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artemi garcia

XX
Septiembre de 1804
San Amaro


— A las güenas de Dios, Don Domingo, – asomó Mario Sacristán la cabeza por el quicio de la puerta de la casa de El Pósito — ¿Usté me hiciera llamá?
— Por Dios y por La Virgen, Mario, no me des esos sustos – se sobresaltó el curita de San Amaro, que sentado en su catre, escribía el sermón para la próxima misa sobre la caja de madera que le servía de mesa – Cuantas veces te he dicho que respetes mi intimidad. Cuando me visites, primero darás una voz desde la calle para que yo no tenga estos sobresaltos, hombre de Dios.
— Usté me perdonara Don Domingo, es la costumbre y amás, como la mujé mía Carmela me dio a entendé que le pareciera que usté estaba apremiao…
— ¿De dónde habrá sacado esa mujer tuya tales conclusiones? Yo tan solo le dije que quería hablar contigo, que cuando pudieras te pasaras por aquí o por la iglesia. Además, si no recuerdo mal, eso fue hace dos días.
— As que estaba olvidá y se acordara esta mañana cuando estaba ordeñando a La Dichosa, ¡Fuerte vaca leche! Llena el balde po la mañana y lo güelve a llená po la tardecita. Sí hombre, la vaca aquella que yo le dijera que trajera desa Garafía, de por encimita Roque Faro, donde le dicen El Rosillo. El hombre, Antonino Seis Fanegas, que lo llaman así porque asiempre contesta lo mismo. Usté le pregunta, Antonino ¿Cuántas papas tiés sembrá? O de lo que fuera, de coles o de trigo o de chochos, quél asiempre contesta lo mismo: Seis fanegas tengo sembrá. No le alcanza toa Garafía y parte Las Tricias pa lo quel hombre siembra. Medio pariente la mujé mía es, pero no se crea usté, cuando me pidió, corto no se quedó. Medio día estuve marchantiando conél, yo le buscaba fallas a la vaca por tos laos pero el hombre, yo creo me vía en lus ojos lo que me gustaba la ternera, no aflojaba la cincha ni por una apuesta. Al finá me la vendiera bien vendía, bueno, apurao un fisquiño sí me bajara, pero que quié que le diga, disgustao con la vaca no quedé, ¡Fuerte vaca leche! Antonces, ¿Qué le estaba yo contando? Ah, ansina, sí, Carmela, la mujé mía, cuando estaba ordeñando La Dichosa, me dijera ella que se dijo: “Vóyle llevá una taza leche a Don Domingo, que lotro día en la misa la madre Los Candelarios le viera yo como mal cachariz”, ya sabe usté como son las mujeres pa esas cosas, ven andancios por toas partes. Y ahí fue cuando se acordara del recao y aquí me tié usté.
Don Domingo ya se había acostumbrado a soportar estoicamente todas aquellas narraciones pormenorizadas y no se le ocurría, ni loco, interrumpir al interlocutor de turno. Por experiencia, sabía que sería peor. Pensaba, creía, que si se atrevía a truncarles el relato, alargaban el cuento como para irritarle más. ¿No querías caldo? Pues toma dos tazas.
— Pues ahora que lo dices, la verdad, no me vendría nada mal esa taza de leche. Y si fuera con dos cucharadas de gofio, mucho mejor – intentó Don Domingo sacar provecho de la situación, ya que se encontraba en ayunas y el cuento de La Dichosa le había abierto el apetito.
— Ahí detracito mío venía Carmela con la taza leche, pero vese que sa entretenío con la Antigua y la Irene que salían del barranco.
— Ah, pues muy bien. En lo que llegan – salió Don Domingo al camino – aprovecharemos para tratar de un tema que me viene rondando por la cabeza desde hace varios días.
— Adígame usté, Don Domingo.
— Veamos sí estoy en lo cierto, y si no es así, espero que me corrijas – comenzó el cura a pasear alrededor de su sacristán – Según me ha contado, o yo he podido deducir, nuestro buen amigo Don Gonzalo, por las fechas señaladas del mes de noviembre, existe la usanza de renovar, o no, los distintos contratos de arrendamiento, que tanto los Señores de La Ciudad como Nuestra Madre Iglesia tienen con sus medianeros.
