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artemi garcia
XVIII
Febrero de 1804
Camino Real
Sexta y última parte


Ya la noche se había apoderado de Tazacorte y el aire gélido que bajaba de La Caldera se adueño de la plaza de San Miguel. Don Domingo, al oír las últimas palabras de Caruso, sintió como algo se resquebrajaba en su interior y no pudo reprimir unas arcadas que se abrían paso desde su estómago. Se alejó del grupo para vomitar todo lo que tenía dentro y sobre todo para que no lo vieran llorar. Ahora sí que se sentía totalmente perdido y de nuevo, el rugido de las fieras y su aliento nauseabundo se cernieron sobre él. La oscuridad de la noche le escondía el camino de regreso y no encontraba arma alguna con la que defenderse de aquellas alimañas. Intentó evocar el recuerdo de su madre y de sus seres amados pero solamente surgían garras afiladas que laceraban su alma y le producían un terrible dolor. Entonces cayó de rodillas sobre sus propios vómitos y por un instante creyó perder el conocimiento.
- Don Domingo, Don Domingo, ¿Está usté bien? – oyó la voz de su sacristán y abrió los ojos al sentirse zarandeado.
- No Mario, no estoy bien – se confesó y se desahogó el cura, mientras unas lagrimas dibujaban en su rostro el inmenso dolor que sentía – El peso de los pecados del mundo me oprime el corazón y siento como mi alma se ahoga en el lodazal de los hombres. Noto como una podredumbre carcome mis entrañas y como mi fe en la humanidad se agrieta y estalla en mil pedazos.
- ¡Ay Dios mío!, no me dé usté ese susto, Don Domingo – se persignó el sacristán y enseguida llamó al indiano – Ay Don Gonzalo, véngase usté pa cá, que a mí me parece que Don Domingo se nos va a morí. Yo no entiendo bien lo que dice, pero creo que tié como rejortijones en la barriga y mire usté como está temblequiando y to aquelladito.
Los chicos de Puntagorda y Tijarafe también se acercaron y se arremolinaron en torno al cura de San Amaro que aún permanecía de rodillas. Al levantar la vista hacia ellos, sus oscuras siluetas se le antojaron como ángeles negros, que desplegando sus alas sobre él, lo ocultaban con una mortaja de penurias, con un sudario de hambre y de miserias del que ya nunca se podría liberar.
- Si yo creyera en esas cosas, diría que lo que tiene es mal de ojo – insinuó el indiano, contemplando la figura defenestrada del cura por los suelos.
- ¡Ay San Amaro Bendito! No diga usté esas cosas, Don Gonzalo. Ay, si mi hermana Prudencia estuviera paquí, lo santiguaba con un rezao que heredó de mamá en paz descanse, que ella era entendía en tos estos menesteres.
Gonzalo Soldado tomó del brazo al sacristán y lo llevo aparte, donde ni el cura ni los niños los pudieran oír.
- No me seas guanajo Mario, que aquí naide tiene fuerza de vista ni pa matá una mosca. Don Domingo lo que tié es disgusto. No ves tú que él cree que tos los curas tién que sé como él. Garra a tos los chicos y coge por aquel callejón. – le indicó con la barbilla - En un pajero que tié las puertas pintas de verde, da las buenas y di que te mandé yo. Yo ahorita, voy a tené unas palabras con el curita y enseguidita nos llegamos también.
- Eche usté un buche agua pa que enjuague el gorguelo, Don Domingo – le ofreció el odre Gonzalo Soldado y se sentó a su lado, cruzando los brazos sobre sus rodillas y mirando hacia la oscuridad de la noche – Con el permiso de usté, déjeme que le haga un cuento que me hizo papá cuando yo era un chico, hace un montón de años, mucho antes de marchá pa La Habana.
El tono de voz que empleó el indiano, serio y evocador, consiguió despertar el interés de Don Domingo, que dejando el odre en el suelo, intentó acomodarse sus hábitos y asintió en el silencio de la noche.
