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artemi garcia


XXII
Octubre de 1804
Ciudad de Las Palmas
De Gran Canaria



   El secretario del obispo pasó a su lado varias veces. Don Domingo estaba seguro que lo había reconocido, pero el hombre de confianza del prelado, cargado de legajos, siempre pasaba de largo, entrando y saliendo de las estancias contiguas a la sala de espera, donde el curita de San Amaro esperaba ser recibido en audiencia por Don Manuel Verdugo Itiburría, Obispo de la Archidiócesis de Canarias.
   El salón de recepciones, una sala de planta rectangular, tenía sus paredes pintadas de color púrpura y de éstas colgaban varios retratos de Pontífices y de Obispos, donde destacaba en todo su esplendor el retrato de Don Manuel, que decían, fue pintado por el propio Don Francisco Goya. Bien recordaba Don Domingo el día que lo llevaron con todos sus compañeros del Seminario a ver el óleo pincelado por el famoso pintor de La Corte.
   - Dicen que el Obispo pagó cuatro mil pesos por ese retrato – recordó el curita que dijo alguien.
   También recordó como se sintió embaucado por el retrato, como comparó su sayal de seminarista con las ricas vestiduras del Obispo, cárdenas sedas y blancos encajes. En el anillo de su diestra brillaba el oro y el joven seminarista se imaginó que tal vez, algún día, por qué no, él lo portaría.
   Decían que el cuadro fue pintado del natural, en los años que Don Manuel frecuentó La Corte. Después de sus estudios en Valencia, el ahora Obispo de Canarias, había residido en Madrid y seguro que había conocido y tratado al propio Rey Carlos IV y a toda su familia y a duques y marqueses y a todo tipo de personajes de la Alta Realenga. Para el joven Don Domingo, Su Excelencia el Señor Obispo, no solo era su superior a quien debía ciega obediencia, era el espejo en que se miraba, era el hombre en quien anhelaba convertirse cuando se apagaban las luces y soñaba en el duro y angosto camastro del dormitorio común.
   Contemplando ahora el cuadro, intentó imaginarse cuantas obras podría llevar a cabo en su parroquia con aquellos cuatro mil pesos. ¿Qué había pasado? ¿Qué fue de aquellos delirios de grandeza con los que soñaba en el seminario? ¿Qué poder de persuasión tenía San Amaro para derribar todos sus castillos y abrirle los ojos a la cruenta realidad de las injusticias, del hambre, de la vida?
                                                                                                                             
   Apartó la vista del cuadro del Obispo para dirigir su mirada hacia la pared más lejana de aquella estancia donde resaltaba un gran óleo de San Pedro, y a sus pies, una talla de La Virgen y El Niño en madera policromada.
   Como siempre, la figura de La Madre del Señor, enseguida le evocó la imagen de la bella Irene. Aunque se encontraba ahora a leguas de distancia y separado por el mar océano, el dulce rostro de la hija de Mercedes La Antigua, compareció ante él para atormentar la carne y reavivar el fuego de la sinrazón.
   Pero también consiguió abrirse paso la añoranza, tan solo llevaba dos días fuera de Puntagorda y ya anhelaba el regreso. El día que partió de San Amaro con su amigo Gonzalo Brito, fueron varios los que vinieron a despedirlo. Su sacristán Mario Batista los acompañó hasta El Pino de La Virgen brindándole mil recomendaciones sobre el camino de la cumbre y Carmela, su mujer, le quiso obsequiar con unos bollos de helecho recién tostados, que Don Domingo declinó, no solo porque no le gustasen, sino porque sabía a ciencia cierta que era lo único que tenía para dar de comer a su familia ese día.
   La Antigua, le colgó del cuello un saquito que desprendía un olor a hierbas y a menta.
   - Pa cuando estuviere usté en alta mar y por si usté mariara. Meta usté adentro la yema el deo corazón y se prisina la frente tres veces seguías, a la misma que reza usté un padrienuestro questá en los cielos. Santo remedio pa asujetá al astógamo quieto parao.
   La imagen de la joven Irene, sonriendo y poniendo cara de incrédula ante los consejos de su madre, le acompañó durante todo el viaje, sobre todo en la noche que pasó en el barco que lo llevaba a Las Palmas de Gran Canaria, su ciudad natal.
