Los cuentos, si no dices alguna mentira, no
son cuentos, es historia.
En mi caso, mi
historia personal, como la de la gran mayoría de las personas, es un relato
anodino, simple y vulgar. Hablar de mi pasado, de mis vivencias, de mis
experiencias y de mis anécdotas, seguro que cansaría hasta el más paciente, tan
mediocre he sido. No he tenido la suerte de verme involucrado en ninguna hazaña
universal, no he participado en ninguna guerra ni he descubierto isla alguna,
no he inventado ningún artilugio ni levantado rascacielos alguno, mi vida ha
transcurrido en la clandestinidad absoluta, si escribo mi nombre en internet, sólo
aparecen unos pdf de una vez que me presenté a unas oposiciones.
Así que no me
queda otra, si quiero ser visible, tengo que contar mentiras o por lo menos adornar
la verdad. Como no tengo mucha imaginación, me gusta contar anécdotas de mi
pasado, eso sí, aderezadas con fantasías, con delirios y jactancias para hacerlas
atractivas al lector, que se entretenga y continúe leyendo, que no pase de mí.
También es
verdad, que cuando coges fama de mentiroso, la gente te excluye, te mira mal,
te desprecia y te señala, “a ese no le creas nada, que no dice más que
mentiras”, lo sé, es un riesgo que tengo correr. Aunque también se dice, que
las mentiras, mientras no hagan daño ni perjudiquen a nadie, son tolerables, se
admiten, y aunque no sea “políticamente correcto”, te las perdonan, “el pobre, lo hace sin mala
intención, es que él es así, no lo puede evitar, pero daño no
le hace a nadie”.
A estas alturas
de mi vida, después de estar militando tantos siglos en la discreción, no me
importa mucho ser juzgado y dilapidado, no por necesidad de notoriedad o de
jubileo, es tan sólo por unas enormes, enfermizas si se quiere, ganas de
escribir, de poner retazos de mi historia personal en papel, o por lo menos,
que se usa mucho ahora, “en la nube”.
Uno de los recuerdos que siempre he querido
contar de mi ñoña vida, fue la primera y única vez que mi padre me llevó con él
a pastorear las cabras. Yo tenía 6 o 7 años, era el pequeño, el último de mis
hermanos, ni siquiera tenía nombre aún. No te lo ponían hasta que comenzabas a
cambiar la voz y para ello, se basaban en alguna maña que tuvieras, en algún
acontecimiento relevante de tu vida o en algún aspecto destacable de tu
anatomía. Abajo, en el caboco, el día que el sol se queda quieto, nos reuníamos
todas las familias, llevando con nosotros a todos los animales, las cabras, las
ovejas, los perros. Los niños jugábamos al palo y a, sin mover los pies del
suelo, esquivar piedras. Por su parte, los mayores cantaban y clamaban a los
cielos, daban gracias por las cosechas y vertían leche en las cazoletas, era un
día propicio. Luego, a la tardecita, cuando la luz del sol inundaba todo el
caboco, tu madre te tomaba de la mano y delante de todos, en voz alta,
pronunciaba tu nombre.
Como iba
contando, mi padre me hizo señas para que lo acompañara, y al salir de nuestra cueva, el cogió su lanza y mi madre me dio el
zurrón. Abandonamos el barranco y fuera, en el escuchadero, mi padre dio un
silbido largo, y de abajo, de la costa, nuestro perro ladró. Hacia allí nos
dirigimos, con su lanza me señalaba las distintas plantas que encontrábamos a
nuestro paso, me daba sus nombres y me explicaba sus propiedades, arrancaba una
hoja de un árbol y me la daba a probar, “mastícala y luego la escupes, es buena
para los dientes” me decía, o se quedaba parado en seco y oteaba el mar, “se
está quedando, a lo mejor mañana vamos a las lapas”, me sonreía, ya que sabía
que a mí me encantaban.
En una vuelta del
camino apareció nuestro perro, a mi padre le sonrío moviendo el rabo y a mí, me
dio un lametazo que me lavó la cara. Lo llamábamos “perro”, como lo que era,
nunca se nos pasó por la cabeza darle nombre, era un animal. Corriendo cogió el
trillo y nos condujo, por el topo hacia abajo, donde las cabras pastaban. Era
una manadita de 3 o 4 docenas de cabras, pero mi padre, no sé cómo, con sólo un
vistazo, enseguida echó en falta a 2 de ellas, “la mujina vieja y su chiva, la
bremeja, seguro que están echadas abajo, en algún cejo del barranco”, le señaló
más al perro que a mí. Las cabras tampoco tenían nombre, las diferenciábamos
tan sólo por sus colores, nunca hay 2 iguales, algún matiz, por pequeño que
sea, las identifica. “Chico, tú quédate aquí y ve tocándolas tranquilo hacia arriba,
que coman, pero juntitas”, y los 2 partieron en su busca. Observé como mi padre
clavaba el regatón de su lanza unos metros más abajo en la ladera. Dando largos
saltos desapareció en el interior del barranco, con el perro siempre detrás de
él.
Era la primera vez que mi padre me llevaba
con él a las cabras y ya me dejaba sólo con ellas, esa responsabilidad me supo,
me sentí enorme, henchido. Despacito, caminando de lado, las fui rodeando por
debajo, mientras, recogía piedrillas sueltas del terreno y me agenciaba un gajo
de retama. Las cabras, de entrada, no reconociendo mi olor, apretaron el rabo y
pararon las orejas, observándome inquietas. Luego, viendo que no era ningún
peligro, siguieron ramoneando entre los tasaigos, los taginastes y las tederas.
Tirándoles piedrillas y azuzándolas con la rama, las fui tocando despacito, no
parecía una tarea difícil, me sentía como un chico mayor.
Un poco más arriba,
pero apartado del sendero, en una laderita en la solana del barranco, se
hallaba un pequeño bosque de dragos. A los niños nos gustaba ir allí, para
rebuscar sus semillas entre las hojas secas del suelo, que eran redondas y
duras, del color de la miel. Con un punzón de hueso las jurábamos para pasarles
un fino cordón de cuero y tejernos un collar. Las cabras estaban tranquilas, ocupadas
pellizcando unos renuevos de fayas, que eran como un dulce para ellas, no iba a
pasar nada, mi padre y el perro estaban lejos en el fondo del barranco. Sin
quitarles el ojo, me fui resbalando por la ladera hasta que llegué a los
dragos. Enseguida me puse a escarbar entre las hojas y a recoger semillas, las
iba guardando en el zurrón, donde llevaba la comida, un pedazo de queso y unos
higos secos.
Entretenido, como un niño que era, perdí la
noción del tiempo, había un montón de semillas, era un tesoro para compartir
con mis hermanos, que día más divertido nos esperaba. Los dragos estaban todos
capados, no como ahora, que los dejan crecer derechos, altos hacia el cielo. En
esa época, se podaban desde pequeñitos para que echaran bastantes troncos y
ramas, con sus hojas trenzadas se elaboraban sogas largas y resistentes. De
esta manera, cada drago era un mundo, podías trepar por él, saltar de una rama
a otra, e incluso, pasarte a otro árbol, era otro de nuestros juegos favoritos.
Ni los vi ni los
sentí llegar, sólo oí el bullicio de las cabras espantadas. Corrí ladera arriba
pensando “mi padre me mata” y al llegar arriba, sobre el topo, allí estaban. Cubrían
sus cuerpos con unas ropas donde brillaba el sol y en sus rostros, todos cubiertos
de pelo, solo se apreciaban los ojos inyectados en sangre. En las manos
sostenían unos palos donde también se reflejaba el sol y con ellos estaban
acuchillando y matando a nuestras cabras. De arriba, de las cuevas, salía mucho
humo y se oían los gritos de mi familia. Uno de ellos, grande y gordo como una
cochina preñada, me vio y riendo corrió hacia mí. Volé ladera abajo y me
interné de nuevo entre los dragos, trepé por uno de ellos y me escondí tras su
follaje. Abajo, la cochina preñada, rodeaba el árbol, buscándome con su mirada.
Dio unos gritos en una lengua extraña y al momento llegó otro, tan preñado como
el primero. Riendo a carcajadas, con sus palos brillantes, comenzaron a golpear
los troncos del drago. Con dos tajos certeros, de un lado y del otro, cayó la
primera rama y sin dejar de reírse vi como tumbaban otra. Trepé como pude hasta
el otro extremo del drago y de un salto intenté brincar hacia otro árbol, pero
con tan mala suerte, que se me cayó el zurrón al suelo y me delató. Ya por
entonces, se habían reunido alrededor del bosquecillo de dragos, media docena
de aquellos hombres peludos que reían y daban grandes voces en su grotesca
lengua. Vi, como uno de ellos, juntaba un puñado de hojas secas del suelo y las
amontonaba en el interior del drago, y a otro, no sé cómo, prenderle fuego de
inmediato. El humo comenzó rápidamente a ascender entre las ramas y en un
intento desesperado por huir, resbalé y caí al suelo como una fruta madura. Cuando
fui a levantarme para correr, una patada en la cabeza me hundió en un profundo
sueño.
Soñé con las
cabras, con la mujina y la bremeja, y con el perro que las perseguía y las
aculaba en una veta estrecha sobre los riscos del mar. El perro las mordía y
las empujaba, los tres cayeron abajo, sobre las crestas de las olas que batían
los acantilados. Vi a mi padre, ajeno de todo, sentado tranquilamente en el
callao. Corrí hacia él, gritándole, advirtiéndolo, “padre, las cabras, el
perro”, pero no me oía, no se movía de su asiento. Cuando llegué junto a él,
una ola enorme lo arrastró de la orilla, su lanza rota sobresalía del agua con
el regatón enterrado profundamente en su pecho.