- La familia de papá no siempre fueron medianeros, aunque en los acuerdos míos, siempre recuerdo a papá embarcando los quintales de papas y los sacos de trigo por el porís de Don Pedro pa los señores de La Ciudá. Unas veces era pa Los Pogios, otras pa Los Lugos, otras pa Los Sotomayó, nunca sabías de seguro a quien tenías las cuentas que rendí. La única verdá es que los tenías que mandá pa alguién cuando se cumplían los días de San Martín. Ellos se compraban y se vendían las tierras con to lo que tenían adentro, siembras, ganao y gente.
- Disculpadme Don Gonzalo – lo interrumpió Don Domingo – No entiendo adonde quiere llegar. Lo que usted me está relatando es el orden natural de las cosas, siempre han existido señores y vasallos. Así lo ha determinado El Señor que está en Los Cielos y así se lo ha encomendado a La Santa Madre Iglesia para que vele por su cumplimiento.
- Verdá es. En eso lleva usté toa la razón, pero déjeme que le termine el cuento de papá, pa que usté vea por dónde van los tiros. Como le iba diciendo, la familia de papá no siempre fueron medianeros. El primé Brito que llegó a Canarias, que dicen que lo llamaban Pedro Brito “El Viejo”, vino justito después de la llegá los primeros cristianos a estas tierras de Dios. Estas son cosas que siempre se han contao en casa, a mí me lo contara papá y a él se lo contaran sus padres y ansina dele usté patrás hasta los años de Don Cristóbal Colón. Dicen que era un navegante portugués que salió a la ventura desde la legítima Lisboa de Portugá y que hasta tuvo sus coñerías, perdóneme usté la palabra, en el porís de Funchá, con los piratas ingleses, que se dedicaban al trapiche esclavos y atracá los barcovelas que venían de Las Américas cargaitos moneas de oro. Pero güeno, eso son historias que se contaban en casa y serán o no serán. La cosa fue que terminó fondiando el barco en la isla El Hierro y comprando tierras y casa donde le dicen Valverde con los buenos dineros que traía, que en esos tiempos, igualito que ahora, no se mira ni se pregunta de adonde lo has juntao. Fíjese usté y pa que usté lo crea, que en Garafía, hay quien entoavía, cuando quieren buscarnos jarana, nombra a la familia de papá como los jerreños, como queriendo decí que somos forasteros y que no tenemos derechos de ná.
- Encuentro muy interesante todo lo que usted me cuenta sobre el linaje de su familia – lo interrumpió Don Domingo – pero sigo sin comprender que tiene que ver su historia con todo lo que estamos viviendo en estos momentos y que tanta desazón me causa.
- Con el permiso de usté, déjeme usté terminá el cuento y ya dispondrá usté si tié que vé o no – insistió Gonzalo Soldado sin cambiar de postura y con el mismo tono evocador – Además, ¿Cuál es el apuro? Aquí vamos a echá la noche sí o sí, que el alcaide ese y el señó cura y la compañía que traigan, le digo yo, que como más pronto no llegaran hasta mañana y con el sol bien alto pal aire.
- Está bien, Don Gonzalo – tuvo el cura de San Amaro que aceptar y resignarse a oír el cuento completo – Por favor, prosiga usted con el relato de su ascendencia.