— Sí Señó, ansina mismito es. Desde asiempre la costumbre fuera esa. Por los días San Martín, los amos quitan las cuentas lo recogío. Si quedaran más o menos conformes te mediaran otro año, pero si así no fuera, y le digo yo Don Domingo, que casi nunca fuera, te se ponen gallo y enfurruñaos y te amenazan de encaminarte y sacarte a palos de la finca y me perdone usté, Don Domingo, pero tamién es güeno que usté lo oyera – se quitó ahora Mario Sacristán la montera y la estrujó entre sus manos – que si las tierras de la iglesia son, te advierten de excomunión y hasta los infiernos te brindan.
— Nada tengo que perdonarte mi querido Mario – sonrío el curita de San Amaro con una mueca de tristeza – Los caminos del Señor en verdad son inescrutables y no soy yo de quien habló el profeta Isaías cuando dijo: “Voz que clama en el desierto, ¡Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas!”
Enseguida Mario Sacristán se arrepintió de sus palabras. Le había cogido cariño al curita y sabía por experiencia que cuando ponía esa cara y comenzaba a declamar versos bíblicos, aquella especie de mal de ojo que tenía se manifestaba de repente y el hombre se ponía como ido y a él, eso lo asustaba mucho porque no le entendía nada y se quedaba sin saber que hacer.
— No si priocupe usté, Don Domingo. Toas esas farfullerías no son sino pa trincarte bien trincao. Ni te echaran ni ardieras en los infiernos, te lo dejan debiendo y te ponen alante un papé pa que firmes con una cruz y dejarte endrogao pa la otra cosecha. Ansina te tién trincao y te van endrogando pa toa la vida. A este que está aquí, Los Sotomayó le vinieran una vez…
— Está bien Mario, está bien – consiguió Don Domingo, vuelto de nuevo a la realidad, atajarlo esta vez – te he entendido perfectamente, ya otro día me harás ese cuento. Ahora quiero hablarte de la idea que me ronda la cabeza. Tengo entendido que nuestra parroquia posee unos terrenos cercanos al barranquillo de Las Ánimas.
— Sí Seño. Los Cercaos El Cura lo llaman la gente – le informó Mario Sacristán – Un cahiche y alguna fanega más. Buen pedazo, sí seño.
— Y también tengo entendido que en estos últimos años, la iglesia lo ha arrendado para su uso a distintos ganaderos.
— Ansina mismito es. Que yo me recuerde en los acuerdos míos, Clodomiro El Mondicio lo tuvo un montón diaños hasta que se embarcara pa La Habana, endispués…
— Está bien Mario, está bien – lo atajó de nuevo Don Domingo – Por ahora no necesito saber todos los arrendatarios que hemos tenido, solamente deseo que me digas quien es el actual inquilino.
— Faustino Montero, el de Las Rayadas – contestó secamente ahora Mario Sacristán, dolido ya por segunda vez.
— Y este señor se dedica a… — con todo su pesar cedió el curita de San Amaro y dio pie a su sacristán para que se explayara.
— Pos a criá ganao, a que va sé – volvió a contestar escuetamente el sacristán.
— Mario, por Dios, no me seas tan infante – se tuvo que enfadar Don Domingo – te pido disculpas por antes haberte interrumpido, pero ahora, por favor, dame más detalles sobre este caballero.
— Si es del mismo del que estamos hablando, ese tié más de caballo que de caballero – se fue animando el sacristán – Si yo le contara…
— Pues cuéntame Mario, cuéntame – volvió Don Domingo a entrar en su casa para sentarse sobre el catre y rogar a Dios que no fuera ni muy largo ni muy enrevesado el cuento de su sacristán.
— ¿Pos qué quié que le diga Don Domingo?, ¿Qué El Montero siempre ha sío una nacia mala?, ¿Qué ende que eramos unos chicos chicos, que a ese lo tuviera yo escolumbrao desde que naciera, asiempre fue un chico ruin, tol día pelrujo y asiempre andando de lao? Voyle jacé un cuento pa que usté me entienda y sepa del cachariz del farrapiento ese del Montero. Si los chicos nos embullábanos un día, a suponé, pa dí padentro pal barranco Garome a buscá níos de grajas en los juros los riscos, él nos acechaba por encimita pa metesnos una descarga de morros de tos los colores. Él solito sin más compaña, ¿Qué gracia tié jacé esa ruindá uno solo? Nos tenía medio día envetaos y encogíos adentro los juros las grajas sin podé asomá el jocico, temblequiando como una espuerta de perros chicos y juyendo de la granizá de morros que bajaban por los riscos pabajo.
