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artemi garcia

XIX


Agosto de 1804
San Amaro





Desde la puerta de la cueva en el barranco, la joven Irene oyó claramente el repique de la campana de San Amaro.
- Apurese mamá, por Dios y por La Virgen – dio prisas a su madre – que ya Mario Sacristán ha repicao tres veces.
- Tú na más oyí campanas te pones toíta en elaire, jasí te dieras esas prisas cuando ti mando jacé algún menesté.
- Andese mujé, qui ya tié qui está la plaza San Amaro llena gente, y nosotras aquí, encuevás entoavía, qui ya visto pasá gente hasta desas Tricias.
- A que culpa debo yo qui la leche no encuaje entoavía. Sin dejá el queso jecho no nos vamos a dí, a vé que piensas cená la noche, ¿Con que vas a condutá el gofio?, ¿Con isas y sirinoques?
- Pos ya tú ves, pal fisquiño queso qui estamos jaciendo. Las cabras jesas están más secas qui la fuente San Amaro, sí apurao dan un escurriaje leche. Mejó le pidiera emprestao un chivato al Brasita pa que las dejara cargás, que yo siempre ha oío decí que agosto es el mes de los chivatos.
- Tú no me minciones ese muchacho de tos los diablos, quel qui tié ganas de chivatiá es él y a jese le da lo mismo que sea mes di agosto como di enero o di febrero, que jese tié ganas tol año y a toas joras. Y no son la cardosa ni son la bremeja con las que tié pensá.
- Tamié está usté resabiá con el pobre Basilio. Deje usté al muchacho quieto, amás, ¿Quién le va a emprestá un chivato sin cobrarle ná?
Mercedes La Antigua guardó silencio y no contestó esta vez a su hija. Tan solo agachó la cabeza y metió las manos en el balde de la leche para comenzar apretar la cuajada. Cada vez que se nombraba al Brasita o cuando lo veía, que eso era a cada rato, un día sí y otro también, que aquel muchacho siempre encontraba una disculpa para cruzar el barranco, a La Antigua le venían imágenes de cuando soñó que llegaba Don Domingo. No lo comentaba con nadie porque ni ella misma las entendía. En el sueño, Don Domingo hablaba desde lo alto, estaba subido en algún sitio y gesticulaba con las manos y Basilio El Brasita aparecía a su lado, serio, callado, con la mirada perdida y durante todo el sueño, que era lo que más la desconcertaba, siempre olía a humo.

Los Guinchos, Juan y su hijo Simón, habían terminado de entejar de nuevo la iglesia. Junto a los chicos, Juan y Luis, se habían pasado todo el verano subidos sobre el techo de madera de la nave. Bajo la atenta supervisión de Don Domingo, y también de su amigo Gonzalo Soldado que se pasaba a cada rato, habían trabajado de sol a sol casi todos los días. Exceptuando las mañanas de los domingos para oir misa y cuatro días de levante que hubo en Julio, donde Don Domingo se compadeció de ellos porque hacía tanto calor que pensó que se podrían achicharrar allí arriba, no fallaron ningún día, aunque por supuesto, el cura siempre dejaba que alguno de ellos se ausentara para atender sus negocios, sus tierras y sus animales.
Mediado el mes de agosto, Los Guinchos retiraron las escaleras y los andamios. Los restos de tejas y de argamasa que se esparcían por todo el atrio de la iglesia, los fueron recogiendo en unas carretillas y volcándolos dentro de un matorral de tuneras, donde quedaban medio disimulados, a la orilla del barranco.