- Como le iba diciendo, – se acomodó ahora mejor el indiano, con la mirada puesta en las estrellas y apoyando un codo en el suelo y estirando los pies, sabedor de que no volvería a ser interrumpido – ese antepasao nuestro que lo llamaban “El Viejo”, se afincó y prosperó en esas tierras. Supo casarse bien el condenao, vuélvame usté a perdoná la palabra, pero por lo que se sabe en casa, matrimonió con una tal Margarita, hija de uno de los Principales de la isla, y claro, la fortuna la dobló de la noche a la mañana. Güeno, la cosa fue que, pa no cansarlo y terminá pronto el cuento y llegá donde quiero llegá y que usté me entienda, el matrimonio tuvo dos hijos machos. El más viejo, que dicen lo llamaban Luis, como uso y costumbre, heredó las haciendas del padre y también supo matrimoniá con la hija de unos que llamaban Los Espinosas, que también eran de los más aventajaos de la isla, y claro, a los pocos de años, más de medio Valverde era de su propiedá. El otro hijo, el más chico, lo metieran a cura como usté. En casa contaban que llego a obispo, aunque no le digo de adonde ni se lo puedo asegurá. El caso es que, volviendo al heredero, el tal Luis que casóse con La Espinosa, tuvieron solo un hijo, que lo llamaron Manuel. Y claro, fue tanto lo que heredó éste, tanto por parte del padre como por parte la madre, que la isla El Hierro quedósele chiquita. ¿Qué hizo antonces? Pos lo mismo que se hace ahora cuando ties tantas haciendas y los dineros te se salen los bolsillos, subirte un barco y cogé pa Tenerife y derechito pa San Cristóbal La Laguna, qués adonde en verdá se tuesta el grano, si usté me quié entendé. Por lo que se ve, en la sangre lo debía llevá, porque na más poné los pies en La Laguna, enseguidita matrimonió con una nieta legítima del Acorda, un vasco que llegara a la isla con el propio y legítimo Don Alonso. En casa contaban que pelió en las dos batallas donde le dicen Acentejo, unos barrancos que hay parriba La Laguna, y que hasta le salvó la vida al Adelantao cuando un salvaje de aquellos le metió un morro en to el pecho que lo tumbó del caballo. Lo que no le digo si fue en la primera o en la otra dispués, pero que dicen que cargó con él pa fuera del barranco aqué donde los tenían sitiaos, sí que fue verdá, porque luego más tarde, cuando terminaron de guerriá y se pusieran tranquilos, dicen quel castellano lo llamó pa un lao y le dijo: Acorda, lo que usté me pida, suyo es. Ansina que imagínese usté con que moza se fuera a casá el nieto Brito El Viejo.
A Don Domingo, el frío se le estaba metiendo hasta el tuétano de los huesos y hacía ya rato que había perdido el hilo de la cantinela inacabable del indiano. En un principio había intentado concentrarse en oír el relato de Gonzalo Soldado sobre la cuna de su familia y encontrar alguna semejanza con la situación actual que estaba viviendo, sin embargo, la perorata interminable de su guía, solo le parecía una simple ostentación de su estirpe y un baño de vanidad que no esperaba en él. No obstante, sabía que tenía que armarse de paciencia porque al final, seguro que lo sorprendería con algún símil que encajaría con las peripecias y sucesos vividos en este día. En el poco tiempo que llevaba viviendo entre esta gente había observado que los relatos, los cuentos como ellos los llamaban, estaban llenos de giros y paréntesis, de detalles y pormenores que muy poco aportaban a la esencia de la narración. Cuando pedía que por favor abreviasen la crónica y llegaran al quid de la cuestión, siempre parecían sentirse extrañados, e incluso ofendidos, y como norma general recurrían a la incontestable sentencia: ¿Cuál es el apuro? Con esta sencilla pregunta revelaban al foráneo que la unidad de tiempo en estas latitudes era la pausa, que aquí la rotación de la tierra echaba el freno y la espera y la calma eran las varas con que se medían todas las cosas.
Mientras Gonzalo Soldado seguía deshojando su árbol genealógico en la intemperie de la plaza de Tazacorte, el joven Beneficiado de San Amaro, encogido por el frío y a la espera del desenlace, también se sumió en los recuerdos de los días que pasó en la isla de Tenerife. Rebuscó en las imágenes atesoradas en su memoria y solo encontró galas y boato, encajes de damiselas y levitas de caballeros, dorados en los uniformes y alfombras a sus pies. Intentó apartar aquella cortina de joyas y aderezos para hallar los harapos y la miseria, los descosidos y la pobreza, los andrajos y la indigencia. No los encontró, a sabiendas que tenían que estar presentes. Intentó recordar los rostros de los niños que llevaban a vacunar y no consiguió evocar ninguno. En esos días solo tuvo ojos para el lujo y el oropel, su vanidad henchida al verse codeado con tan ilustres personajes. Cuanto pecado cometido en tan pocos días. Lujuria, soberbia, envidia, todos consumados al son de las campanas de las iglesias de Santa Cruz de Tenerife.
Como había cambiado todo en apenas un mes que llevaba viviendo entre esta gente, con qué rapidez se le había caído la venda de los ojos. Exprimió sus recuerdos buscando un atisbo de humildad en esos días de pompa y fatuo para intentar redimirse ante El Señor y solo encontró un instante al final del viaje. El día que embarcó para La Palma, mientras se despedía de todos y besaba la mano de su obispo, un niño, encorvado bajo el peso de su baúl, lo miró a los ojos mientras subía su equipaje al barco. Su rostro, bañado de sudor, mostraba el terrible esfuerzo que realizaba cargando aquel baúl repleto con sus ropas y sus libros. Recordó haber pensado que el chico merecía una limosna, que cuando subiese al barco lo buscaría para recompensarlo, pero también recordó que no lo volvió a ver y que enseguida lo olvidó. Intentó rememorar que ropas vestía, el color de su pelo, si calzaba zapatos o andaba descalzo pero solo consiguió acordarse de su mirada, unos ojos oscuros y vacíos, fríos y sin luz y que nada decían.
- ...pa que usté vea Don Domingo las vueltas que da la vida, cuando llegara a San Andrés el tal Ginés Brito, que viene siendo, si las cuentas las llevo bien quitás, biznieto de Don Manuel, el que matrimonió con la Acorda en San Cristóbal La Laguna, porque tuvo que salí juyendo de Fuerteventura por el robo las joyas aquellas, que en casa siempre sa dicho que son mentiras, que el ladrón fue su hermanastro Bartolomé, el que le conté que casase con la Berriel y que después se fue a viví pa Las Palmas, que por puras envidias y malquisencias que tenían entre ellos dos desde que eran chicos, se las ingenió pa echasles las culpas a él. Güeno, como le iba diciendo, el pobre Ginés, que mirando palante, viene siendo como el padre el tatarabuelo mío, cuando dicen que desembarcó en Puerto Espíndola, el hombre venía con una manita delante y la otra detrás…
Don Domingo, intentando huir del recuerdo de aquella mirada vacía del niño del muelle de Santa Cruz, había vuelto a concentrarse en el relato interminable de su guía, al que parecía que tan solo quedaban un par o tres de generaciones para llegar al finiquito de su cuento.
- Aprecio por lo que usted me cuenta, Don Gonzalo, que tiene usted ascendencia prácticamente de todas Las Canarias – interrumpió cortésmente Don Domingo el monólogo del indiano, como para darle a entender que seguía con minuciosidad todo su relato, aunque enseguida se arrepintió de sus palabras.
- Pos si yo le contara de la familia de mamá nos amanece el día – se revolvió en el suelo Gonzalo Soldado y cambió de postura volviendo a sentarse en cuclillas – pero déjeme usté que le termine el cuento de cuando llegó a San Andrés Ginés Cabrito, que dicen que así lo llamaban porque era medio gago y se trabucaba el pobre cuando le preguntaban por su nombre. Como le iba diciendo, el pobre hombre llegó con lo puesto, no vé que tuvo que salí escopetiao de Fuerteventura, fuerte ventura, fuerte desgracia. Enese San Andrés y enesos Sauces parriba, enesa época, estaba to sembrao caña, como paquí en estos Tazacortes, unos dicen que más, otros que menos, pero tírele usté que más o menos sería lo mismo, que sí por aquí baja agua desa Caldera, por allí, los nacientes Marcos y Cordero, no se crea usté que empujan menos agua, que yo la ha visto llegá clarita hasta el mar, donde le dicen La Cruz Chiquita. Pos ná, pahí tuvo el hombre que buscá trabajo. Qué remedio, otra no le quedaba. Él, que no había dao palo al agua en toa su vida y que no sabía lo que era criá callos en las manos porque se había críao entre sagalejos de muselinas y faldas almidonás, tuvo que aprendé a cogé el machete y a doblá la cintura desde que clariaba el día pa vé a trabajá hasta que se escondía el sol atrás la Punta la Gaviota, allá por Barlovento. Pos ná, en casa contaban que la hacienda donde consiguió brega era de Los Vandevalles esos, que como tos los señoritos vivían en la Ziudá, pero que un día que vinieran pa echá un ojo sus propiedades, El Cabrito, que así lo llamaba tol mundo y se rían dél, va y suelta el machete, se limpia las manos en los calzones y sin pedí audiencia ni ná, va y sujeta por las correas el caballo de Don José, que así llamaban al Vandevalle aqué. Ya se pué usté imaginá lo que ocurrió a continuación. Ginés El Cabrito, el desdichao, lo que quería era darse conocé y presentá sus méritos y sus alcurnias pero el pobre como era medio gago lo único que consiguiera, primero las risas tos los presentes y aluego dos latigazos del capataz.
