pasar nada, mi padre y el perro estaban lejos en el fondo del barranco. Sin quitarles el ojo, me fui resbalando por la ladera hasta que llegué a los dragos. Enseguida me puse a escarbar entre las hojas y a recoger semillas, las iba guardando en el zurrón, donde llevaba la comida, un pedazo de queso y unos higos secos.
 
    Entretenido, como un niño que era, perdí la noción del tiempo, había un montón de semillas, era un tesoro para compartir con mis hermanos, que día más divertido nos esperaba. Los dragos estaban todos capados, no como ahora, que los dejan crecer derechos, altos hacia el cielo. En esa época, se podaban desde pequeñitos para que echaran bastantes troncos y ramas, con sus hojas trenzadas se elaboraban sogas largas y resistentes. De esta manera, cada drago era un mundo, podías trepar por él, saltar de una rama a otra, e incluso, pasarte a otro árbol, era otro de nuestros juegos favoritos.
   Ni los vi ni los sentí llegar, sólo oí el bullicio de las cabras espantadas. Corrí ladera arriba pensando “mi padre me mata” y al llegar arriba, sobre el topo, allí estaban. Cubrían sus cuerpos con unas ropas donde brillaba el sol y en sus rostros, todos cubiertos de pelo, solo se apreciaban los ojos inyectados en sangre. En las manos sostenían unos palos donde también se reflejaba el sol y con ellos estaban acuchillando y matando a nuestras cabras. De arriba, de las cuevas, salía mucho humo y se oían los gritos de mi familia. Uno de ellos, grande y gordo como una cochina preñada, me vio y riendo corrió hacia mí. Volé ladera abajo y me interné de nuevo entre los dragos, trepé por uno de ellos y me escondí tras su follaje. Abajo, la cochina preñada, rodeaba el árbol, buscándome con su mirada. Dio unos gritos en una lengua extraña y al momento llegó otro, tan preñado como el primero. Riendo a carcajadas, con sus palos brillantes, comenzaron a golpear los troncos del drago. Con dos tajos certeros, de un lado y del otro, cayó la primera rama y sin dejar de reírse vi como tumbaban otra. Trepé como pude hasta el otro extremo del drago y de un salto intenté brincar hacia otro árbol, pero con tan mala suerte, que se me cayó el zurrón al suelo y me delató. Ya por entonces, se habían reunido alrededor del bosquecillo de dragos, media docena de aquellos hombres peludos que reían y daban grandes voces en su grotesca lengua. Vi, como uno de ellos, juntaba un puñado de hojas secas del suelo y las amontonaba en el interior del drago, y a otro, no sé cómo, prenderle fuego de inmediato. El humo comenzó rápidamente a ascender entre las ramas y en un intento desesperado por huir, resbalé y caí al suelo como una fruta madura. Cuando fui a levantarme para correr, una patada en la cabeza me hundió en un profundo sueño.
   Soñé con las cabras, con la mujina y la bremeja, y con el perro que las perseguía y las aculaba en una veta estrecha sobre los riscos del mar. El perro las mordía y las empujaba, los tres cayeron abajo, sobre las crestas de las olas que batían los acantilados. Vi a mi padre, ajeno de todo, sentado tranquilamente en el callao. Corrí hacia él, gritándole, advirtiéndolo, “padre, las cabras, el perro”, pero no me oía, no se movía de su asiento. Cuando llegué junto a él, una ola enorme lo arrastró de la orilla, su lanza rota sobresalía del agua con el regatón enterrado profundamente en su pecho.
   Desperté zarandeado, me dolía mucho la cabeza, no podía abrir un ojo. Tenía atadas las manos y la cochina preñada me cargaba como un odre sobre su hombro. Intenté zafarme de él y caí al suelo, volví a oír sus carcajadas y a sentir de nuevo su patada en mi cuerpo, esta vez en la espalda. Me cogió por los pelos y me puso de pie, me escupió en su extraña lengua y me arrastró. Con un solo ojo, pude ver cómo me pasaba una soga por el cuello y entre mis manos atadas. Delante de mí, atados a la misma soga, iban mis hermanos y más parientes de mi familia, no estaban ni madre ni padre, me recordó a un collar de semillas de drago.