Don Domingo estaba exultante, no se cansaba de recorrer el perímetro de su érmita y contemplar las buenas hechuras de su tejado. Se situaba a una distancia moderada de cualquiera de sus esquinas y cerrando un ojo, observaba las líneas perfectas que dibujaban el alero y la bandeja de la última fila de tejas. Se alejaba un poco más y parecía quedar extasiado al ver la perfecta simetría que ofrecían los camellones y la cumbrera, con sus enormes tejones alzándose sobre la dura e impermeable argamasa de arena y cal. Tendría que esperar a que llegaran el invierno y la época de lluvias para comprobar si el arreglo fue efectivo y no se volvían a ver goteras dentro de su iglesia, pero confiaba plenamente en el trabajo realizado por Los Guinchos. Con sus propios ojos había comprobado la experiencia y la pericia de esta familia. Juan Pérez Rodriguez, El Guincho viejo, lo había sorprendido con su maestría, tanto a la hora de liderar y repartir el trabajo como su manera de enseñar y transmitir sus conocimientos a sus nietos. No solo los utilizaba como simples peones, dejándoles la parte más ardua de la obra, acarrear tejas y preparar la argamasa, sino que los embullaba a participar en la colocación de las tejas para que fueran aprendiendo el oficio. El último paño, el más chico, el que se orientaba sobre el coro y la puerta de la iglesia, lo habían tendido prácticamente solos los dos primos, Juan y Luis, mientras su abuelo tan solo les daba alguna pequeña corrección y Simón, el Guincho Chico, les alcanzaba las tejas.
Solamente habían pasado seis meses desde su llegada pero ahora, el curita de San Amaro, como ya era conocido en toda la comarca, se sentía feliz y daba gracias al Señor por haberle encomendado aquella parroquia. Lejos quedaban los días de temor y de aprensión cuando su obispo le habló por primera vez de Puntagorda, y más lejos aún quedaban aquellas pretensiones de pompa y soberbia con que soñara en el seminario. Aquí, en San Amaro, rodeado de los humildes, que nada tenían y todo lo daban, sentía haber encontrado su lugar en el mundo. El Señor, en su infinita sabiduría, había guiado sus pasos por lo que el pensaba que sería su vía crucis y en cambio lo había aposentado en el lugar más cercano a Dios en que se había sentido nunca.
- A las orillas del fin del mundo he tenido que llegar – recordaba Don Domingo y una sonrisa se dibujaba en su cara – para encontrar a Dios.
En cuanto Los Guinchos terminaron su trabajo, Don Domingo se volcó con todas sus energías en preparar la procesión de la Virgen del Rosario como había prometido que celebraría la finalización del nuevo y remozado tejado de su iglesia. Mandó recado por Mario Sacristán a su mujer Carmela y a sus hijas Nievitas y Rosarito y a otras mujeres del pueblo para que le ayudaran a engalanar la iglesia y sus altares. A La Antigua y a su hija Irene, se encargó él personalmente de avisar, cualquier excusa era buena para bajar al barranco y poder admirar la belleza de la joven Irene. Cuando pasaba más de un día sin ver su inmaculado rostro, sin maravillarse ante el cielo azúl de sus ojos y la cándida sonrisa que siempre le ofrecía, Don Domingo se sentía desfallecer, necesitaba verla, aunque fuesen solo unos minutos, para seguir sintiéndose vivo. No pedía más, no se atrevía a pedir más, eternas se hacían sus noches con las batallas entre su conciencia y la lujuria de la carne. Se repetía a si mismo, se engañaba sabiendo que se engañaba, que tan solo veía en ella, en su bella Irene, una encarnación de la Madre de Dios, a quien había entregado su amor y su hombría.
A Los Guinchos les pidió, aconsejado por su amigo Gonzalo Soldado, que ya que eran arrieros y andaban todo el pueblo y hasta los pagos vecinos, dieran aviso a modo de pregoneros y que también invitaran al alcalde Don Antonio y a su familia. Su relación con los hacendados seguía siendo áspera desde el día de San Amaro y no tenía visos de mejora. A la vuelta del “viaje la vacuna”, como quedó nombrado el nuevo cuento que se narraba en las tertulias y en los cocinos por las noches, Los Morentes y sus allegados siguieron intentando poner zancadillas a la labor humanitaria y sanitaria de Don Domingo. Durante unos días siguieron negándose a vacunar a los suyos e intentaron buscar adeptos para su causa. A las familias de los niños vacunados no los llamaban a trabajar en sus haciendas y a los que ofrecían jornal los amenazaban con despedirlos si se vacunaban. Llegaron hasta popularizar unas rimas que decían:
“A los que la vacuna picaron güelvense becerros/ y pa cuando llega la noche, crecenle hasta los cuernos”.
