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artemi garcia

XVII
Febrero de 1804
Camino Real
Quinta parte


Años atrás, siendo aún novicio en el seminario de Vegueta, el joven Don Domingo conoció a un misionero, que portando el cordón de San Francisco, había predicado la palabra del Señor en El Perú de Las Américas. Don Domingo no recordaba el nombre del monje franciscano pero sí lo recordaba como un hombre anciano y marchito que vestía el humilde sayal de lana y gustaba de andar descalzo por el patio del seminario. Al igual que al resto de sus compañeros, al bisoño Don Domingo, aquel fraile le parecía más un mendigo que un Hermano del Señor. Sin embargo, cuando se sentaban a su alrededor bajo la sombra de los naranjos del jardín, todos quedaban embelesados oyéndole contar de sus viajes y de sus aventuras en aquellas lejanas y salvajes tierras.
Ahora, andando sobre la arena negra y los callaos de la playa de Tazacorte, Don Domingo recordó una de las historias que contaba el mendicante misionero. Les habló de un rito pagano que realizaban muchas de las tribus que malvivían en la jungla, comiendo carne cruda de mono y asquerosos gusanos, ignorantes de las doctrinas de La Santa Madre Iglesia. Les relataba el estrafalario monje, que llegados a una edad apropiada según sus hieráticas costumbres, los jóvenes tenían que pasar una prueba para convertirse en adultos. Les pintarrajeaban sus cuerpos desnudos con sangre y excrementos y los abandonaban a su suerte en lo más profundo de la selva, a varios días de viaje de su aldea. No les daban agua ni comida alguna y ellos solos tenían que fabricar sus propias armas para cazar y defenderse de las alimañas que acechaban en su camino. De muchos de ellos no se volvía a saber y en los poblados no se molestaban en averiguar su paradero. Seguían viviendo su pagana vida como si nunca hubiesen existido, sus madres no los lloraban ni sus hermanos preguntaban por ellos. Tan solo al que conseguía volver, se le agasajaba y celebraba como nuevo guerrero de la tribu. Le construían una cabaña nueva y le entregaban dos o tres doncellas para que se desposara con ellas.
Algo parecido sentía ahora Don Domingo. Si bien su viaje de Puntagorda a Los Llanos tenía una cristiana y saludable misión, inocular La Vacuna a los niños para erradicar las terribles viruelas de la faz de La Tierra, también se estaba convirtiendo para él en una especie de viaje iniciático. Y más lejana aún en el tiempo, su prueba de adulto, su confirmación como soldado del Señor, había comenzado aquella mañana fría de diciembre en el despacho de su amado Obispo, cuando éste le habló por primera vez de San Amaro. ¿Preguntarían su madre y sus familiares por él? Cuando llegasen a Los Llanos, aprovecharía la ocasión y buscaría un momento para escribirles unas palabras, seguramente que desde allí podría enviarles una carta. Pero qué les contaría, ¿Que había cazado al león y ahora vestía sus pieles o qué su alma temblaba de frío y de miedo y no encontraba el camino?


- Don Domingo, me perdone usté que le diga, pero si ustedes no tienen otro paso, se nos fecha la noche antes de llegá a Los Llanos – les dio prisas de nuevo Gonzalo Soldado, después de abandonar la playa y comenzar ascender la ladera del barranco Tenisca, en dirección al populoso barrio de El Charco en el poblado de Tazacorte.
- Yo otro paso sí tuviera, pero más calmoso entoavía – fue Mario Sacristán el primero en contestar – que mira que esta cuesta jala patrás.
- Mucho lo siento Don Gonzalo pero mi Mario lleva razón. – se detuvo a coger aire Don Domingo – Además, no solo es lo empinado de esta cuesta, es también la fatiga de las piernas. Llevamos todo el día andando y sí quiere usted que le diga la verdad, no puedo dar un paso más. Y por Dios, mire usted el semblante de estas pobres criaturas, están totalmente extenuados.
Gonzalo Soldado también detuvo a su yegua sobre el empedrado camino que conducía a Tazacorte y se quedó mirando al peculiar grupo al que servía de guía.
- ¿Quién me mandaría a mí? – pensó para sus adentros – Como decía papá, anda con niños y saldrás cagao y por lo que se ve, con curas también.
- El que manda es usté, Don Domingo. Si aligeramos el paso, en Los Llanos nos ponemos en poco rato pero si usté quiere, viramos patrás y echamos la noche en la playa. Le damos la vuelta a La Malpintá del Pardelo pa azocarnos y prendemos una foguera pa atajá el frío y espantá las ratas.
- ¿Ratas?, ¿Ha dicho usted ratas, Don Gonzalo? – preguntó azorado el curita de San Amaro.
- Negras y grandes como conejas – apuntilló Gonzalo Soldado para meterles miedo y conseguir que siguieran andando – Les gusta andá la noche atrás de cangrejos y jullonas en los charcos y buscando cabezas y ventrechas de pescao en el callao. Dicen que cuando te quedas dormío, te se comen los deos de las patas despacito, despacito, mordiendo y soplando, mordiendo y soplando, como pa que no te des de cuenta. Más de uno se ha despertao en la mañana calzando dos números menos de alpargatas.
- A Fulgencio, el de Domitila la de La Verada, algunos lo llaman Orejeta, como pa burlarse del pobre hombre, porque una vez que se quedara dormío en el monte Garafía custodiando una horniada brea, van las ratas y le comieran más de media oreja – corroboró Mario Sacristán los cuentos del indiano.
- Está bien Mario, ya está bien. Queda totalmente descartado volver y hacer noche en la playa pero Don Gonzalo, déjenos usted tomar resuello y por favor saque usted el odre y denos al menos un buche de agua.
- Otra cosa también se pué hacé – sugirió Gonzalo Soldado mientras sacaba el pellejo de una de las angarillas de Rebujada – Tazacorte ya está ahí encimita y con la misma pudiéramos hacé noche en casa de alguién y seguí camino mañana parriba pa Los Llanos.
- Excelente idea Don Gonzalo – aplaudió enseguida el joven párroco de San Amaro – Veo, que como siempre, sigue usted aportando alternativas sencillas y realizables cuando todo parece perdido. Y seguramente ya tendrá usted pensado la casa de quien, misericordiosamente, nos acogerá esta noche.
- Pos no le digo Don Domingo. En casa los Vandales o los Monteverde no creo y en la hacienda los Sotomayó que le voy a contá – ironizó el indiano mientras iba acercando el odre a la boca de los niños –Esos seguro que andan metíos pa La Ciudá y tampoco es que tenga yo tanta confianza como pa sabé adonde dejan escondías las llaves, pero algún bagañete habrá que nos dé cobijo, aunque sea en la lonja donde encierra el ganao.
Don Domingo no se enfadó con las burlas de su guía, en cierta manera las tenía merecidas. Siempre delegaba la solución a todos los problemas en Don Gonzalo y ya era hora que también él los enfrentase. Las oraciones y las rogativas estaban bien para la salud espiritual y la grandeza del alma pero también debía coger las riendas en el plano material. Él era el pastor de su rebaño y por lo tanto el responsable de su cuidado y su sustento.
- Don Miguel, el sacristán de la iglesia de Las Angustias, o El Pardelo como lo llama usted, creo recordar que mencionó algo sobre una ermita bajo la advocación del Arcángel San Miguel en Tazacorte. ¿Está muy lejos esa iglesia Don Gonzalo?
- En to el centro el pueblo y a dos pasos aquí por encimita, Don Domingo.
- Pues muy bien. Hagamos un último esfuerzo y guíenos usted hasta la plaza de la iglesia. El resto corre de mi cuenta – pareció tomar nuevos bríos el joven cura.
Los últimos rayos de sol de aquella tarde de febrero acompañaron la entrada de Don Domingo y los suyos en la aldea de Tazacorte. Deambularon por angostos y sombríos callejones de piso embarrado después de las lluvias. Las casas solariegas de los grandes señores de La Ciudad se hallaban cerradas como pronosticara Gonzalo Soldado. Ahora, ante la asustada mirada de los puntagorderos, se mostraban como caserones fantasmales, sus patios colmados de hojarascas y hierbajos, los encalados deslucidos y apagados y sus balconadas de tea, secas y agrietadas. Tan solo encontraban abiertas a su paso puertas de humildes casitas, donde malvivían hacinadas familias enteras de jornaleros sin tierras ni trabajo.
- Toa estas gentes trabajaban antes en la caña azúca y los ingenios – le explicaba Gonzalo Soldado al cura – pero ese negocio se fue a pique hace muchos años. Con la azúca La Habana no se pué disputá. No ve usté que allá, a la negrada la hacen trabajá hasta reventá, de sol a sol, sin respetá domingos ni fiestas de guardá. Si yo le contara.