   No sé cuánto tiempo caminamos, cuantos barrancos cruzamos, sólo recuerdo que andábamos hacia el sol y que, cuando éste se marchó al otro mundo, seguimos andando toda la noche alumbrados por su hermana. Estaba muy cansado y tenía muchísima sed y un fuerte latido sobre mi ojo cerrado. Si alguno de nosotros se paraba para descansar o tomar resuello, nos golpeaban y apretaban el nudo que rodeaba nuestro cuello. Amaneciendo el día la vimos por primera vez, una choza grande, enorme, flotando sobre el mar. La cochina preñada me la señaló y me habló de nuevo en su desagradable lengua. Nos hicieron descender por una ladera de tabaibas y cardones, hasta llegar a una gran playa de callaos y arena negra. Allí nos esperaban otros de su raza, sujetando un tronco grande y ahuecado, que también flotaba en la orilla. A golpes y empujones, sin tan siquiera sacarnos la soga, nos botaron y nos amontonaron en el fondo del tronco. Varios de ellos subieron al tronco y con unos palos grandes que hundían en el mar nos llevaron junto a la gran choza. Allí, uno a uno, a mí el primero, nos fueron retirando la soga del cuello y ayudados por otros que estaban encima, nos fueron subiendo sobre aquella increíble morada que se mecía sobre el mar.
   Mientras subían a los demás, pude, por última vez en mi vida, contemplar la tierra donde nací, las verdes montañas que se elevaban al cielo y los profundos barrancos que la surcaban. Grité, con las pocas fuerzas que me quedaban, llamando a madre, llamando a padre, nadie contestó, aunque me pareció, que en la lejanía, el perro aulló. De nuevo, a golpes y empujones, nos llevaron abajo, a una cueva grande y oscura donde había muchos más de nuestro pueblo.
   Tampoco sé cuánto tiempo nos tuvieron en aquella cueva, amarrados a unos palos que tenían clavados en sus paredes. De vez en cuando nos daban algo de agua y una comida horrible, que el primer día no comí, pero que después ansiaba su llegada. Algunos, unos cuantos, murieron en aquella caverna y cuando el hedor era insoportable, nuestros captores se los llevaban y no volvíamos a saber de ellos, aunque el chapoteo que oíamos a continuación, nos indicaba cual era su destino.
   Cuando ya pensábamos que íbamos a morir todos en aquella cueva, vinieron varias cochinas preñadas y nos sacaron ciegos a la luz del día. La gran choza estaba parada a la entrada de un poblado enorme, moradas y moradas de todos los tamaños y formas llenaban aquel valle. Nos bajaron, nos volvieron a formar como el collar de semillas de drago y nos condujeron hasta un gran llano en el centro de aquel territorio.
   Enseguida, aquella llanada, se llenó de gentes con absurdas vestiduras de todo tipo de colores. Se paseaban entre nosotros, observándonos detenidamente y palpando nuestros cuerpos. Un hombre de cabellera blanca y una mujer con la cara tan pálida como no había visto nunca, se acercaron hasta mí, me manosearon y hasta miraron en el interior de mi boca. El hombre y la cochina preñada comenzaron hablar y gritarse en su extraña lengua, realizaban fuertes ademanes con sus brazos, pensé que iban a fajarse. Al final, el cabellera blanca entregó un pequeñito zurrón a la cochina preñada y éste me desató del collar.
   Cabellera blanca y Cara pálida me apartaron de los míos y me subieron a una pequeña choza de madera, que andaba arrastrada por un animal más grande que 2 cabras juntas. Me llevaron a su morada, una cueva grande con muchas más cuevas pequeñas en su interior. Me entraron a una de ellas, donde tenían a un hombre clavado en alto sobre dos palos y me acercaron hasta una pequeña charca que había sobre una piedra. Allí, otra cochina preñada, toda vestida de negro, me inclinó la cabeza y con una gran lapa, vertió agua sobre mi frente. Luego, tomándome por la barbilla, me miró a los ojos y habló delante de todos, “Siendo hoy, día del Señor, 28 de mayo, te llamaremos Germán”.

                                                                                                                          
    
     
           


No hay comentarios: