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artemi garcia

XXI
Septiembre de 1804
Las Rayadas


- La primera vez que yo anduviera este trillo, Don Domingo — se paró Gonzalo Soldado para comentar con el curita de San Amaro — fue pa embarcarme pa La Habana. Sí señó, como decía papá, yo era un zagalote con la cabeza llena pájaros.
- Pues yo, Don Gonzalo, como me ha enseñado a decir el bueno de mi Mario: con otra vez que pase, ya serán dos — se paró también Don Domingo y se rió de su ocurrencia — Aunque me lo imaginaba largo y duro de andar, eso por supuesto, la verdad, no me esperaba estas tremendas cuestas tan empinadas, no sé para que hemos traido estas monturas si casi todo el camino lo hemos hecho a pie.
- Ende que llegaramos a Los Andenes, podremos hacé el resto subíos las bestias. No se apresure usté y cójalo con calma. Amás...
- Se lo pido por favor, Don Gonzalo, no me suelte esa dichosa frase que siempre tienen todos ustedes en la boca, ¿Cuál es el apuro?, ¿Cuál es el apuro? Pues el apuro es que el barco que zarpa para Gran Canaria sale mañana, y si no llegamos a tiempo, no creo que el señor capitán vaya a esperar por mí.
- Vamos sobrao tiempo, Don Domingo, a más tardá, al oscurecé estamos en La Ciudá. Amás, fijese usté que calmo está el tiempo, y eso que ya estamos a finales de setiembre, que suele sé tiempo de revolturas y brumeros. Hasta esa suerte hemos tenío. Ya verá usté, ahorita cuando llegemos a Los Andenes y asome usté a la orilla La Caldera, como se le quita el apuro. Lo que usté va vé, pa explicarme yo que usté me entienda, es digno del Señó.
Don Domingo solo pudo perdonarle y sonreírse ante la descripción de su amigo. Desde que anunció que en su viaje hacia Gran Canaria tomaría el camino de Los Andenes, todo el mundo le hablaba de las maravillas que iba a contemplar. Él ya había contemplado La Caldera desde los riscos de El Time y había quedado gratamente impresionado, pero ahora todos le aseguraban, que la visión desde Los Andenes no tenía comparación. Carmela, la mujer de Mario, le había contado que la primera vez que subió era una niña de apenas siete u ocho años, que la había llevado su padre a recoger una manada de cabras que tenía en la cumbre. Cuando se asomó al veril, le contaba ella, casi se desmaya del susto que se llevó.
- Fuerte juro, Don Domingo — le aseguraba Carmela — Allí mete usté toa Puntagorda, con casas y tierras y tos los vecinos y apurao cubre el fondo.
Unas semanas atrás, había decidido viajar a Las Palmas para solicitar la ayuda económica de su obispo y poder emprender la tarea que se había propuesto. Pese a los intentos de disuasión por parte de su sacristán, que le advirtió de los problemas que tendría con los hacendados, de las trabas y las denuncias que le interpondrían, decidió seguir adelante con su proyecto, ya que estaba seguro que había sido inspirado desde los cielos por el propio San Amaro.
Lo primero que hizo fue pedir a su buen amigo Gonzalo Soldado que lo acompañase a Las Rayadas para tratar con Faustino Montero sobre la rescisión del arrendamiento de Los Cercados. Cuando le explicó a su amigo el proyecto que tenía en mente, el indiano primero arrugó el beso pero luego le sonrío.
- Bien güena se va armá. Con mucho gusto voyle acompañá, ésta no me la pierdo yo ni por tos los tesoros hundíos en los viajes de La Habana.
Don Domingo ya comenzaba a tener cierta desenvoltura montando la mula que le había comprado el indiano. Era un animal de color pardo oscuro y bastante dócil. Según le contó su amigo, tendría unos diez años y se la había tratado a un arriero de Los Sauces que solía venir a comprar vino de estraperlo en las pequeñas bodegas de la comarca.