Don Domingo saludaba y bendecía a todos los que se acercaban, percatándose de la pobreza y la miseria en que vivían. Sus niños no desentonaban en absoluto con los que salían a su encuentro, estos estaban igual de famélicos y andrajosos.
Su visión desde El Time de la grandiosidad del Valle, le había hecho pensar que se dirigía hacia un vergel, donde la prosperidad y la riqueza le harían enrojecer de envidia y de vergüenza. Pensaba que la fertilidad de este valle colmaría todas las necesidades de sus habitantes, que nadarían en la abundancia y no se privarían de nada. Y sin embargo, de nuevo encontraba El Hambre aposentada en cada rincón de aquellos callejones, donde las sombras de la tarde comenzaban a dar paso a las penumbras de la noche.
La iglesia de San Miguel Arcángel, aislada sobre un pequeño promontorio, aún destacaba en la agonía de la tarde. En la campana de su espadaña, moría el último rayo del sol, que ya se escondía tras las nubes del horizonte. En su escueta plaza de empedrado desigual se adivinaba la presencia de un grupo de personas, aunque por su tamaño parecían todos niños de distintas edades, unos sentados en los escalones del pórtico y otros apoyados indolentemente en sus paredes. Ninguno se movió de su posición ante la llegada de los viajeros de Puntagorda.
- A las buenas de Dios – saludó Gonzalo Soldado que iba delante con Rebujada.
Ni se inmutaron, tan solo un par de ellos levantaron la cabeza y observaron al grupo que llegaba, pero ninguno devolvió el saludo.
Don Domingo se abrió paso entre su grupo y se acercó hasta los que estaban sentados a la puerta de la iglesia. Eran idénticos a los suyos, flacos y esmirriados y pobremente vestidos. Tal vez peor, porque estos tenían el semblante de enajenados, con la mirada vacua y perdida y toda la pinta de llevar varios días sin comer.
- Buenas tardes, hijos míos. ¿Qué hacéis aquí sentados, a quién estáis esperando?
- A Don Ramón – fueron las escuetas palabras que atinó a contestar uno de ellos.
A Don Domingo se le iluminó el rostro y le dio un vuelco el corazón.
- ¿Os referís a Don Ramón, el alcalde de Candelaria?
- Sí – volvió a contestar el mismo chico con su parquedad en palabras.
- Loado sea El Señor – celebró entusiasmado Don Domingo y se dirigió a los suyos – Son los niños de Tijarafe.
- No se lo decía yo – contestó Mario Sacristán – Si algo malo hubiera pasao, más antes qui después nos hubiéramos enterao.
A Don Domingo no le cabía el júbilo en el corazón pero se le enredaban en la cabeza las mil y una preguntas que quería hacer a los chicos de La Candelaria.
- ¿Pero qué hacéis aquí?, ¿Dónde está Don Ramón?, ¿Os han inoculado ya La Vacuna?
- Don Domingo, usté me va a perdoná – intervino el siempre práctico Gonzalo Soldado – pero por el jocico destos chicos, lo primero que un servidó dispondría con el permiso de a usté, sería meterles algo al buche pa llenasle la barriga. Mire usté que ni coló de gente tienen, estos tien más hambre que yo cuando llegué a La Habana.
- Tiene usted toda la razón, Don Gonzalo. ¿En qué estaría yo pensando? Pobres angelitos míos. Mario por favor, amásales un peloto de gofio a estos pobres desamparados.
La palabra gofio ejerció el poder de un talismán entre los niños de Tijarafe y todos se levantaron como un resorte y acudieron a besar la mano del cura. Don Domingo se dejó querer y los iba entreteniendo preguntándoles por su nombre y por sus padres, mientras su sacristán amasaba el zurrón. Por su parte, los chicos de Puntagorda, siempre ávidos, también aprovecharon la oportunidad y se arremolinaban junto a Mario Sacristán.
- Échele un fisquito más, Don Mario, que nosotros también acompañamos – lo embullaban Cheche y Falucho.
Mario Sacristán paseó el zurrón entre los chicos como cuando pasaba el cepillo en la iglesia pero al revés, en vez de poner quitaban y en un santiamén lo desvalijaron.