— Bueno Mario – intervino Don Domingo condescendiente – eso son cosas de niños, y aunque me esté mal decirlo, me imagino que después, conociéndote como te conozco, se la devolverías con creces.
— Usté no conoce ni ja visto nunca a Faustino Montero – le recriminó el sacristán – Semos más o menos de las mismas edades, pero ende que eramos chicos chicos me sacaba más de dos cuartas. Tos nosotros al lao dél parecieranos perros chulos alante un perro presa, ese hombre es más grande que un remulo. Pero como dice usté, una vez sí pudiéranos darle una güena quintá, pa que se acordiara de tos nosotros y perdóneme usté Don Domingo, de la madre que lo parió. Nosotros sabíanos que la madre Faustino, Fidencia Montera, quel nombre le vié por parte la madre, no del padre que en paz descanse y era un bendito, que lo llamaban también Faustino pero que era de la raza Los Pincoras desa lomá Don Pedro, segurito que Gonzalo Soldao se tié que recordá dellos. Pero como le iba diciendo, Fidencia, que tié que sé más vieja que Cristobal Colón pero que entoavía sigue viva, lo mandiaba tos los domingos después de la misa, con un costalito de grano a molé el gofio a la tahona Los Lanceros, abajo en Fagundo, por encimita la montaña Bravo. Antonces, él salía con la taleguita al hombro, que claro, con el cuerpo que tenía, le pesaba menos que a mí un brazao pinillo. Nosotos sabíanos que asiempre cogía el mismo trillo, salía desas Rayadas y garraba el camino Las Indias, endispués tiraba por Las Eras pabajo y bajaba por dentrito la montaña Garome, aluego cogía el camino El Rodadero y salía derechito pa ese Fagundo. Antonces, los chicos, quemaos como estiábanos, nos embullamos pa cobrarle toas las quintás que nos debía el nacia mala ese. Después de misa, güeno, a media misa, porque pa jacé el cuento bien jecho hay que jaceslo como es, cuando el cura, que lo llamaban Don Leandro, se daba la güelta pa consagrá, los chicos aprovechábanos pa fugasnos. No vaya usté a creé que eso jiciéranos siempre, las más de las veces nos pegábanos las misas completitas, pero esa vez no nos pudiéranos aguantá las ganas que teníanos de dasle un escarmiento al abusón aqué. Ende que nos vimos fuera la iglesia, garramos este mismito camino del Calvario y tiramos a lo que daba, parriba pa la montaña Garome. Allí el trillo pasa medio atrincherao y no te pués botá fuera, ansina que allí lo esperamos garapetaos atrás unos morros grandes, que adicen los arrancara el Viejo Hermógenes, el abuelo Los Guinchos que usté conoce, cuando sembrara de viña la ladera, pero que quié que le diga, yo no digo ni a que sí ni a que no, pero los morros aquellos, que allí están entoavía pa que usté los vea, tién que pesá ca uno más que dos yuntas juntas. Pero güeno, como le iba diciendo, allí nos garapetamos pa esperarlo vení. Ah, me se escapaba lo mejó, en la punta de uno los bancos de viña, alguién sembrara, el Viejo Hermógenes digo yo que sería, una tunera macha, desas de los picos grandes como agujas, y esa fue la munición que le preparamos al Montero. En lo que él llegaba, que entoavía demoraba un rato porque la misa se la pegaba completita, que asino la Vieja Fidencia le arriaba dos cancaníos que lo dejaba sudando con to el cuerpo que tenía, fueramos despencando la tunera y arrimando montoncitos de pencas a to lo largo la trinchera. Cuando lo escolumbramos venía ya bajando Las Eras, parece que lo estoy viendo, con aqué andá suyo que parecía el dueño de to lo que se vía, ¡Fuerte hombre ruin!, me enfermo na más pensá enél. Pero como le iba diciendo y pa acabá el cuento, cuando Faustino medio entró en la trinchera le metimos una descarga de aquellas pencas picúas que hasta la taleguita el gofio tuvo que dejá atrás. No me escondo pa decislo, pero yo le atiné una atrás el cogote que entoavía tié que está sacándose los picos. Cuando se nos acabaran las pencas, le corrimos atrás hasta El Rodadero y al limpio matacán. Desa estoy seguro, como me llamo Mario Batista, que no sa olvidao, igualito que yo, que tuve que andá como un alzao más de un mes, que adonde quiera me escolumbraba me corría atrás.