   Llevaba menos de un año fuera pero pronto se sintió extranjero en la ciudad. Las calles pavimentadas, la monumental Plaza de Santa Ana y su Catedral, el suntuoso palacio del Obispo, todo aquel bullicio urbano, ahora lo descolocaba. No es que lo detestara pero ya no se sentía cómodo ante tanto ajetreo. Nada más bajar del barco en la caleta de San Telmo y encaminar sus pasos hacia el barrio de Triana, lo hicieron sentirse extraño en aquella ciudad que lo vió nacer, donde se crió y vivió su infancia y su juventud.
  
   El secretario del Obispo volvió a pasar de nuevo a su lado, y de nuevo siguió de largo sin dedicarle siquiera una mirada pero consiguió devolverlo a la realidad por unos segundos, para descubrir, en la esquina más cercana de donde esperaba sentado, unas esculturas, atribuidas a Salcillo se enteraría después, que representaban un pasaje de La Flagelación del Señor en su Vía Crucis, en su camino hacia La Cruz para redimirnos a todos de nuestros pecados. Así se había sentido él, azotado, cargado de cadenas y enviado a galeras, el día que su querido Obispo le había hablado por primera vez de Puntagorda. Y en cambio, ahora, regresaba nuevamente a ese despacho no para solicitar la conmutación de su condena ni para suplicar la indulgencia, volvía con el corazón henchido y el alma dichosa, para pedir caridad para los suyos. Sí, para los suyos, para su parroquia del Bendito San Amaro, para aquel pequeño pueblo en las orillas del fin del mundo que tanto amaba.
  
   El secretario volvió a pasar de nuevo, pero esta vez Don Domingo se incorporó y se plantó ante él.
  - Soy Domingo García de Los Palacios, párroco y Beneficiado de la parroquia de San Amaro – le habló con todo el empuje del Hambre y las miserias que había visto en su pueblo – Llevo aquí toda la mañana esperando ser recibido por el Señor Obispo.
   - Su Excelencia es un hombre muy ocupado – se aprovechó el secretario de la baja estatura de Don Domingo para mirarlo con desdén y de arriba abajo – Seréis recibido cuando el Señor Obispo encuentre un hueco en su agenda. Ahora os pido que volváis a sentaros y tengáis paciencia.
   Don Domingo no se movió un ápice de su sitio y sin querer se acordó del gigantesco Faustino Montero, lo que le dio más fuerzas aún.
   - Quiero que os acerquéis a la puerta del Obispo y me anunciéis. No será necesaria ninguna pompa ni oropel alguno, tan solo le comunicaréis que el curita de San Amaro se encuentra aquí.
   - Pero quién os creéis que sois…
   - O hacéis lo que os he dicho, o os apartaré a un lado y entraré por mi cuenta – comenzó Don Domingo a alzar la voz y a empujar al secretario.
   - ¿Qué gritería es ésta? – compareció Don Manuel en la puerta de su despacho - ¿Quién osa alborotar de estas maneras en un lugar sagrado?
   - Soy yo, Padre Mío – corrió Don Domingo hacia su benefactor y se arrodilló ante él para besar su anillo.
   - ¿Domingo? ¿Eres tú, hijo mío? ¿Desde cuando estáis aquí? ¿Por qué no me lo habéis hecho saber? – se dirigió a su secretario.
   - Yo no sabía... - intentó disculparse el secretario.
   - Dejadnos, volved a vuestras ocupaciones. Pasad, hijo mío, pasad – abrió la puerta Don Manuel y tomó de la mano a su acólito - ¿Como no me habéis avisado de vuestra venida? ¿Cuándo habéis llegado?
   - He llegado esta mañana y he venido directamente hasta aquí.
   - Dejad que os mire – se apartó el Obispo a un lado para contemplarlo – Siempre fuisteis delgado, pero ahora lo estáis más aún. Y ya a vuestra edad comenzáis a vestir canas. ¿A dónde os envíe, hijo mío?
   Mientras el Obispo lo escrutaba, Don Domingo paseó su mirada por el despacho, todo seguía igual. Detrás de Don Manuel, el lienzo que representaba a la Sagrada Familia y en el fondo, bajo rico dosel de terciopelo escarlata, las tres gradas donde destacaba el trono episcopal y el cojín de seda bordado con ramos de oro a modo de escabel. Frente a éste, el balcón que asomaba a la plaza de Santa Ana, desde el cual el Obispo daba la bendición al pueblo. En la mesa, una suntuosa mesa de roble lacado y con sus patas finamente talladas, el curita de San Amaro se acordó de su burdo cajón de madera, destacaba brillante el abrecartas de plata con el que el obispo le “inseminó” la semilla de la viruela.