Mientras Gonzalo Soldado repartía un buche de agua con el odre, Don Domingo apartó a Carucho, él que había contestado tan conciso a sus primeras preguntas y que además parecía ser el mayor del grupo y comenzó más sosegadamente el interrogatorio.
- ¿Dónde está Don Ramón?
- Parriba pa Los Llanos dice que iba.
- ¿Y cuando fue eso? – se dio cuenta Don Domingo que al chico, aunque con el estomago recuperado, tendría que sacarle las respuestas a pinzas.
- Ayé.
- ¿Ayer?, ¿Me quieres decir que estáis desde ayer solos y sin agua ni comida, aquí, abandonados en esta plaza?
- Ayé po la noche vino una vieja y nos trajera unos bollos extreme y unos pedazos caña dulce y ahí detracito hay un chorro agua.
- Bueno, por lo menos habéis comido algo. Pero dime, ¿A qué fue Don Ramón a Los Llanos y por qué no os llevo con él?
- Atrás la gente esa la vacuna dice que iba. A vé si daba conellos.
- Pero ¿Por qué no fuisteis con él? – preguntó de nuevo el cura, armándose de paciencia y dándose cuenta que tenía que realizar las preguntas de una en una.
- Algunos hay que apuraos puen da un paso, lo mataos que quedaran cuando fuimos a cruzá el barranco.
- ¿Por dónde intentasteis cruzar el barranco?
- Por Jeduye pa fuera.
- ¡Dios Mío Santísimo! – exclamó Don Domingo y llamó enseguida a su guía – Escuche usted Don Gonzalo, lo que me está narrando este pobre infeliz. Cuéntanos todo lo que pasó, ¿Cómo intentasteis cruzar el barranco por lugar tan sumamente peligroso?
- Don Ramón dijo que por allí se podía pasá sin mieo el barranco. Había un palo grande trancao entre unos morros y por ahí nos mandó a cruzá.
- Prosigue por favor, ¿Qué fue lo que pasó?
- Pos ná. Andresín mi hermano se resbaló y se torció una pata intentando brincá el palo y no se cayó al agua porque anduve yo liviano y lo jalé por los pelos. Pero Quique el de Los Gatiao y Vilfredo el del Pino Corujo, sí se cayeran al agua porque el palo se diera la guelta y casito se los traga el barranco. Menos mal que más pabajo consiguieran salí trabucaos en la gajá un mato grande y pudieron escapá, pero salieron tos enchumbaos y tos mataos los partigazos que se dieran.
- ¡Ave María Purísima! Debemos dar gracias al Señor por hacer brotar ese árbol en tan preciso lugar – se persignó Don Domingo - Y dime, ¿Qué hicisteis entonces?
- Pos ná. Cuando el palo se diera la guelta, el barranco lo arrastró y se lo tragó pal fondo pabajo. Antonces Don Ramón nos echó la culpa y nos corrió a palos a tos nosotros que no debíamos culpa de ná.
- ¡Fuerte plebe mala! – sentenció Mario Sacristán, que se había acercado con los demás para oír el relato del chico - ¿A quién me recordará a mí? Deja que yo lo vea que le voy a decí de la pata que cojea la mesa.
- Mario por favor, deja de añadir más leña al fuego – lo atajó el cura y continuó anhelante con el interrogatorio – Y tú, mi niño, anda y síguenos contando, ¿Qué pasó después?
- Pos ná. Cuando Don Ramón se jartó de repartí cogotazos y cancaníos, a Fermino el de Gertrudis la de la Fuente del Toro, le acertó uno en el tronco la oreja que casito se la arranca, - recordó el chico y se rascó la suya - viramos pa tras viendo que por allí no se iba a podé.
- Entonces volvisteis de nuevo hasta Amagar y tomasteis el camino que conduce al Santuario de Las Angustias que era el que teníais que haber tomado desde un principio. Estoy en lo cierto ¿Verdad? – intentó Don Domingo ayudar al niño en su relato.
- ¡Qué dice! Don Ramón dijo que si virábamos otra vez parriba pa Amagá, nos cogía la noche fechá y nos perdíamos el trillo.
- Usté me perdone Don Domingo, pero no me enrede usté al chico y déjelo hacé el cuento a su manera – intervino Gonzalo Soldado, ansioso también por oír el final de la historia – Sigue Caruso, ¿Antonces que hacieron?
- Pos ná. Barranco pabajo brincando morros y buscando por adonde cruzá. Como Andresín mi hermano se le hinchó la pata, me lo tuve que cargá a las caballotas y El Quique y El Vilfredo, medio arrastrándose nos siguieran.
- Por Dios Don Domingo, no me guelva usté mandá callá la boca – no se pudo resistir Mario Sacristán oyendo las penalidades que contaba el chico de La Candelaria – A ese Don Ramón, cuando yo lo escolumbre, le voy hablá bajito a una oreja porque la otra se la pienso arrancá, la mordía que le voy a dá.
Don Domingo no se atrevió esta vez a reprender de nuevo a su sacristán. Tampoco él podía creer lo que estaba oyendo, pobres angelitos de Dios.
- Por favor Caruso, síguenos contando.
- Pos ná. El barranco ca vez se ponía más malo de andá y Don Ramón no encontraba adonde brincá pal otro lao. A mí mi hermano me pesaba ca vez más y El Quique y El Vilfredo no hacían más que jirimiquiá. Don Ramón a veces viraba pa tras y los hacía callá, pero con el tronío el barranco no sé yo lo que les decía, pregúnteles usté a ellos, pero callarse se callaban.
- Pero ¿Conseguisteis cruzar por algún sitio? - inquirió Don Domingo, intentando reconducir al chico, ya que no quería imaginarse las medidas tomadas por el señor Alcalde para acallar los lamentos de los pobres niños.
- No sé pa que. Si pal otro lao no se vían na más que fugas y riscos peinaos, que ni cabras manguesas podían subí.
- Don Domingo, deje usté al chico que haga el cuento a su manera – volvió Gonzalo Soldado a recriminar al cura – Vamos zagal, sigue con el cuento.
- Pos ná. Dando tumbos seguimos por el barranco pabajo hasta que llegamos a liglesia Las Angustias, pero porahi tampoco se podía pasá. Don Ramón decía que pallí tenía que habé un pasadero pero nosotros no víamos ni puente ni víamos ná. Lo que queríamos era descansá un fizco la molienda que llevábamos encima y echá el peloto gofio que nos había prometío. Ni caso. Una molienda palos fue lo que nos prometió si seguíamos dándole la pejiguera y que hasta llegá a Los Llanos no probaríamos bocao. No ve que se puso como loco, dando voces y naidie resollaba, toas las puertas trancás y él dando gueltas por tos laos pa ná, si pallí no había naidie.
- Que mala suerte que no estuvieran ni Don Ángel ni su sacristán, Don Miguel. Ellos seguro que os hubiesen auxiliado y por descontado, hubiesen amonestado por su comportamiento a Don Ramón – intentó consolarlo el cura.
- Pos no le digo, nosotros vé, no vimos a naidie.
- ¡Don Domingo, hágame el favó! – fue ahora Mario Sacristán el que reprendió al cura – y tú, sigue con el cuento y como vuelvas a decí “pos ná”, seré yo el que te meta un jaquimazo.
- ¿Y qué quié que le cuente?, ¿Qué ibanos a jacé? Pos ná. Seguí bajando pabajo pal Puerto, otra no había. Amás, nos estaba cogiendo la noche y apurao se vía el trillo, menos mal que era gueno de andá que sino…a mí, mi hermano Andresín, ya me pesaba más que un feje ramos.
- ¿Y qué hicisteis cuando llegasteis a la playa? No me digas que cruzasteis el puente de la playa en la oscuridad de la noche – se alarmó el cura.
- ¡Qué dice! Don Ramón se puso pelrujo perdío y con los bigotes to atufaos pero ni él tuvo gandingas pa trasponé por aquel puente eldiablo. No se vía ná y solo se oyía el ruge ruge del barranco que metía mieo.
- Pos parece que se azoró, con las prisas que llevaba – comentó Mario Sacristán – A mi me parece que el trapameja ese del alcaide, bravo es pa repartí cancaníos a chicos chicos pero cuando ve la mar sobre el jeito también vira patrás. Ganas tengo yo de conocé al gallo.
- Anda Mario y cierra la navaja – le recordó riendo Gonzalo Soldado – que tú casi dejas la postarra en medio el puente y eso que era de día.
- Por favor, Señores. – los atajó Don Domingo – Continúa Caruso por favor y dime ¿Entonces dormisteis en la playa?
- Pos claro. ¿Pa dónde ibanos a dí sino?
- ¿Y las ratas?, ¿Visteis alguna?, ¿Mordieron algún niño? – recordó asustado Don Domingo.