En el cuento, Don Domingo echó en falta el nombre de sus secuaces pero ni por un asomo se atrevió a preguntar por ellos y dar pie de nuevo a su sacristán. También tomó buena nota de la fuga a media ceremonia y se prometió hacer un recuento de los chicos al principio y al final de sus misas. Pero en fin, ya había averiguado, con todo lujo de detalles, a quién tenía arrendadada la iglesia la finca de la costa y pasó a relatarle a su sacristán los planes que tenía en la cabeza.
— Ha sido muy entretenido y revelador el cuento que me has hecho, mi querido Mario – se incorporó del catre y volvió a salir al camino – pero olvidemos ahora el pasado y centrémonos en la actualidad. Por lo que deduzco de tu relato, sigues manteniendo una gran antipatía y malquerencia para este señor. Te sugiero que, en la primera oportunidad que tengamos, realices un acto de confesión para que liberes a tu alma de esos sentimientos malignos, no dignos en absoluto de un buen cristiano y menos aún de un servidor de Nuestra Santa Madre Iglesia. Pero dejemos esta cuestión por ahora, aunque no la dilatemos mucho en el tiempo. Tenía pensado pedirte que me acompañaras para dialogar y conocer a este señor, pero conociendo tu manifiesta enemestidad, tendré que ir solo o buscar otro acompañante.
— Lleva usté toa la razón en lo que ma dicho, Don Domingo, y no creo que sea yo buena compaña pa di a visitá al Montero, ansina que perdóneme usté por no podé asistirle en este menesté – admitió el sacristán, agachando la cabeza y bajando la voz – Le jecho un cuento de cuando eramos chicos chicos, pero si yo le contara de lo malandro y rastrero que ha sío toa su vida el trapameja ese, no solo con este servidó suyo sino con to el pueblo, que más la mitá no se habla ni jace negocios conél.
— Está bien Mario, parece que la cosa va más en serio de lo que yo pensaba – aceptó el cura – pero seguiremos manteniendo tu promesa de visitar el confesionario. Allí me contarás todo lo que a bien creas y con la ayuda de Nuestro Señor buscaremos las maneras de expíar tus pecados.
— Así sea, Don Domingo – claudicó el sacristán – pero adígame, ¿Pa qué quié conocé usté a semejante indivío?, si no es mucho preguntá.
— En absoluto, mi querido Mario, en absoluto. Pero por ahora, prométeme que esta conversación quedará entre nosotros – lo tomó por los hombos y mirándolo a los ojos espero su asentimiento – He estado revisando en los archivos las propiedades que tiene San Amaro en nuestra parroquia y he comprobado que de lejos, los cercados del cura como tú los llamas, son los mayores terrenos que nuestra iglesia posee. Por otro lado, ambos sabemos, de las penurias y de las necesidades que muchas familias de nuestra parroquia padecen. Muchos son, que cuando llega el verano ya se les ha acabado el gofio y tienen que dedicarse a cavar raíces de helechos para poder subsistir. Y que quieres que te diga, esos bollos estreme, de alimento si serán, pero la verdad, desde aquella mi primera noche en San Amaro, cuando la joven Irene me los sirvió como cena, ese sabor a rancio y a tierra no me lo he podido sacar de la boca.
— Usté no ha probao los bollos mistura que cocina Carmela, la mujé mía — interrumpió Mario Sacristán – Ella va apartando del tendal, cuando llevan diez o doce días puestos a secá, las ráices más gordas, las pela bien pelaitas que las deja blanquitas blanquitas, aluego las va picando tan chiquitas como grano millo y las va tostando en un tostadó, que adice ella, lo heredó su madre de la mamá della. Y verdá será, porque yo siempre la ha visto el mismo. Dice ella que se lo hiciera una tal Gumercinda La Barrienta, que la llamaran así porque vivía adonde le dicen Los Barreros en esas Tricias, o sería tamién porque la mujé se dedicara a esos menesteres, a jacé tostadores, ollas y lebrillos y toa clase de tarecos de barro cocinao. Dispués los muele en un molinillo dos piedras, que yo pa no quedá menos, digo que papá lo heredó del papá de su padre, pero que quié que le diga, yo ende que matrimonié con Carmela, he labrao más de veinte piedras cochineras, no ve usté que se gastan y dejan de molé, ansina que imaginese usté las que labraría papá y el papá suyo. Dispués, la maña della, es rebujarle en la molienda, unas pocas de lentejas y de centillas de balango pa matarle el amargó y al finá, dos güenas cucharás de manteca cochino pa apretarlas y que sepan mejó. Aluego, jace los bollos chiquitos, dice ella que ansina quedan menos calaceros, pero la verdá es que los jace ansina pa que rindan más, no vé que solo toca a uno por cabeza. Y al finá, los cocina con brasas de jarmientos de viña, porque dice ella, que con leña pino o de brezo se arrebatan más y eneso doyle toa la razón.