Don Domingo, acompañado de Mario Sacristán y los niños vacunados, tuvo que recorrer todo el pueblo de arriba abajo e ir convenciendo una a una a todas las familias de los beneficios de la vacuna. A lo más reticentes, y muy a pesar suyo, en la primera misa que celebró a la vuelta de Tazacorte, los atemorizó con la excomunión y con los fuegos eternos del infierno y a alguno de ellos, incluso le negó la entrada a la iglesia. Poco a poco, con lisonjas a unos y amenazas a otros, consiguió vacunar a la mayoría del pueblo y a los secuaces de Los Morentes consiguió arrinconarlos y convencerlos, sobre todo gracias a la respuesta que se sacó El Brasita después de virarle el fondo a un barrilito de mosto en una gallofa en casa de Rafael Pejeverde, el padre de Ciano y Falucho, donde se habían reunido varios vecinos y parientes para ayudarle a sembrar unos quintales de papas que había traido de Garafía:
“Al picao la vacuna lo que crécele es el rabo/ y sea oscuro o jalla luna se le empina el badajo”.
Las gallofas consistían en la reunión de los vecinos para ayudar a alguno de ellos en la realización de alguna faena, ya que la mayoría de ellos no disponía de dineros para pagar peonadas. Por norma general, cuando no se estaba a jornal de algún hacendado, que ese trabajo siempre era de sol a sol, se trabajaba en lo propio por la mañana y muchas tardes se dedicaban a echar una mano a algún vecino. A las gallofas se recurría sobre todo para realizar tareas de campo, la siembra de las papas o la trilla de cereales en las eras, la cava de la viña y su posterior vendimia, la pela de tunos para hacer porretos o el desbullo de habas y chícharos para tostar y enriquecer el gofio, pero también se juntaban vecinos para ayudar a levantar las paredes caídas de un pajero o a cercar un corral para las cabras o el ganado. Pero lo mejor de las gallofas era al atardecer cuando la faena acababa y el vecino auxiliado convidaba a los presentes con vino y algún conduto. Según fuera la modestia de la familia, el conduto podía consistir en un caldero de carne de cabra con papas nuevas y raspadas o un peje de pescado salado con boniatos asados, o simplemente unas cabrillas de gofio y unos platos de lapas crudas y para los niños, que todo el mundo participaba, unos merengues o unos marquesones recién horneados. Aunque algunos se miraban en esto y criticaban o elogiaban al día siguiente, la mayoría no le daba importancia porque de lo que todos estaban pendientes, era de las relaciones con las que a continuación se celebraba y se festejaba. Cuando el vino, que bebían igual hombres que mujeres, comenzaba a surtir efecto, principiaban las relaciones, que consistían en estrofas y rimas improvisadas, muchas veces de carácter y contenido sexual, que normalmente lanzaba algún hombre al aire, acompañándose de un tamborcillo o de cualquier utensilio casero que hiciera las veces, o simplemente taconeando sobre el sollado de tablas del suelo. Si alguna mujer se sentía aludida, y siempre había alguna, rápidamente daba respuesta con la misma entonación y el mismo desparpajo, lo que daba lugar a una porfiada y picante discusión entre ambos, que todos los presentes seguían con mucha atención para aplaudir las rimas más osadas y mejor compuestas. Pero también, como fue el caso del Brasita, a veces se recurría a las rimas para opinar o denunciar cuestiones de índole social, político o económico, o incluso de rencillas entre vecinos por linderos o malquerencias o de familias por herencias. También, en algunas ocasiones llegó a pasar, que aunque no acompañase la verdad, ni tan siquiera la legitimidad, en el sentir del pueblo se daba por vencedor de una querella a quien diera las respuestas más ingeniosas, tuviera razón o no.