   - Cuando subistéis al barco en Tenerife – siguió el Obispo escrutándolo – me despedí de un doncel impúber y ahora me parece encontrarme ante un hombre experimentado. No debe hacer un año que abandonasteis el seminario y ahora, os presentáis ante nos como un hidalgo que ha luchado mil batallas. Por Dios, hijo mío, solo os envie a la vecina isla de La Palma pero aparentáis haber dado la vuelta al mundo. Venid y sentaos. Contadme, ¿Dónde habéis estado?
   Don Domingo no pudo menos que sonreir ante la descripción que realizaba el Obispo de su persona. Se acercó y se sentó sobre un mullido sillón labrado. Sí, era cierto, había dado la vuelta al mundo, pero no a este mundo físico que se mide con varas y días, con tiempos y distancias, había dado la vuelta al mundo pero del revés, lo había desnudado de hipocresías y falacias, había tijereteado sus ropajes de cenefas y carmín y lo había descalzado de sus botines de gamusina y tafetán.
   - En Tierra Santa, Padre mío – contestó, sintiéndose inspirado por el propio San Amaro.
   El Obispo solo pudo sonreir ante la respuesta de su discípulo.
   - Por vuestra contesta, entiendo que habéis emprendido una cruzada personal. Pero recuerdo haberos enviado a una parroquia cristiana, donde no creo que hallaráis ni herejes ni sarracenos.
   - Creo que ni los unos ni los otros, Su Excelencia – sonrío Don Domingo – Todo lo contrario, solo he encontrado buenos cristianos, temerosos de Dios y ávidos de su infinita misericordia. Pero para mi cruzada, como Vuestra Excelencia dice, no solo me bastan como armas la palabra del Señor y las doctrinas de la Santa Madre Iglesia, también necesito lanzas y ballestas para combatir el hambre y escudos y espadas para paliar las miserias y las mezquindades que sufren estas pobres gentes. Por eso me he atrevido a visitaros en…
   - Esperad, hijo mío, esperad – lo interrumpió el Obispo con un gesto de la mano y un toque de ironía en la voz – Creo que os habéis equivocado de Palacio y hasta de isla. Tendríais que haberos dirigiros al Castillo de San Cristóbal en Santa Cruz de Tenerife, para recabar todo ese armamento. Os recuerdo que ahora os encontráis en Gran Canaria y en el Palacio Epíscopal, un lugar sagrado y de paz.
   Don Domingo se encontraba enormemente cansado del viaje y de la larga espera en el salón de audiencias y no le hizo gracia alguna como se tomo el Obispo su símil, que por supuesto había entendido perfectamente. Cuando él comenzaba a abrir su alma, Don Manuel se tomaba a la ligera sus palabras y hacía gala del sarcasmo para mofarse de él.
   No obstante, estaba hablando con la máxima representación de La Santa Madre Iglesia en Canarias, a la cual había hecho votos de sumisión y obediencia y no pensaba incumplirlos. Entonces se percató de donde se encontraba. Estaba en un palacio, ante un hombre que había vivido en La Corte y vestía ropajes de seda y mostraba suntuosas joyas. Se fijó en su oropenda figura y le recordó a algún que otro sacerdote que había conocido en La Palma.
   Había perdido bastante la práctica en este tipo de diálogos cortesanos. En San Amaro, las conversaciones giraban sobre el tiempo y las cosechas y solían ser sencillas y directas, aunque, tuvo que reconocer Don Domingo, algo pesadas cuando iban aderezadas con algún que otro cuento.
   Recordó que en el Seminario era afamado por sus profesores por su ingeniosa oratoria. Eran pocos los compañeros de estudio que se atrevían a retarlo en los debates teológicos o en controversias místicas, que tanto fomentaban sus tutores en las áulas. Pese a su cansancio, decidió seguir el juego a su Obispo y proseguir con el símil armamentístico pero dándole ese toque palatino que requería la ocasión.