- Don Gonzalo, se lo pido por favor. Le he dicho y de nuevo le repito, que me parece muy interesante todo el relato sobre la historia de su familia pero le pido por favor que termine usted el cuento de una vez por todas, hombre de Dios, que nos vamos a congelar en esta plaza – decidió Don Domingo interrumpir y acabar de una vez con aquel interminable galimatías de su guía.
- El cuento ya lo acabe, Don Domingo – le respondió serio Gonzalo Soldado, levantándose y buscando su mirada en la oscuridad de la noche – Yo soy heredero la raza Ginés El Cabrito y de naide más, de qué me sirve a mí dahí patrás. Mañana, cuando esas gentes lleguen, con sus andares altariaos y toas sus refinaduras, éste que está aquí, un servidó, gacha la cabeza y si no lo aquellan, no abre la boca ni pa resollá. Ahorita, si a usté le parece bien, vamos buscá abrigo pa casa El Grajiao, el hermano de Miguel El Pardelo, que seguro que Mario y los chicos ya deben está dormíos.
Don Domingo se incorporó y siguió, cabizbajo y en silencio, al indiano, a través de aquellas callejuelas oscuras y desiertas. La moraleja del relato de Gonzalo Soldado parecía articularse en varias direcciones. Por un lado le indicaba que debía olvidar sus orígenes remotos, él ya no sería nunca más el flamante discípulo del Seminario de Vegueta, el protegido de Su Eminencia, Don Manuel Verdugo, Obispo de Canarias. Ahora solo era el humilde párroco y beneficiado de la pobre e insignificante parroquia de San Amaro. Y por otro lado, le advertía de la conducta que debía mantener al día siguiente cuando llegaran Don Ramón y el cura de San Miguel con los doctores y la comitiva que los acompañase. Parecía pedirle un acto de sumisión y que olvidase las injusticias y las canalladas a que se habían visto sujetos los niños de Tijarafe. Cogida con pinzas se le antojó la parábola usada por Gonzalo Soldado para aconsejarle el comportamiento que debería observar al día siguiente, pero además, no esperaba esa actitud de resignación y mansedumbre en el indiano. Definitivamente, aquel Ginés El Cabrito había hecho mucho daño en su genealogía. ¿Cómo olvidar las tropelías a que se habían visto expuestos los pobres angelitos por parte de aquel mercenario Don Ramón? ¿Cómo justificar el abandono de los niños por parte de aquel sacerdote?
Al llegar ante las puertas pintadas de verde del humilde pajero, Don Domingo asió del brazo a su acompañante y le encaró.
- ¿Qué fue de El Cabrito? ¿Qué hizo después de recibir los latigazos?
- Ese es otro cuento que ya le contaré otro día – le respondió Gonzalo Soldado con una media sonrisa – Ahora vamos a dormí un poco que mañana va tené usté un día largo y entretenío.
Al día siguiente se despertaron bien temprano con el canto de varios gallos que parecían retarse para ver quien daba la nota más alta. Tras agradecer a José María El Grajiao su hospitalidad, Don Domingo pidió a su sacristán que repartiese la poca comida que quedaba entre todos.
Mientras Mario Sacristán repartía un peloto de gofio y unos pocos higos secos a los niños, el párroco de San Amaro se dedicó a clasificar las ropas que había conseguido reunir en Puntagorda y medio a ojo, medio a sorteo, fue entregando a los niños, a uno una camisa, a otro unos pantalones, a otro unas alpargatas y en un intento vano de adecentarlos les pasaba la mano por los cabellos para peinarlos lo mejor posible.