Tal fue el caso de Juana Pancha, la mujer de Segismundo Cenizo, que malvivían en unas cuevas del barranco El Hondito, durante una gallofa en la era de Micaela y Toribio Rapasalla, arriba en el monte, por debajo de la Montaña del Arco, donde le dicen El Monacal. Después de estar toda la tarde, un grupo de vecinos, ayudando a trillar y aventar unas medas de cebada, Micaela y su madre, que también llamaban Micaela pero que para diferenciarla de su hija la nombraban como Micaelasa, comenzaron a repartir, una, un plato de higos gomeros recién cogidos, y la otra la acompañaba con una escudilla de gofio en polvo para que mojaran los higos. Por su parte, Toribio Rapasalla, el marido, agasajaba a los vecinos con un barril de un mosto dulcito, que denotaba que tenía algo de muñeco y albillo forastero pero que también dejaba ese regusto a seco en el cielo de la boca, lo que dejaba a todas luces claro que también contenía bastante de prieto. Al rato, cuando ya el día estaba empardeciendo y el barrilito ya había dado un par de pasadas, se hizo oir, con un golpe seco y repetitivo de dos piedras en sus manos, Eufronio Barboleto, que lo llamaban así porque decían que donde hubiese una luz prendida siempre se asomaba. Hombre al que nunca se le conoció mujer ni corteja alguna y que vivía solo donde le dicen Marmiera por allá del barranco El Hondito si estamos mirando para Garafía, en una choza levantada de cospiones y tapada de ramos y de jaras enfejadas, que se mojaba toda nada más caer cuatro gotas. El Barboleto, sin señalar a nadie, elevó su voz y a ritmo de sirinoque, entonó libremente:
“Al fondo de la choza dos gazapos yo guindé/ pero cuando los fui yo a pelá nada dellos jallé/ mira que yo los busque con prisa/ pero a mí solo jedíame a ceniza/ mira que yo los busque con prisa/ pero a mí solo jedíame a ceniza”.
Los vecinos, animados con el barrilito de mosto, enseguida prestaron toda su atención. Llevaban rato esperando algo de jarana porque ya alguno había oído alguna cosa y es que aquí era muy difícil ocultar ningún suceso. El que tardó en reaccionar fue Segismundo Cenizo, el hombre no era muy avispado y tampoco pensó que fuera con él, aunque después, al final, sumó dos y dos y le dieron cuatro, pero su mujer Juana Pancha, que era más lista que una gallina negra de esas de Garafía, enseguida se sintió aludida, y además, la estaba esperando, como comentaría alguno después. Levantándose de la piedra en la que estaba sentada y arremangándose las faldas y las enaguas, La Ceniza, como la conocía todo el mundo, enseguida aceptó el desafío:
“¿Cuándo ja visto usté un gazapo?/ Menos ja visto dos/ si usté quiere verme el mío/ a usté se lo enseño yo/ si usté quiere verme el mío/ a usté se lo enseño yo”.
Las risas y las fiestas no se hicieron de rogar y al pobre Barboleto que no había yacido nunca con mujer alguna, aunque ya apurado se veía, se le sonrojo tanto el rostro y se puso tan nervioso que no atinó a nada contestar. Aunque a todo el mundo le quedó claro que Juana Pancha La Ceniza fue la autora del hurto, la osadía de su rima, y de su representación por supuesto, la aupó a vencedora del improvisado duelo y fue agraciada con el indulto de los vecinos presentes.
No obstante, para hacer el cuento bien hecho y llegar hasta el final, hay que decir que a partir de esa gallofa, La Ceniza quedó señalada y los vecinos del barranco El Hondito, Marmiera, Abreu, Topo Orribo y las cercanías, se guardaron, y muy mucho, de aquella mujer tan liviana de manos y que, Segismundo Cenizo, que había comido unos buenos pedazos de aquellos conejos, que su mujer le dijo que los había pillado con una trama, que a él le extrañó, que pillara uno sí, pero dos, pero bueno, cosas más difíciles se habían visto, se personó al par de días en la choza del Barboleto y le dejó no dos, sino tres conejos guindados de la puerta.