   - Perdonadme Vuestra Excelencia, pero – comenzó con mucho tiento – ¿Acaso insinuáis, que esta isla de realengo señorial que es la Gran Canaria, se encuentra indefensa, vacíos sus arsenales, desiertas sus torres y sus castillos, desprotegida de las incursiones piratas y berbériscas, expuesta a las arribadas de los corsarios ingleses o de los vándalos franceses?
   - Touché, mi queridísimo Domingo – admitió el Obispo inclinando la cabeza y utilizando el vocabulario francés que tan usado y tan de moda estaba en La Corte – Compruebo con sumo placer que no habéis perdido vuestra retórica, pero tened cuidado con vuestras palabras y no olvidéis con quien estáis hablando. Pero contestando a vuestra insolencia, perdonada por esta vez, os puedo asegurar que, aunque no esté en nuestras manos directas la Defensa militar de Gran Canaria, nuestra isla está totalmente preparada para repeler cualquier ataque, ya sea del bucanero británico, del malandrín galo o del mismísimo turco. No obstante, os he remitido a la vecina y querida isla de Tenerife, por que es allí donde, no me preguntéis el motivo porque lo desconozco, o más bien, no lo quiero conocer, se encuentra la Comandancia Militar de Canarias, o acaso no recordáis que conocisteis en persona al mismísimo Mariscal de Campo Don Fernando Cagigal de la Vega.  
   - Perdonad mis palabras, Vuestra Excelencia – claudicó el curita de San Amaro, pudo más el cansancio que la soberbia y se arrodilló a los pies del Obispo – Solo estoy aquí para pedir toda la ayuda posible para mitigar el hambre y las miserias que veo sufrir a diario a mis parroquianos, que la mayoría de los días no tienen otra cosa que echarse a la boca que unos bollos tostados de raíces de helechos, y os aseguro, por que los he probado, que hay que tener muchísima hambre para comerlos, es más, el nombre popular que le dan es “bollos extreme”, así que podéis imaginároslo. En San Amaro, nuestra Santa Madre Iglesia poseé varios cahices de tierra fértil que, o están abandonados o solo se usan como potreros para apacentar ganado. Tengo la intención, con vuestro permiso y vuestra ayuda, de trocarlos en terrenos productivos, de labrarlos y convertirlos en tierras de pan sembrar.  
   El Señor Obispo arrugó el beso y asintió con la cabeza, ofertándole a continuar. Don Domingo, ante la aprobación de su mentor, decidió proseguir con los pormenores de su empresa de caridad. Le describió, con todo lujo de detalle, las obras que pensaba acometer en la finca conocida como “Los Cercados del Cura”.
   - Primero, comenzaremos restaurando las paredes de piedra que el ganado, a lo largo de los años, ha ido desbaratando. Nuestra propiedad, unos quince cahices, está dispuesta de continuas terrazas escalonadas, todas ellas mirando hacia el poniente. En el albor de los tiempos, se comunicaban por todo un entrecijo de caminos, aún se puede adivinar alguno, pero el ganado, como le digo a Vuestra Ilustrísima, lo ha ido perjudicando todo, paciendo a su voluntad y libre albedrío, sin que ninguno de los sucesivos arrendatarios haya hecho nada por remediarlo. “Así estuviera cuando yo la recibiera”, es la contesta que te dan cuando intentas recriminárselo.
   Después roturaremos el terreno, arrancando toda la matojera, sobre todo la multiud de tabaibas amargas, higuerillas las nombran allí, que festonean a lo largo y ancho de todas las huertas, no ve Vuestra Ilustrísima, que no son del agrado del ganado que les hace asco y se reproducen a mansalva, pero son buenas de desquiciar, porque tan solo con cortarlas ya no vuelven a reventar. Otra cosa son las vinagreras, los cornicales y los espineros. Estos sí que hay que arrancarlos de raíz, porque con solo cortarlos, es como quien les da una poda, ya que vuelven a brotar con más fuerza aún si cabe. Luego están los pinos, esa es otra, que los ves nacer hoy y mañana ya te dan sombra. Cosas mías serán, y que no me oiga La Santa Inquisición, que seguro me acusan de herejía, pero creo yo, que El Señor, en su infinita sabiduría, cuando concibió la idea de crear esta Isla de La Palma, no tuvo otra pretensión que la de dar cobijo y licencia a este árbol milenario. Si no es por el continuo esfuerzo de sus habitantes, La Palma es un bosque de pinos, de norte a sur y de este a oeste, hasta en los cráteres de los cientos de volcanes que pululan por la isla, según se apagan, lo primero que nace son pinos.