A Don Domingo, mientras escuchaba la receta de Carmela, se le hacía la boca agua y no paraba de mirar hacia el camino, esperando verla llegar con el tazón de leche.
Hacía ya algún tiempo, se había percatado que, en la mayoría de las conversaciones, fuera el tema que fuera, el diálogo, sin saber como, iba derivando hacia asuntos alimenticios. El hambre era el protagonista principal de esta tragedia y la miseria y la penuria, sus actores de reparto. Los campesinos, ¡Benditos ellos!, se convertían en meros espectadores, pero desde su lugar, siempre al fondo de la platea, intentaban comprenderla como una tragicomedia, aguzando el ingenio y aportando el optimismo que siempre desplegaban ante el infortunio y la precariedad de sus vidas, y de nuevo, como siempre, solían recurrir a una de sus sentencias máximas cuando el cura les preguntaba por los avatares de su día a día: “Escapando, Don Domingo, escapando”.
— Está bien Mario, está bien – intentó Don Domingo salir de sus elucubraciones y retomar el tema – Le pediré a Carmela que me dé a probar esa receta suya, pero volvamos, por favor, a la idea que me ronda y que no otro sino San Amaro Bendito, debe ser quien me la ha puesto en la cabeza. He pensado poner en producción Los Cercados del Cura como tú los llamas. Un cahíz de tierras bien atendidas debería dar para alimentar a unas cuantas familias. Sí lo sembramos de cerales, deberíamos recoger grano suficiente para moler unas cuantas libras de gofio, y no digo que vayamos a abastecer a toda la parroquia pero sí que podríamos mitigar las necesidades de las familias menos favorecidas. Tenía pensado que me acompañaras a visitar al Señor Faustino Montero para anunciarle, con el tiempo suficiente, la no renovación de su contrato, pero vistas las circunstancias, tendré que ir solo, o mejor aún, le pediré a nuestro buen amigo Don Gonzalo que me acompañe. No es que yo tenga miedo de enfrentarme a ese gigante de quien tú tanto perjuras, pero me sentiré más, dígamoslo así, arropado, si me acompaña un hombre de la valía de Don Gonzalo. No obstante tengo que pedirte otro favor, y a este no te podrás negar. Quiero que te conviertas en mi consejero en todo lo que ataña a la siembra de Los Cercados. Me asesorarás en todo lo concerniente a la roturación del terreno, al tipo de cereal más adecuado para cada parcela y en todos los pormenores que vayan surgiendo durante la siembra y posterior cosecha. De pedir a Dios y a Nuestro Señor San Amaro, me encargo yo.
Mario Sacristán se quedó con la boca abierta, totalmente sorprendido. En absoluto esperaba este giro de los acontecimientos. De pronto, el mundo se había girado del revés. La costumbre, de toda la vida, era que el pueblo mantuviera al cura y ahora, este joven imberbe, este curita, lo quería poner todo patas arriba. Iban a ver muchos problemas, si señor, muchos problemas. No se quería ni imaginar, cuando se supiera el proyecto del cura, la cara que pondrían los hacendados y las medidas que intentarían tomar.
Ahora fue él quien comenzó a dar vueltas alrededor del cura, arrastrando los pies y no osando encontrar su mirada. Cuando ya tenía medio pensada su respuesta, comparecieron por el camino su mujer Carmela y La Antigua con su hija Irene.
— A las güenas de Dios, Don Domingo y compaña – fue La Antigua la primera en saludar y arrodillarse ante el cura para besar su mano.
— Sea mi bendición para todas vosotras – contestó un Don Domingo incómodo por la interrupción y azorado por la presencia de la bella Irene, pero contento porque veía que Carmela portaba en sus manos un gran tazón de leche.
continuará

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