De aquella guisa, compuestos y remendados al menos de dignidad, se dirigieron de nuevo a la iglesia de San Miguel a la espera de la comitiva de Los Llanos. El numeroso grupo que formaban ahora enseguida se convirtió en la comidilla del pueblo costero y pronto la plaza se llenó de curiosos que llegaban desde todos los callejones preguntando sorprendidos que hacía tanto chico forastero a las puertas de San Miguel.
- Dicen que son chiquillos sin sacramentá, que estos hombres y ese cura, los sacaran de padentro parriba La Caldera y los trayeran a bautizá – contaba una vieja mientras se santiguaba, a otra que acababa de llegar.
- Pobrecitos, críaos como salvajes en esos riscos – asentía y también se santiguaba la otra.
- Quía pallá, ¿A qué dice usté? Esas gentes llegaran anoche en un barcovela que está fondiao abajo en la boca el barranco. Un primo mío que vive pabajo pal El Puerto los vió desembarcá esta mañana tempranito – las corrigió uno que venía llegando.
- Pos si será. Dil Puerto vengo yo ahora mismito y chiquito tié que sé ese barcovela porque yo no viera ninguno – lo negaba un tercero – Lo que yo ha oío y no digo que sea verdá ni tampoco que sea embuste, que son tos garafianos y que vién a cumplí una promesa al santo.
- Ahora que lo dice, el que asujeta la yegua me se quié conocé con alguién desa Garafía o desa Puntagorda pallá – se iba aproximando otro a la verdad – y dígame usté, ¿se sabe la promesa a cuenta de quí es?
- Pos no le digo…
Mientras proseguían los dimes y diretes, por detrás de la iglesia, por donde transcurría el camino que llevaba hacia Argual y Los Llanos, fue abriéndose un pasillo de silencio entre la multitud, mujeres arrodilladas y hombres sacándose rápidamente la montera. La plaza de San Miguel, poco a poco fue enmudeciendo y solo sonaban los cascos de los caballos de varios jinetes que entraban a ella. Gonzalo Soldado también se destocó y puso una rodilla en tierra y Mario Sacristán lo imitó y urgió a todos los niños a lo mismo. En la plaza, junto a la puerta de la iglesia, solo quedó de pie Don Domingo.
- Buenos días tenga usted, Padre – lo saludó sin bajar de su montura un joven ricamente ataviado.
- Lo mismo os deseo, hijo mío – contestó educadamente Don Domingo.
Don José Domingo de Sotomayor Topete Massieu Vandale, era el único hijo, y por lo tanto el heredero de Doña Tomasa de Sotomayor Topete Massieu Vandale, la mujer más rica de la isla. Propietarios de multitud de haciendas a lo largo y ancho de la isla, también eran dueños y señores de La Casa Principal de Tazacorte, con sus plantaciones de caña y sus ingenios de azúcar.
El heredero de Doña Tomasa, además de llamarse igual que el cura de San Amaro, por su aspecto, también parecía tener su misma edad, e igualmente, aunque estuviese subido a caballo, su estatura tampoco debía llegar a las dos varas.
El delfín de la casa Sotomayor contemplaba, entre medio divertido y medio escandalizado, a la única persona que no se había arrodillado ante su presencia y que le aguantaba la mirada.
- ¿Me decís vuestro nombre y quien sois o preferís que me presente yo primero? – jugueteó el heredero.
- Mi nombre es Domingo José García de Los Palacios y soy el cura y beneficiado de la humilde parroquia de San Amaro y por lo que veo aquí, todo el mundo debe saber quien sois vos, menos yo.
- Anda la gracia, sí hasta tocayos somos, – se descabalgó sonriente el primogénito –aunque yo me nombro primero José. José Domingo de Sotomayor y un montón de apellidos y títulos más, que no quiero enunciar para no aburriros. Y decidme, ¿Qué hacéis aquí, tan lejos de vuestra aldea?
- Hemos venido en busca de la milagrosa vacuna contra la viruela – contestó Don Domingo y señaló a sus acompañantes – Teníamos pensado acercarnos hasta Los Llanos en busca de los doctores pero nos hemos enterado que ellos venían hacia aquí y hemos decidido esperarlos.