   - Tranquilizaos, por favor, Domingo, hijo mío, ¿Os estáis oyendo? – lo interrumpió Don Manuel a punto de estallar en carcajadas – Os lo pido por favor, es más, os lo ordeno. A lo largo de mi vida he tenido la suerte, o tal vez la desgracia, de conocer algún que otro palmero con ese acento tan peculiar suyo. Y aquí estáis vos para recordárnoslo. ¿No lo habéis notado? Parecéis más un juglar canturreando romances que un fiel servidor de Nuestra Santa Madre Iglesia. Y todo ese galimatías herbario que me relatáis, os estáis yendo por las ramas, nunca mejor dicho. Vinagreras decís. Nos, por vinagreras, solo conocemos esas pequeñas vasijas destinadas a contener el vinagre para aderezar algún que otro plato. Y a la Santa Inquisición, no la nombréis tan a la ligera, mejor aún, no la nombréis de ninguna de las maneras, siempre han tenido ojos y oídos en todas partes.
   El rostro de Don Domingo fue aumentando de rojo a escarlata según el obispo se iba mofando de él. No sabía que contestar, Don Manuel tenía toda la razón, llevaba menos de un año en San Amaro y una de las cosas que más repudiaba se le había contagiado. En vez de enumerar suscinta y educadamente las necesidades de su parroquia, se había puesto a narrar un cuento lleno de quiebros y anécdotas que no venían al caso, al puro estilo de su fiel Mario Sacristán o de su amigo Don Gonzalo o de cualquier otro vecino de Puntagorda. No obstante, se reconoció Don Domingo mientras recuperaba el semblante, esto le alegraba el alma, se estaba convirtiendo, sin darse cuenta, en un puntagordero más, le estaba cogiendo el “jeito”. Aunque, eso sí, no pensaba contarle a nadie, cuando volviese a San Amaro, la tamaña humillación que había recibido del Señor Obispo.
  - No os afrentéis, hijo mío – se acercó conciliador Don Manuel hasta su discípulo – Nos ve con buenos ojos que os hayáis, como diría nos, identifier, con vuestros feligreses. No hay nada malo en ello, muy al contrario, el pastor se tiene que adecuar a su rebaño, utilizando un simil, si me permitís y perdonáis, adecuado a vuestra congregación. Sin embargo, debéis aprender a cambiar de hábitos según la habitación donde os encontréis, por favor, hijo mío, estáis en un palacio episcopal no en una taberna. Pero pasemos un tenue velo a este desliz y afrontemos vuestras querencias. Veo con agrado que las lecturas jansenistas del Seminario han hecho mella en vos, retour à la terre, volver al estado natural que es el estado original del hombre.
   Con esta última frase, Don Manuel se sumió en un largo silencio y se dedicó a pasear por sus aposentos hasta terminar asomándose al balcón para contemplar su ciudad. Hasta allí lo acompañó, respetando su mutismo, el curita de San Amaro.
   - Vayamos por parte, hijo mío – comenzó a hablar de nuevo el Obispo – Lo primero que váis acometer, es visitar a vuestra familia. Seguro estamos que vuestra madre se alegrará enormemente de recibiros y saber de vos. Descansáis en vuestra casa lo que queda de este día y mañana, a primera hora, os presentáis de nuevo aquí, en el palacio. Nos acompañaréis, vendréis con nos a visitar nuestra hacienda de Barranco Seco, junto a La Higuera Canaria. Allí volveremos a retomar el tema de la posible ayuda que nos y Nuestra Santa Madre Iglesia os podamos ofrecer. Además, sobre vuestros pinos y vuestras vinagreras, tendré el placer de presentaros a un buen vecino y amigo que, seguro estamos, quedará encandilado con todo vuestro repertorio de malezas y demás herbajes.
   Sin abandonar la mirada de la plaza de Santa Ana y de su Catedral, Don Manuel dio por terminada la audiencia ofreciéndole al curita de San Amaro su diestra, donde brillaba de oro en la mañana de Las Palmas, su anillo episcopal.
continuará

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