Mercedes La Antigua y su hija Irene llegaron a la plaza justo a tiempo, cuando casi todos los vecinos ya habían entrado en San Amaro. La costumbre era que solamente entraran a oir misa las mujeres y los niños y de entre los hombres, los miembros de la cofradía, en este caso la del Rosario, que portarían luego el trono de la Virgen y alguno que otro más devoto o que debiera alguna promesa. La mayoría de los hombres y sobre todo los jóvenes, esperaban fuera, repartidos en entretenidas tertulias, unos a la sombra que proyectaban las paredes de la érmita, otros sentados en los escalones o en pequeños corros en el rellano de la plaza. Dedicaban esta hora, hora y pico, que todos sabían que cuando el curita llenaba la iglesia se aprovechaba y echaba un buen rato igual que pasaba con los entierros, para comentar los temas de actualidad, que siempre giraban en torno a la cosecha, los animales y el tiempo y algún que otro chisme sobre mengano o fulana, que los hombres eran igual que las mujeres, y cuando se ponían a coser y a bordar también hilaban fino y tejían una buena trapera. Las nuevas, ya fueran de La Ciudad o de más lejos, eran muy escasas y siempre llegaban con semanas e incluso meses de retraso. Muchas llegaban adulteradas o exageradas y eran muchos los que arrugaban el beso y esperaban nuevas versiones par contrastarlas y tomar partido. Las más solicitadas eran las que llegaban de La Habana. Las noticias sobre parientes y amigos que habían partido a buscar fortuna en Cuba eran muy apreciadas y siempre conseguían crear un ambiente evocador en algunos, los que habían hecho el viaje, y que enseguida se ponían a echar cuentos de su estancia en la isla hermana, y soñador en otros, sobre todo entre los jóvenes, a los que se iluminaba la mirada y volaba la imaginación.
También era costumbre, por parte de los solteros, llegar los primeros a la plaza y situarse bien a la vista en las cercanías de la puerta de la iglesia o en la escalonada de entrada al atrio. Esta estrategia la utilizaban para controlar la llegada de las mozas a las que tenían el ojo echado y que éstas los vieran. Según fuera el grado de relación que mantenían, las saludaban con un guiño y alguna frase galante o tan solo buscaban su mirada con ojos de anhelo y todo hay que decirlo, con cara de idiota embobecido. Por su parte, las mozas, que siempre llegaban acompañadas de su madre o de alguna tía alcahueta cuya misión principal consistía en espantar a todos esos moscones, entraban a la plaza de San Amaro mirando de reojo el lugar donde su galán le había dicho que se colocaría y si aún no lo tenía, observando discretamente aquel muestrario de gallos que se le ofrecía.
Entre este amplio surtido de mancebos, se encontraba Basilio El Brasita, que era de los primeros que había llegado y que se mostraba inquieto e incluso malencarado ante la tardanza de su idolatrada Irene. Nadie sabía como, pero a esa temprana hora de la mañana ya había conseguido echarse un par de lingotazos de vino entre pecho y espalda, y eso que Don Domingo, desde el día de San Amaro cuando El Brasita lo recibió en la plaza con rimas “desvergonzadas”, había prohibido la apertura del ventorrillo hasta que no acabaran las procesiones. El estaba seguro que vendría, la hija de La Antigua no se perdía una fiesta así estuviera ardiendo en fiebre y la santa de su madre no había dejado de asistir a una misa en San Amaro desde el día que su marido, Pedro Hernández, cogió el camino de los andenes y no se supo más de él, pero le extrañaba que no llegaran y a cada momento abandonaba el atrio y se asomaba a la orilla del barranco por donde llegaban los peregrinos de El Pinar y de Las Tricias y de hasta esa Garafía, e intentaba reconocer su rubio cabello y su andar desenvuelto sobre el puente de San Amaro.
Cuando por fin compareció la dueña de sus sueños, El Brasita, envalentonado por el vino y ebrio de amor, no espero simuladamente como hacían el resto de los jóvenes a que la bella Irene pasara junto a él, sino que se dirigió a su encuentro en el centro de la plaza y eludiendo con maña y descaro las espantadas y manotazos que le profería la madre, la tomó de las manos y le habló amorosamente, o por lo menos así lo sentía el.
- Sí tu te acortejaras conmigo y quedaras cargá y naciera una chica jembra, – confió Brasita sus pretensiones a la joven Irene – con los ojos azulitos como la madre y el pelo jaro como el padre, ¡Fuerte chiquilla bonita!
