Datos personales

Mi foto
artemi garcia

XVI

Febrero de 1804
Camino Real
Cuarta parte



Al salir de nuevo a la plaza de La Iglesia de Las Angustias, donde los niños y sus compañeros de viaje lo esperaban, Don Domingo continuaba con sus tribulaciones. Por un lado, se sentía despreciable y no merecedor de los hábitos que vestía pero por otra parte, cuando la imagen de la bella Irene se manifestaba de improviso en las figuras sagradas de La Virgen, su alma se henchía y se colmaba de felicidad. Lo que creía sentir por aquella hermosa mujer era un sentimiento espontáneo que emergía desde el fondo de sus entrañas, puro y cristalino como el agua de un manantial que brotara entre las rocas. Desechados de su mente quedaban el placer de la carne y el escarnio del pecado. Un remanso de paz donde sentarse a descansar, un jardín de luz para soñar, una brisa musical que elevaba su alma hasta el cielo infinito, estos y no otros eran los paisajes que comparecían cuando el rostro de la bella Irene suplantaba a la Madre del Señor. Recordaba perfectamente cada detalle de la primera vez que la vio sentada bajo el almendro en flor, acunando aquel animalillo y como los rayos del sol se reflejaban en sus cabellos. “María, Madre de Dios”, recordó que fueron las primeras palabras que surgieron de sus labios.


- Don Domingo, usté perdone, pero mire el sol donde va ya – lo trajo Gonzalo Soldado de nuevo a la cruda realidad – si no nos andáramos diestro no vemos a cruzá el barranco.
- Sí Don Gonzalo, lleva usted razón. Mario por favor, busca en las angarillas de Rebujada el paquete que nos preparó Don Manuel y repártelo entre los niños.
Tras el revuelo y el asombro que crearon aquellas hogazas de pan entre los niños y que no tardaron en engullir, el grupo de parroquianos de Puntagorda se despidió de Don Ángel y del Pardelo y tomaron una senda entre tabaibas y verodes, que discurría paralela a la orilla del barranco, acompañando a las aguas en su dinámico y estridente recorrido.
Gonzalo Soldado, veterano de muchas batallas, se daba cuenta de que alguna aflicción pesaba sobre el curita de San Amaro. Suponía que el paradero de los niños de Tijarafe sería la causa y aunque él le quitara hierro al asunto, tampoco las tenía todas consigo. También le extrañaban su tardanza y el no tener noticias suyas. En esta isla de La Palma, pese a las distancias y a las dificultades de su orografía, las nuevas, fueran buenas o malas, volaban como el viento en el mar. Cuantas veces le había sucedido que al ir a narrar alguna nueva que había oído, ya sus interlocutores lo sabían y además le ofrecían nuevos datos que él desconocía o le daban una versión distinta de lo acaecido. No, si hubieran tenido algún percance, ya se hubieran enterado.
- Dará gusto Don Domingo. Cuanta agüita guena botada a la marea – decidió buscar un nuevo tema de conversación, para sacar al sacerdote de su desazón y también para borrárselos él de su cabeza – Metidita en un tanque tea, daba pa regá la isla to un verano entero.
- Usté me perdonara, Don Gonzalo – saltó enseguida Mario Sacristán - ¿Cuántos pinos hay que tumbá pal suelo pa levantá ese tanque suyo? No hay palos de tea en toa la isla pa ese menesté.
- En esto lleva Mario la razón, Don Gonzalo – intervino Don Domingo saliendo por fin de su abstracción – Una por otra. Si para construir ese depósito suyo hay que desertizar la isla, mejor será que la dejemos correr hasta el mar como siempre ha sido. El Señor, en su infinita sabiduría, así lo ha dispuesto y alguna intención tendrá que se nos escapa a nuestro corto entendimiento.
- Ahorita me va a perdoná usté a mí, Don Domingo – entró a la brega Gonzalo Soldado, contento de haber conseguido su propósito y sacar al curita de su muermo – y no me tome usté por hereje ni mal cristiano con lo que voyle a decí. Sí solo hiciéramos como usté dice, malviviendo en algún cejo y vestiditos con pellejos de cabra andaríamos, como dicen que vivían los antiguos.
Observando al grupo de niños descalzos y andrajosos y recordando donde vivían algunos de ellos, Don Domingo pensó que los avances de la sociedad moderna, ya en pleno siglo diecinueve, tampoco habían sido muchos, por lo menos para una gran parte de ellos. No obstante, decidió no compartir estas conjeturas con sus acompañantes y dar un nuevo enfoque a la conversación.