- No irá usted a comprometerme haciendo tratos con un hombre que actúa fuera de la ley — se asustó el curita de San Amaro.
- La bestia no debe culpa los negocios del amo. Amás, si la llaman atestiguá, la mula no dice ni mú — ironizó Gonzalo Soldado.
También le contó que el saucero la llamaba Claudina porque le recordaba a una moza con la que había tenido amoríos en unos años que pasó en La Habana. Don Domingo se escandalizó con semejantes argumentos e inmediatamente decidió cambiarle el nombre. De ninguna de las maneras pensaba continuar con esa herejía, pero por más que le buscó otros nombres menos blasfemos al animal, ésta solo obedecía sus órdenes cuando la llamaba Claudina y muy a pesar suyo tuvo que seguir llamándola así. Al indiano le hizó prometer que no contaría a nadie la historia del nombre y a los que le preguntaban el porqué de aquel nombre, se las ingeniaba con un discurso interminable sobre la familia Claudia del imperio romano, que nadie entendía pero al que todo el mundo asentía, sabedores de las rarezas del curita.
- As que los curas son gente estudiá y el curita San Amaro de los más — lo disculpaban los que oían el cuento.
Después de remontar la montaña de Garome y tomar el camino de Las Indias, cuando ya se acercaban a Las Rayadas, se encontraron con el Montero, no podía ser otro, atravesado en medio del camino y que parecía estar esperándolos. Don Domingo se alegró de haber pedido a su amigo Gonzalo Soldado que lo acompañese, ya que la descripción de su sacristán no se había quedado corta. Aquel hombre era en verdad un gigante y además su rostro, con aquellas barbas, atemorizó tanto al curita de San Amaro que frenó en seco a Claudina y no se atrevió a dar un paso más.
- ¿Cómo se anda hombre? — se adelantó y salió a su rescate Gonzalo Soldado, saludando amistosamente al Montero.
Faustino Montero ni respondió ni se inmutó. Apoyado en su lanza, continuó anclado en el camino, con su mirada fija en el cura y obviando totalmente al garafiano.
Don Domingo, aunque no las tenía todas consigo, se apeó de Claudina y tomándola de las riendas se fue acercando hasta la colosal figura del Montero que parecía una estatua sembrada en el camino.
- Buenos días tenga usted, caballero. Mi nombre es Domingo José García de Los Palacios y soy el párroco de San Amaro — se presentó con voz clara y esperando que no se notara su aprensión — Este caballero que me acompaña es el señor Don Gonzalo Brito y veníamos buscando a Faustino Montero.
- Pos aquí lo tiene — de la efigie tan solo se movieron los labios.
Don Domingo estaba acostumbrado a que los campesinos se acercaran hasta él, se arrodillaran y besaran su mano. La conducta de este hombre, por muy grande que fuera, le pareció una falta de respeto muy grave. Él era el representate de La Santa Madre Iglesia en aquellas tierras y no estaba dispuesto a aceptar este comportamiento. Se armó de valor, entregó las riendas de su mula a Gonzalo Soldado y se aproximó hasta el coloso ofreciéndole su mano derecha. Cuando estuvo a su altura, tuvo que levantar la cabeza al cielo para poder encontrar sus ojos, e incluso, sin darse cuenta, se puso de puntillas para no parecer tan bajo.
El Montero le sostuvo la mirada desde arriba durante unos segundos que le parecieron eternos pero al final se inclinó y tomó su mano.
- Su bendición, Padre.
- Tienes mi bendición, hijo mío — se relajó Don Domingo y prosiguió envalentonado — Llevo ya bastante tiempo en San Amaro y no recuerdo haberte visto nunca en misa.
El hombretón se volvió a incorporar de nuevo y a presentar la misma figura pétrea en medio del camino.
- Tengo a mamá enferma.
Aunque Don Domingo no notó ni un ápice de disculpas en la respuesta del Montero, decidió dejarlo estar y preocuparse por la salud de su madre.