Desperté
zarandeado, me dolía mucho la cabeza, no podía abrir un ojo. Tenía atadas las
manos y la cochina preñada me cargaba como un odre sobre su hombro. Intenté
zafarme de él y caí al suelo, volví a oír sus carcajadas y a sentir de nuevo su
patada en mi cuerpo, esta vez en la espalda. Me cogió por los pelos y me puso
de pie, me escupió en su extraña lengua y me arrastró. Con un solo ojo, pude
ver cómo me pasaba una soga por el cuello y entre mis manos atadas. Delante de
mí, atados a la misma soga, iban mis hermanos y más parientes de mi familia, no
estaban ni madre ni padre, me recordó a un collar de semillas de drago.
No sé cuánto tiempo
caminamos, cuantos barrancos cruzamos, sólo recuerdo que andábamos hacia el sol
y que, cuando éste se marchó al otro mundo, seguimos andando toda la noche
alumbrados por su hermana. Estaba muy cansado y tenía muchísima sed y un fuerte
latido sobre mi ojo cerrado. Si alguno de nosotros se paraba para descansar o
tomar resuello, nos golpeaban y apretaban el nudo que rodeaba nuestro cuello. Amaneciendo
el día la vimos por primera vez, una choza grande, enorme, flotando sobre el
mar. La cochina preñada me la señaló y me habló de nuevo en su desagradable
lengua. Nos hicieron descender por una ladera de tabaibas y cardones, hasta
llegar a una gran playa de callaos y arena negra. Allí nos esperaban otros de
su raza, sujetando un tronco grande y ahuecado, que también flotaba en la
orilla. A golpes y empujones, sin tan siquiera sacarnos la soga, nos botaron y
nos amontonaron en el fondo del tronco. Varios de ellos subieron al tronco y
con unos palos grandes que hundían en el mar nos llevaron junto a la gran
choza. Allí, uno a uno, a mí el primero, nos fueron retirando la soga del
cuello y ayudados por otros que estaban encima, nos fueron subiendo sobre aquella
increíble morada que se mecía sobre el mar.
Mientras subían a
los demás, pude, por última vez en mi vida, contemplar la tierra donde nací,
las verdes montañas que se elevaban al cielo y los profundos barrancos que la
surcaban. Grité, con las pocas fuerzas que me quedaban, llamando a madre,
llamando a padre, nadie contestó, aunque me pareció, que en la lejanía, el
perro aulló. De nuevo, a golpes y empujones, nos llevaron abajo, a una cueva
grande y oscura donde había muchos más de nuestro pueblo.
Tampoco sé cuánto
tiempo nos tuvieron en aquella cueva, amarrados a unos palos que tenían
clavados en sus paredes. De vez en cuando nos daban algo de agua y una comida
horrible, que el primer día no comí, pero que después ansiaba su llegada.
Algunos, unos cuantos, murieron en aquella caverna y cuando el hedor era
insoportable, nuestros captores se los llevaban y no volvíamos a saber de
ellos, aunque el chapoteo que oíamos a continuación, nos indicaba cual era su
destino.
Cuando ya
pensábamos que íbamos a morir todos en aquella cueva, vinieron varias cochinas
preñadas y nos sacaron ciegos a la luz del día. La gran choza estaba parada a
la entrada de un poblado enorme, moradas y moradas de todos los tamaños y
formas llenaban aquel valle. Nos bajaron, nos volvieron a formar como el collar
de semillas de drago y nos condujeron hasta un gran llano en el centro de aquel
territorio.
Enseguida, aquella llanada,
se llenó de gentes con absurdas vestiduras de todo tipo de colores. Se paseaban
entre nosotros, observándonos detenidamente y palpando nuestros cuerpos. Un
hombre de cabellera blanca y una mujer con la cara tan pálida como no había
visto nunca, se acercaron hasta mí, me manosearon y hasta miraron en el
interior de mi boca. El hombre y la cochina preñada comenzaron hablar y
gritarse en su extraña lengua, realizaban fuertes ademanes con sus brazos,
pensé que iban a fajarse. Al final, el cabellera blanca entregó un pequeñito
zurrón a la cochina preñada y éste me desató del collar.
Cabellera blanca y
Cara pálida me apartaron de los míos y me subieron a una pequeña choza de
madera, que andaba arrastrada por un animal más grande que 2 cabras juntas. Me
llevaron a su morada, una cueva grande con muchas más cuevas pequeñas en su
interior. Me entraron a una de ellas, donde tenían a un hombre clavado en alto
sobre dos palos y me acercaron hasta una pequeña charca que había sobre una
piedra. Allí, otra cochina preñada, toda vestida de negro, me inclinó la cabeza
y con una gran lapa, vertió agua sobre mi frente. Luego, tomándome por la
barbilla, me miró a los ojos y habló delante de todos, “Siendo hoy, día del
Señor, 28 de mayo, te llamaremos Germán”.
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