- En lo cierto estáis, Don Domingo. Estos caballeros que me acompañan son esos doctores que esperabais. Sin embargo nadie me habló a mí de puntagorderos. El alcalde de La Candelaria, que no recuerdo su nombre…
- Ramón Pérez, pa servirle a su señoría - se adelantó rápidamente un hombre, aunque encogido servilmente y estrujando la montera entre sus manos.
- Está bien, muchas gracias. – le contestó molesto el Sotomayor al verse interrumpido – Coged mi caballo y llevadlo a beber pero por favor, sacaros de mi presencia. Fuerte hombre enredador y zascandil – se dirigió de nuevo al cura de San Amaro – Perdóneme usted, Padre, pero desde que salimos de Los Llanos, no ha parado de importunarme con zalamerías e idioteces.
Don Domingo se quedó observando al alcalde de La Candelaria mientras este tomaba las riendas del caballo y partía solícito y recordó la macabra narración de Caruso, el niño de Tijarafe. También observó como Mario Sacristán le había echado el ojo y como disimuladamente salía tras de él. Entonces dirigió una mirada suplicante a Gonzalo Soldado y quedó más tranquilo al ver que éste también se había percatado y que guiñándole un ojo, partía detrás de ellos.
- Como le iba diciendo – prosiguió el hacendado, ajeno a estos movimientos – el señor éste, Don Ramón, espero que pronto se me vuelva a olvidar su nombre, llegó a nuestras haciendas de Argual, donde por casualidad me encontraba, acompañado del párroco de San Miguel, Don Antonio Encarnación, que ahora mismo le presento, y con mil enredinas, nos suplicó que bajásemos a vacunar a una suerte de infantes tullidos que no se podían valer y no sé qué cuentos más. ¡Fuerte desfachatez! La suerte suya que venía acompañado de Don Antonio, mosén querido y confesor de mi madre Doña Tomasa, y éste intercedió por ellos. Pero, como le iba diciendo, en toda su perorata inacabable no hizo mención alguna ni de niños ni de curas de Puntagorda.
- Es una larga historia – contestó evasivamente Don Domingo, recordando los mensajes subliminales que contenía el cuento de Gonzalo Soldado sobre el linaje de su familia.
- Muy bien, acepto vuestra discreción – se felicitó el Sotomayor, que ya estaba harto de aquella situación y no deseaba en absoluto oír otro discurso interminable – Acompañadme para que os presente a Don Antonio y a los doctores.
Después de las presentaciones el Sotomayor ordenó a los doctores que comenzasen las vacunaciones y tomando a Don Domingo y a Don Antonio de un brazo les pidió que lo acompañase.
- Hacedme el favor y acompañadme hasta la hacienda, donde podremos descansar y pedir que nos sirvan el desayuno. Dejemos a los doctores que hagan su trabajo, que empiezo a estar harto de contemplar tanto pus y tanto niño.
- Os ruego que me perdonéis pero mi deber me obliga a quedarme con mis niños para confortarlos y auxiliarlos en esta delicada situación. Los pobrecitos no han visto una aguja hipodérmica en su vida y me gustaría estar con ellos en este doloroso proceso – se excusó Don Domingo, no queriendo repetir su comportamiento de Tenerife.
- Vaya usté con Don José, Don Domingo, que aquí, entre Don Gonzalo, Don Ramón y yo, echamos una mano a los señores cirujanos – vino en su ayuda Mario Sacristán que se masajeaba los nudillos de su puño derecho.
Don Domingo se percató que el alcalde de La Candelaria se tapaba las narices con las manos y con la mirada interrogó y reprobó a Gonzalo Soldado, que mostrándole las palmas abiertas de las suyas y una sonrisa pícara en la cara, le dio a entender que él no había podido hacer nada.
Don Domingo, esbozando su mejor sonrisa, se giró de nuevo hacia el Sotomayor y hacia el párroco de San Miguel.
- No – volvió a negar el joven cura de San Amaro y se sintió el hombre más valiente del mundo – Perdonadme Vuestra Excelencia, pero mi lugar está aquí, con mis niños.
continuara

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