- Cuanto lamento la enfermedad de vuestra madre. Nadie me había dicho nada, pero ya que estamos aquí, me encantaría conocerla y rezar junto a ella por su salud. Seguro estoy que El Señor oirá nuestras plegarias.
- Usté no ha venío a ná deso – fue la respuesta del jayán que proseguía encastillado en la misma postura.
A Don Domingo lo dejó noqueado aquella respuesta pero enseguida recordó donde estaba viviendo y que aquí nadie guardaba un secreto. Mario, o más bien su mujer, se habían ido de la lengua. Carmela, esa mujer no sabía tener la boca cerrada. Seguro que le había sonsacado al bueno de Mario la conversación que habían tenido y rápidamente la esparció a los cuatro vientos.
- Pos sí sabe a que hemos venío, yastá usté enterao – de nuevo salió Gonzalo Soldado en la ayuda del cura, que se había quedado callado como un pasmarote – Vámonos Don Domingo, quel recao yastá dao.
El hercúleo Montero seguía con la mirada fija en Don Domingo. No parecía haber oído la respuesta de Gonzalo Soldado, pero el cura, al que le quedaba a la altura de sus ojos la manaza con que sujetaba la lanza, observó atemorizado como se le crispaban y blanqueaban los nudillos y escrutando sus ojos comprobó como se reducían hasta una mínima línea que brillaban como centellas en aquel barbudo rostro.
Don Domingo, sin poder evitarlo, dio un paso atrás y recordando el cuento de su sacristán, le entraron ganas de echarse a correr. Se imaginó, que de un momento a otro, se vería ensartado por la lanza de aquel titán y en su interior comenzó a rezar una plegaria y a despedirse de sus seres queridos.
- ¿Cuál es el apuro? Se pué hablá y jacé algún negocio – se relajó de pronto El Montero y ofreciendo una cínica sonrisa de dientes quebrados y ennegrecidos, desclavó su lanza del suelo y se apoyó indolentemente en la pared del camino.
Don Domingo elevó su mirada al cielo y agradeció al Señor por haber oído su plegaria y se prometió a sí mismo que nunca más se enfadaría cuando oyese la tan resabida sentencia de “¿Cuál es el apuro?” Él también esbozó una sonrisa y con un gesto de su mano frenó la respuesta que ya preparaba su amigo Gonzalo Soldado.
- No sabe usted cuanto me alegro de su oferta – se congratuló Don Domingo volviendo a recobrar el color que había perdido – Segurísimo estaba que me hallaba ante un buen hombre, cristiano y de buena fe. Y como usted mismo ha dicho, ¿Cuál es el apuro? Por lo tanto, deje que me reitere en mi anterior voto. Vayamos a saludar a su señora madre y a interesarnos por su salud y si no es pedir mucho, también le agradecería eternamente un vaso de agua, ya que el camino andado hasta aquí me ha dado mucha sed.
- El agua el tanque tea está medio embodriá, pa quitá las sedes, mejó un goto vino – les dio la espalda El Montero y echó a andar por el trillo que conducía hasta su casa.
Tras sobrepasar un espeso pinar donde las jaras y los codesos crecían salvajemente, Las Rayadas se presentaron ante los viajeros como un lomo ancho y abierto que derramaba sus tierras hacia el imponente barranco de Garome. Aún se observaban las tronconeras de la multitud de pinos que habían sido tumbados a fuerza de hacha para ganarle terrenos de labranza al pinar. Las laderas del lomo estaban escalonadas por numerosas terrazas, largas y estrechas y sembradas de viña, que en esta época del año mostraba sus racimos de uva ya bastantes maduros y esperando para ser recogidos. Arriba, en el llano, sobre tres grandes terrazas, destacaban las siluetas de varias higueras y en sus alrededores pastaba el ganado los restos de paja de la cosecha de cereales.