- ¡Ay mamá tú lo que adice este hombre! Quedá cargá como si yo afuera una cabra – se escandalizó la joven, aunque enseguida le siguió la fiesta – Pero díme tú una cosa, Brasita, me que parece a mí que lo tiés ya to pensao, ¿Cómo la ibanos a llamá?, ¿Ya tiés el nombre buscao?
- Petra – respondió muy serio El Brasita – pa que se acordiara siempre de su abuelo, que en paz discanse.
Esta respuesta conmovió a Irene y le quitó las ganas de seguir divirtiéndose a costa del cabrero. Ella no recordaba a su padre porque se había marchado cuando ella solo contaba un año de edad, y su madre, aunque ella insistiera en preguntarle por él, nada le contaba y solo le aseguraba que estaba muerto. Por suerte, hacía unos años que había llegado a vivir al pueblo Gonzalo Soldado y éste le había hecho mil y un cuentos de las aventuras de su padre en Cuba, de Pedro El Rubio como lo llamaban. También entre los vecinos que lo recordaban, pudo averiguar alguna cosa de su vida antes de la partida para La Habana, pero el cierto temor que se le tenía a su madre, conseguía que se reparasen y enseguida cambiaran el tema de la conversación. Además, ella era una joven, y como todas las jóvenes, tenía la cabeza llena de pájaros y el cuerpo lleno de glándulas y le gustaría saber si era guapo y como había enamorado a su madre y si era tan buen bailarín como decía la gente. Estas eran las cosas que ella pensaba a veces, sobre todo cuando estaba sola cuidando de las cabras en el barranco. No sabía muy bien por qué, pero había idealizado la figura de su padre y sentía en su interior como un vínculo más allá de lo afectivo hacia él. Muchas veces creía sentir su presencia cerca de ella y pensaba que se iba a volver medio chiflada como su madre.
A ésta, a La Antigua, fue a la que no le hicieron el mismo efecto las palabras del Brasita, todo lo contrario, se abalanzó sobre el enamorado y soltando toda clase de improperios, le soltó un bofetón a mano abierta que le sacó hasta la montera.
Todo el cortejo del Brasita fue seguido con mucha atención por todos los hombres que aguardaban a las puertas de San Amaro, ya que su alocución de amor no había sido realizada en baja voz, sino que todo el mundo la había oído. La primera oleada de risas fue con su especial declaración de amor pero cuando La Antigua le marcó los cincos dedos en la cara, la explosión de carcajadas se oyó hasta dentro de la iglesia y fueron muchos los que viraron la cara hacia la puerta y hasta Don Domingo se desconcentró de su misa y se preguntó que estaba pasando fuera.
Fue entonces cuando Brasita, unos dirían que por culpa del vino, otros contarían que por sorullo, se revolvió violento e intentó devolverla. Ahí fue que apareció una mano que lo sujetó por el pecho y casi levantándolo del suelo, lo arrastró fuera de la plaza y lo encaminó hacia la hilera de brezos que flanqueaba el camino hacia la casa del Pósito.
- Usté, ahora mismito, me se va a quedá mansito y va cogé el trillo – le habló pausadamente Gonzalo Soldado al oído, sin que nadie lo oyera.
El Brasita intentó zafarse del indiano pero éste hizo mayor presión aún con la tenaza de su brazo y le volvió hablar bajito, para el descontento del público que no quería perder detalle.
- Que garres el trillo te digo – apretó más fuerte el garafiano.
Ahora la plaza quedó en silencio y Mercedes La Antigua aprovechó y arrastró a su hija hacia el interior del templo sin que nadie se atreviese alzar la voz y hasta fueron muchos los que miraron para otro lado. Mientras, Brasita, hizo que se serenaba y guardó su rencor en su interior, a este altariado se las pensaba cobrar, y abandonó la plaza rumiando y adentrándose en el barranco para desaparecer de la vista de todos.
Por su parte, Gonzalo Soldado, se sacudió las manos en sus calzones y se quedó observando el peregrinar del joven. Sabía que se acababa de ganar un enemigo pero también sabía que estaba cumpliendo su promesa a Pedro Hernández El Rubio y que mientras el estuviese vivo a esta niña no le afligiría ningún mal.
continuara

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