- Pos no le digo. Yo vé no vi ninguna. – se extrañó el chico – Ah gueno, por la mañana tempranito si vi yo un burgaño chico. Le mandé un matacán desos redonditos que hay en la playa, pero fallé por un fisquiño.
Don Domingo lanzó una mirada reprobadora a su guía, pero éste no se dio por aludido, sintiéndose de pronto muy interesado por la fachada de la iglesia.
- Bueno, mejor así – tuvo que aceptar Don Domingo que le habían dado otra quintada y cambió de tema – Sigue Caruso, ¿Qué hicisteis al día siguiente?
- Pos ná – se encogió el chico esperando alguna reprimenda del sacristán – De ná que comenzó a rayá el día, Don Ramón empezó apurasnos pa tirá parriba. Tos estábamos temblando de frío y muertos de hambre y casi ninguno podía ni dá un paso. Mi hermano Andresín tenía la pata hinchá y negra como el ala un cuervo y apurao a la pata coja se aguantaba de pie. Y el Quique y el Vilfredo tenían toas pegaitas las bagañas los ojos que no vían ni a caminá. Don Ramón, como uso y costumbre, comenzó a repartí cogotazos y variscasos pa que nos fueramos despabilando y ansina fuimos tirando paquí parriba.
Don Domingo no daba crédito al relato que contaba el chico. El comportamiento de este señor era inaudito, debería denunciarlo ante las autoridades de la isla, pero seguramente, ante los ojos de la justicia humana, el señor Alcalde no había cometido delito alguno. Al contrario, piadosamente y sin retribución alguna, había conducido a un grupo de menesterosos para ser inoculados con la vacuna contra las viruelas, y en el transcurso del viaje se habían producido algunos pequeños y fortuitos accidentes, los cuales, al señor Alcalde, le fue imposible evitar. Esa sería, probablemente, la sentencia que dictaminaría un juez humano. Pero ante Dios, ante los ojos de la justicia divina, el comportamiento de este señor sería indigno y muy lejos del proceder de un buen cristiano. Sí, había conducido a los niños, pero los había conducido como quien lleva una recua de ganado al matadero, a base de golpes y humillaciones. Sí, estaba realizando una obra pía por mandato del Bendito Monarca, pero donde éste por mor de sus vasallos, solo buscaba su salud y su bienestar, el señor alcalde solo buscaba terminar cuanto antes la misión encomendada y seguramente, incluso, ser recompensado.
- ¡Fuerte hombre ruin! – resumió Mario Sacristán los pensamientos del cura – Que ganas tengo yo de conocerlo y apartarlo pa un lao adonde no nos viera naidie, pa de hombre a hombre, tené unas palabritas conél.
- Y dime Caruso – siguió Don Domingo con el interrogatorio del chico sin atreverse a amonestar a su sacristán - ¿Qué pasó después para que os dejase abandonados, aquí en esta plaza?
- Pos ná. Cuando le entramos a Tazacorte ya era más de media mañana. No ve usté que casito podíamos caminá. Las gentes se asomaban a vernos pasá y yo viera hasta una vieja echarse las manos a la cara y hasta santiguarse. Los chicos de por aquí se rían de nosotros y nos corrían atrás. Cuando llegamos a la plaza esta, Don Ramón nos dijo que nos aguantáramos y lo esperáramos paquí. Se marchó y al rato después apareció con un cura como usté.
- Pues claro que sí. ¿Cómo no había caído? – celebró Don Domingo – Seguramente el párroco de San Miguel reprendió a Don Ramón y por fin alguien se compadeció de vosotros. Por cierto, ¿Cómo se llama vuestro benefactor?
- Pos no le digo. Estuvieran un rato mirándonos y cuchichiando entre ellos. Aluego Don Ramón se vino bravo pa nosotros y nos dijo que no servíamos pa ná, que éramos unos trafallos y unos quejosos y que no nos moviéramos de aquí.
- Pero, ¿Qué hizo el señor cura?, ¿No se acercó para preocuparse por vosotros, no os prestó su cristiano auxilio? – preguntó angustiado Don Domingo y ya esperándose lo peor.
- ¡El cura sí! No se llegó pa nosotros ni pa dasnos la bendición. Don Ramón dijo que se iban los dos parriba pa Los Llanos, pa vé sí daban con la gente esa la vacuna y que nos aguantáramos paquí, que en poco rato volvieran.
continuara

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