En la parte baja de estas terrazas, destacaba un enorme y frondoso castaño y a su vera, unos edificios de paredes de piedra y tejado colmo de pajón, abrían sus puertas al sol del oeste. Hacia allí condujo El Montero a sus visitantes y hasta que no entró en su patio, no les dirigió la palabra.
- Mamá está dentro – invitó al curita de San Amaro a entrar ante una de las puertas, mientras él se dirigía hacia otra.
Don Domingo se asomó a la puerta y tuvo que esperar unos instantes para que su vista penetrara aquella oscuridad. No había ventana alguna por donde entrase la luz del exterior y tuvo que dar un paso a un lado para que se colara la poca que entraba por la puerta. Según se fueron apartando las penumbras, comenzó a discernir el interior de aquella estancia. De las paredes sobresalían grandes clavos donde colgaban distintos corotos, sacos de arpillera, serecas y barquillas de diferentes tamaños, lebrillos y ramos de hierbas secas y en la pared del fondo, el curita contempló la burda talla de un crucifijo. Debajo de éste, sobre un jergón de paja dispuesto sobre el suelo de tierra apisonada, destacaba un pequeño bulto envuelto en frazadas. Don Domingo se fue acercando lentamente hasta aquella postrada figura, donde tan solo distinguió un rostro tan arrugado que no fue capaz de precisar su edad. Además, tenía los ojos cerrados y apenas le quedaban cabellos en la cabeza.
De pronto tuvo un presentimiento y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Mientras se acercaba, más lentamente aún si cabe, hacia aquel cuerpo inerte, comenzó a percibir un olor como si hubiese algo podrido. Temblando se agachó y acercó su oído hasta el rictus que dibujaba su boca, esperando oir su respiración.
Cuando ya estaba seguro de encontrarse ante un cadáver, de aquel rostro correoso se abrieron unos ojos en blanco y una maldición brotó de sus labios.
- ¡Arderás en el infierno!
- ¡Madre de Dios Bendito! – gritó Don Domingo mientras se caía hacia atrás y quedaba sentado en el suelo.
Totalmente asustado y enajenado, se levantó como pudo y salió corriendo de aquella habitación. Fuera lo esperaban su amigo Gonzalo y El Montero, los dos pendientes porque habían oído sus gritos. El Montero portaba en sus manos un barrilito de vino y Don Domingo se lo arrancó de sus manos y bebió ávidamente, tiritando y derramando el vino sobre su sotana.
- ¡Epa! Afloje con el vino, Don Domingo – le aconsejó bromista Gonzalo Soldado – que aluego se le aflojan las cinchas y no me se aguanta sobre la Claudina.
- ¿Mamá está bien? – preguntó serio El Montero.
- Si lo que usted me pregunta – le contestó el cura, todavía agitado e intentando sacudirse la sotana – es si vuestra señora madre sigue con vida, sí, mi respuesta es sí, aunque yo no…
- Pos no va está viva – lo interrumpió El Montero sorprendido – Mismito esta mañana se levantó, que la oyera yo tarequiando pahí dentro.
Don Domingo no podía, ni quería, imaginarse aquel engendro de pie y caminando. También estaba seguro que no volvería a entrar a ese cuarto, que El Señor, en su infinita misericordia, lo perdonase. Ya en San Amaro rezaría por la salud de La Montera, pero por hoy, ya tenía bastantes sustos en el cuerpo y en su alma.
- Bueno, Don Faustino, hablemos del asunto que nos trajo hasta aquí – cambió radicalmente de tema y fue directamente al grano, ya que ahora sí que tenía apuro y quería dejar zanjado cuanto antes la recesión del contrato de arrendamiento de Los Cercados y marchar de aquel lugar.
- Más de cinco inviernos llevara yo metiendo el ganao en Los Cercaos, y nunca ha dejao de pagá ni el diezmo ni el arriendo – le informó El Montero, erguido en toda su estatura y con la lanza de nuevo en la mano.