- De buen cristiano es dar la razón a quien la tiene y en este caso a usted le asiste, Don Gonzalo. Por lo tanto, ni son blasfemas sus palabras ni muchísimo menos le considero a usted un hereje. He intentado poner al Señor de medianero, porque creo que La Humanidad aún no está preparada para realizar tales proezas. Eso sí, quiero creer y así se lo pido a Dios Nuestro Señor, que con los progresos y los inventos que vemos cada día, seguro que alguna lúcida mente hallará las maneras para almacenar toda esta agua y a no más tardar, a lo largo de esta centuria, alguien encontrará la solución.
- Ahora soy yo el que me saco la montera, Don Domingo – admitió Gonzalo Soldado.
- Pos sí será – arrugó el beso Mario Sacristán hablando para su adentros, mientras echaba una mirada al tumultuoso río que bajaba por el barranco – quien lo viera lo creyera, pero éste que está aquí…
Con este talante más animado, el pintoresco grupo se fue acercando a la playa de Tazacorte. Al aproximarse al mar, el barranco de Las Angustias se iba ensanchando y las aguas de La Caldera comenzaban a crear orillas de arena y grava. Aquí los tarajales enterraban sus raíces y los juncos y los cañaverales creaban pequeños sotobosques, donde se oían el gorjeo de gallinuelas y levantaban vuelo los grajiaos.
El encuentro de las aguas con el mar era todo un espectáculo y tanto Don Domingo como su sacristán tenían que lidiar con los niños que echaban a correr sobre la arena negra de la playa y a retarse en su orilla a ver quien se acercaba más.
- Quietos paraos ahí, que les meto un varizcaso – sujetaba Mario Sacristán a los que pillaba – Cheche, a ti te la tengo sentenciá y tú, Falucho, mejó tuvieras vergüenza con la edá que tienes, cuando volvamos pal pueblo se lo digo a tu padre pa que te meta dos jaquimazos bien daos.
Don Domingo llevaba sujetos de las manos a los benjamines Isaino y Ciano, e igual que ellos, contemplaba admirado la colisión de las dos aguas. A estas horas de la tarde la marea comenzaba a vaciar, pero en su retirada, todavía enviaba algún rosario de olas que luchaban contra las aguas que bajaban desde la cumbre, como intentando detener su precipitada huida. Sin embargo, las aguas que el cielo había derramado en la crestería y los valles de La Caldera, poco a poco y sin descanso se abrían paso mar adentro, extendiéndose como una mancha de aceite que se perdía en el océano infinito.
- ¿Dónde enviará Dios estas aguas? ¿Qué otro pueblo las beberá? – se le ocurrió pensar a Don Domingo.
- La marea principia a vaciá Don Domingo – llamó su atención Gonzalo Soldado – Mejó fuéramos disponiendo pa cruzá el puente.
- ¿Qué es lo que tenemos que disponer, Don Gonzalo? – preguntó sorprendido el cura.
- Hágame usté el favó y acérquese usté paquí, Don Domingo – le pidió desde la orilla del barranco donde se encontraba sujetando a Rebujada – pa que le eche un ujito al puente éste, pa vé a usté que le parece.
- ¡Virgen Santísima! – no pudo reprimir Don Domingo la exclamación y se persignó varias veces con el asombro y el miedo reflejado en su rostro.
El puente de la playa, que tendría unas cuarenta o cincuenta varas de largo y poco más de una de ancho, consistía simplemente en un entarimado de tablas ancladas sobre tres pilones de piedras cogidas con mortero de cal, uno en el centro del río y los otros dos en sus orillas. No disponía de barandilla alguna y las aguas turbulentas lamían muy de cerca su endeble estructura.
- Hasta aquí llegamos. No pienso cruzar ese puente y menos aún con los niños, esto es una locura. Esperaremos hasta que baje el caudal y no haya riesgo alguno. Si hace falta haremos noche en la playa o las que hagan falta – sentenció Don Domingo y llamó a su sacristán – Mario por favor, acércate hasta aquí y deja en paz a los niños, que en la playa no hay amenaza alguna, es aquí donde está el peligro.
Mario Sacristán se apuró a cumplir las órdenes del sacerdote y dejó escapar a los chicos que había pillado, no sin antes propinarles un cogotazo a cada uno y se llegó hasta donde lo esperaban Don Domingo y Don Gonzalo.
- Seguro que conocías esta trampa mortal y no me habías advertido – lo recriminó nada más llegar éste.