- De eso estoy seguro – continuo conciliador Don Domingo, mientras se iba serenando – He visto los libros de cuentas de la Iglesia y he comprobado que usted ha satisfecho religiosamente todos los años, las cuantías del arrendamiento. En ningún modo, es mi propósito al venir aquí, reclamarle deuda alguna. Por lo tanto, sobre ese asunto, debe usted tranquilizarse y no preocuparse en absoluto. Sin embargo, cierto es y debe usted admitirlo, que haber pagado todos estos años el arrendamiento, no le da a usted ningún derecho sobre Los Cercados. Estas tierras son propiedad de la iglesia y siempre lo serán, y en su albedrío está, a quien, por los días de San Martín, decide arrendarlas.
- ¿Y a quién le va dá el arriendo? ¿A este singuango? – señaló con desprecio El Montero a Gonzalo Soldado.
Don Domingo y su amigo cruzaron la mirada, acababan de comprobar que al Montero no le había llegado el cuento completo. Nada sabía de las intenciones que el curita de San Amaro tenía para poner en producción Los Cercados y aliviar el hambre de los más desfavorecidos. Don Domingo, aunque no las tenía todas consigo, decidió jugar esa baza. Pese a los cuentos de su sacristán, aquel gigante era miembro de su parroquia y su deber era devolverlo y acogerlo en su rebaño.
Don Domingo tomó asiento sobre una piedra y comenzó a relatarle los pormenores de su proyecto al Montero. Se sinceró y prácticamente se confesó ante aquel coloso. Le habló de la escasez y del hambre que sufrían muchas familias del pueblo, le contó de las injusticias y los desmanes, que él había visto con sus propios ojos, que cometían algunos de los hacendados. Intentó hacerle comprender la urgencia y le describió el futuro que esperanzaba. Vertió todo lo que llevaba dentro y con las lágrimas surcando su rostro, le narró el sueño que San Amaro le había ofrecido y le pidió su comprensión y también, por supuesto, su colaboración.
Faustino Montero hacía ya rato, mientras aquel cura se explayaba, que había aflojado su postura y agachado la cabeza. Nadie, en toda su vida, le había hablado así. Cuando Don Domingo acabó su relato, El Montero apoyó su lanza en la pared de la casa y arrastrando los pies se acercó hasta él. Se sacó la montera, se arrodilló y volvió a besar su mano.
- Diérame su bendición, Don Domingo – fue su manera de expresar lo que sentía.
- Siempre tendrás mi bendición, hijo mío – le aseguró Don Domingo volviendo a levantarse.
- Con dos yuntas de casa, un servidó le labra las tierras Los Cercaos – se ofreció El Montero, pero arrugando entre sus manos la montera le espetó – Pero, ¿A dónde metó yo el ganao este invierno?
Don Domingo traía preparada la respuesta.
- Sobre La Asomadita, también tiene San Amaro un pedazo de tierra. No es tan grande como Los Cercados, pero estoy seguro que le servirá.
- Aquello no tié más que jaras y pinos – comenzó a protestar el gigante.
- Y un hombre, fuerte y ducho con el hacha como usted, es lo que necesita – le sonrío el curita de San Amaro, sabedor que se había ganado aquella oveja descarriada para su rebaño.
En el camino de regreso, Gonzalo Soldado se lo pasó celebrando la hazaña que Don Domingo había logrado.
- Cuando le cuente a Mario Sacristán como El Montero terminara comiendo de su mano y mansito como un cordero, no se lo va creé. Y cuando le diga que va tené que trabajá conél, se va a cagá por las patas pabajo – festejaba el indiano.
Mientras, Don Domingo, al que se le iba evaporando el sopor del vino, no prestaba atención a las palabras de su amigo y tan solo oía retumbar en su cabeza, la frase que pronunció La Montera.
- ¡Arderás en el infierno!
Continuará

1 comentario:

Anónimo dijo...

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