- Usté me perdonara Don Domingo, pero conmigo no se meta – le contestó el sacristán, mientras tragaba saliva ante la visión del puente por donde tenían que cruzar – Sí algún día vuelvo a pasá por aquí, y que Dios no lo quiera, serán dos veces.
Mientras Don Domingo proseguía con su discurso de miedos y peligros, compareció en la otra orilla un paisano con un saquito al hombro, que sin preámbulos algunos, penetró sobre el puente y comenzó a cruzarlo distraídamente dirigiéndose hasta ellos.
Don Domingo inmediatamente guardó silencio y quedó como petrificado, observando los vaivenes que daba aquel hombre sobre el inseguro puente, que se movía como la cubierta de un barco en alta mar.
- Su bendición padre – se arrodilló el hombre ante Don Domingo y tomo su mano.
- Tienes mi bendición y la de todos los Arcángeles del cielo – le contestó Don Domingo asombrado – Jesús, María y José, ¿Cómo lo habéis hecho?, ¿Cómo habéis cruzado ese puente que ha puesto ahí Lucifer y no otro?
- La maña está en cruzá deprisita y sin mirá pa ningún lao. Basta que te demores, pa que vayas a dá al patio los cangrejos – le explicó el hombre a la vez que se despedía – Usté me perdonara Padre, pero llevo un mandao parriba pa La Punta y no quisiera me cogiera la noche fechá. El puente se pasa en un santiamén, no se amilanen ustedes y tiren palante.
Don Domingo siguió con la mirada al hombre hasta que lo perdió de vista entre los tarajales y entonces fue cuando recordó que no le preguntó por los niños de Tijarafe. Cuando se giró, encontró a Mario Sacristán y a Gonzalo Soldado bajando al suelo las angarillas de Rebujada.
- No pensaran ustedes…
- Vamos hacé una cosa, a vé que le parece a usté, Don Domingo – comenzó a explicarle el plan detenidamente Gonzalo Soldado - Vamos a pasá en fila de a uno. Primero paso yo con una angarilla de Rebujada pa que vea usté que no pasa ná y aluego, aquí el amigo Mario, pasa con la otra. Usté, si lo tiene a bien, se espera aquí aguantando la yegua y nos va mandando pallá a tos los chicos, pero de uno en uno. Después viro yo patrás a dá con usté. Luego pasa usté ligerito y al finá cruzo yo a Rebujada y tiramos parriba pa Los Llanos, a vé si nos alcanza el día.
Don Domingo quedó mudo y tan solo asentía ante las explicaciones de su guía. El miedo y la aprensión dibujaban una fea mueca en su rostro, la boca torcida y como un tic incontrolable en su ojo izquierdo. Unas tenazas invisibles oprimían su pecho, como queriendo arrancarle el corazón y de repente, unas inesperadas ganas de orinar le hicieron encoger sus piernas bajo la sotana.
Tomando el silencio del cura como una aceptación, Gonzalo Soldado se cargó una angarilla a la espalda y dio los primeros pasos sobre el precario puente. Al llegar al pilón central realizó una pequeña pausa para ajustarse la carga y luego continuó sin más dilación hasta la otra orilla.
Desde allí, habló unas palabras que el grupo no pudo oír sobre el bullicio de las aguas, aunque si entendieron los gestos que hacía con sus manos llamándolos para que cruzaran.
- Don Domingo, por favó, aprométale usté una cosa a un servidó – le pidió Mario Sacristán mientras se echaba la otra angarilla a la espalda – No es que vaya a pasá ná, ni Dios lo permita, pero por siacaso, cuide usté de mi Carmela y sobre tó del chico de casa, que ya sabe usté como se las gasta El Brasita.
Don Domingo no supo que contestar, las palabras de su sacristán solo consiguieron aterrarlo más. Mientras buscaba que decir, Mario Sacristán se adentró en el puente y comenzó a cruzarlo. Copió la maña de Gonzalo Soldado y en el mojón del centro realizó la pausa y se colocó mejor la angarilla. Cuando continuó su andadura sobre la maltrecha plataforma pareció tropezar y su cuerpo se balanceó sobre las inseguras tablas, pero consiguió equilibrarse y continuar hasta la otra orilla.
Desde allí le gritó al sacerdote de San Amaro y gesticuló con sus manos para que comenzara a enviar a los chicos. Don Domingo estaba totalmente paralizado por el miedo, parecía ser víctima de una apoplejía que atenazaba todos sus sentidos y no movía ni las pestañas.
En la otra orilla, viendo que el cura no reaccionaba, Gonzalo Soldado decidió acercarse hasta el pilar anclado en el centro del río, para intentar convencer al asustado clérigo.
- Mándeme usté al primer chico Don Domingo, que yo lo aguanto aquí y luego se lo mando pallá pa Mario.
Por fin Don Domingo comenzó a salir de su agarrotado letargo pero lo único que pudo hacer fue negar con la cabeza. De ninguna de las maneras pensaba él enviar a sus niños al cadalso. ¿Por quién lo tomaban, por un Nerón en el Coliseo romano, enviando cristianos a las fieras? ¿Qué tocaba ahora, realizar un sorteo y unas apuestas para ver que niño era el primero en caer y en ser engullido por aquellas diabólicas aguas? No, de ninguna de las maneras pensaba cargar este peso sobre su conciencia. Había que buscar una solución, una alternativa ante tamaño disparate.
- Don Gonzalo – gritó a su guía – por favor, cruce usted hasta nosotros.
- Tengo una propuesta – le explicó cuando el indiano llegó de nuevo hasta su posición – y por favor se lo ruego, acéptemela usted, porque no pienso dar mi brazo a torcer. He visto su proceder y el de mi Mario, y por supuesto el suyo no tiene comparación. Así que le voy a pedir un enorme favor, que estoy seguro que en El Cielo se lo agradecerán infinitamente y aquí en La Tierra seré yo su sempiterno deudor. Las angarillas pesan tanto o más que cualquiera de los chicos, así que le pido por favor realice usted seis viajes adicionales. Si no está usted de acuerdo, haremos noche en la playa.
A Gonzalo Soldado le vinieron mil respuestas a la cabeza pero se contuvo, ya que todas ellas iban acompañadas de algún insulto o algún desprecio. Para él, cruzar aquella pasarela era una machangada, era como desfilar un día de Corpus en las calles empedradas de La Habana. No se imaginaba a este curita, allá en Santiago de Las Vegas, intentando atravesar La Chorrera, enterrado hasta las rodillas en el fango de la orilla, machetiando culebras que te escupían a los ojos y acechando al caimán que dormitaba con los ojos abiertos en la otra ribera.
- Se los voy a dejar en cinco. A estos dos los paso de un golpe – agarró Gonzalo Soldado a Isaino bajo un brazo y a Ciano bajo el otro y refunfuñando y plaguiando, echó andar sobre el puente, ante la atónita mirada del cura y las risas de los otros chicos.
Sin percance alguno fue el indiano depositando a los chicos en la otra orilla. Los mayores, Cheche y Falucho, intentaron negarse ya que se sentían lo suficiente hombres y valientes para cruzar solos, pero Don Domingo fue tajante y tuvieron que subir a la caballota sobre las espaldas de Gonzalo Soldado y aguantar la humillación y las chanzas de los más pequeños.
- Ahora le toca a usté, Don Domingo – le comentó con el máximo respeto que pudo Gonzalo Soldado, cuando solo quedaban ellos dos y Rebujada – si usté consiente, vaya usté sobre la yegua y acabamos de pasá, pa vé si aún llegáramos a Los Llanos con la luz del día.
- Ni loco pienso subir sobre esa bestia – se negó el curita.
- Pos antonces súbase usté a las caballotas como los chicos – se ofreció Gonzalo Soldado – pero dígale a Mario que vire patrás pa que me sujete a Rebujada.
- No por favor, deje usted al pobre Mario donde está. ¿Acaso no vimos como estuvo a punto de caer el desdichado?
- Pos antonces no le queda otra Don Domingo – sentenció el indiano y le señaló con la barbilla hacia el puente – Coja usté carrerilla y que sea lo que Dios quiera.
El Sol se marchaba con la tarde cuando Don Domingo dio un vacilante primer paso sobre aquel andamiaje. Él, que siempre había vivido bajo la protección de los faldones de monjes y curas, que el mayor riesgo que había corrido era el traspié malintencionado de algún compañero en el patio del Seminario, nunca supo de dónde sacó las fuerzas para tamaña osadía.
Elevó su mirada al cielo y rogó a todos los santos por la salvación de su alma, e intentó buscar en su interior el valor y la fe de aquellos primeros cristianos, cuando entraban a la arena del circo y escuchaban el rugido de las fieras y el clamor de los paganos.
Inflamó su pecho con aquel aire marino y con una letanía en sus labios se adentró sobre la inestable plataforma. Tuvieron que ser Los Ángeles quienes lo llevaron en volandas, porque de pronto se vio posado sobre el pilón central, como si de un ave marina extraviada en la tormenta se tratara. Pero sobre aquel islote solitario, el rugido de las fieras se hizo de nuevo infernal y el inmisericorde pulgar del César señalaba hacia abajo. Don Domingo, encadenado por el terror, solo oía el griterío de la plebe en las gradas y se postró de rodillas sobre aquel pedestal. Ave, Caesar, morituri te salutant. Los que van a morir te saludan, fue la oración que musitaron sus labios.
Desde una orilla, Mario Sacristán y lo niños le gritaban y daban ánimos y en la otra, Gonzalo Soldado meneaba la cabeza, incrédulo ante los miedos que sujetaban al curita de San Amaro en medio del puente. Fue el pequeño Isaino, libre de la custodia del sacristán, quien corrió sobre la pasarela hasta Don Domingo.
- Venga Don Domingo, que na más queda un fisquiño – lo tomó el niño de la mano.
Ante la inesperada presencia del chico, Don Domingo salió de aquel pavoroso trance y se incorporó. Aquel contacto, aquella pequeña mano, las palabras y la mirada amable e inocente de aquel angelito, lo trajeron de nuevo al mundo de los vivos, a su mundo de hombre de Dios, donde él había prometido ser pastor de su rebaño. Se sacudió de encima sus miedos, alejó a las bestias y mandó callar a los herejes. Tomó al pequeño Isaino de la mano y con resolución y desafío echó andar de nuevo sobre el palenque hasta donde lo esperaba su congregación.
En la otra orilla Gonzalo Soldado exhaló un suspiro. Por fin habían cruzado todos y sin percance alguno. Ahora le tocaba pasar a Rebujada. Cuando tiró de ella, la yegua se resistió y clavó sus patas en la arena de la orilla. La asió bien rente a la cabezada y le habló bajito al oído del animal, mientras le acariciaba el cuello. Poco a poco Rebujada se fue calmando y tiraba lengüetazos a su dueño.
- Vamos Rebujada, vamos – siguió susurrándole mientras daba el primer paso sobre el puente.
La yegua aflojó su presión y tanteó con las pezuñas aquel piso inseguro. Gonzalo Soldado dio otro paso y cedió un poco las riendas mientras la seguía animando. Cuando el animal ya tenía las cuatro patas sobre el puente, su amo se giró y echó andar tranquilamente sobre la inestable plataforma y Rebujada lo siguió dócilmente.
En la otra orilla todos contenían la respiración y contemplaban admirados las mañas del indiano. Don Domingo pensó que había sido un acierto pedir a este hombre que los acompañara. ¿Qué hubiera sido de ellos sin la guía y la destreza de Don Gonzalo? A su lado se sentía pequeño y ridículo. Había llegado a San Amaro sintiéndose un ser superior, con todos sus estudios y su modernidad, un ilustrado que enviaban a un pueblo de incultos y analfabetos para adoctrinarlos y amén de llevarlos por el recto camino de La Santa Madre Iglesia, enseñarles modales y mostrarles los avances urbanos. Y en cambio, el día del santo San Amaro, se había presentado ante él un hombre que cada vez que abría la boca tenía razón. Gonzalo Soldado seguramente no sabría ni escribir pero hasta ahora, había encontrado solución para todos los problemas. Tan solo en este día de hoy, en esta infinita singladura por estas inhóspitas tierras, le había mostrado como superar todos los obstáculos que se presentaban en su camino. Sí, definitivamente, el conocimiento del medio y la desenvoltura con que caminaba este hombre por la vida, le estaban haciendo cambiar de opinión. Sí, seguía pensando que muchas cosas tenía que enseñar a su parroquia, esa era su misión y así lo habían establecido El Señor y su amado Obispo, pero también comenzaba a darse cuenta que era mucho, muchísimo, lo que tenía que aprender de estas humildes gentes. Hombres como Don Gonzalo eran los que hacían girar la rueda de esta desconocida tahona en la que se había convertido su vida. En su interior dio gracias al Señor por poner a este hombre en su camino.
- Bueno Don Domingo – llamó su atención Gonzalo Soldado – si a usté le parece, vamos ir tirando parriba pa Los Llanos, a vé….
- A ver si nos alcanza la luz del día – le interrumpió y terminó la frase el joven cura – Por supuesto que sí, Don Gonzalo, por supuesto que sí, lo que usted diga. Vamos Mario, vamos niños. Isaino, Ciano, dadme la mano.
continuara

No hay comentarios: