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artemi garcia

XV



Febrero de 1804
Camino Real
Tercera parte



- Cuando yo era un chico chico como ustedes, mamá qui en paz descanse, ella al oscurecé, a veces nos jacía el cuento de La Luz del Time, como pa que cogiéranos pena y nos durmiéramos aquelladitos - narraba Mario Sacristán a los niños, todos sentados a la vera de los riscos de El Time, contemplando la grandiosidad del Valle de Aridane.
- Mamá, qui en Su Gloria esté, nos jacía el cuento de La Luz del Time, sentá a los pies de la cama y recitando bajito, a mi hermana Prudencia, quies la más vieja de tos nosotros, a mí, que soy el de enmedio y a mi hermano Bartolo, quies el más chico, tos metíos bajo las mantas y asomando apurao el jocico, que pareciéramos pichones adentro un nío banderitas.
Nos contaba mamá la pobre, que a una mujé de por estas tierras, de por aquí de por Tijarafe, se le enfermara un hijito pequeño que ella tenía y no sabiendo que jacé pa podeslo curá, cogió pa Los Llanos en busca un cirujano legítimo, que le dijeran que pa ahí andaba.
Al llegá por estos andurriales la noche fechá va y la coge y por más vueltas que daba no encontraba el trillo ni a por donde bajá. Antonces vio dos palos de tea que jacían como una cruz y apurá como iba con el niñito más muerto que vivo, fue y la desbarató y se jizo un jacho tea con ella, pa podé alumbrarse y encontrá el trillo.
Cuando por fin llegó a Los Llanos, decía mamá, bendita ella, quel médico, que lo llamaban Don Melchó y que era portugués, le curó al hijito con el agüita y las misturas de unas hierbas que no se conocen ni se crían por aquí, que se las jacía traé de parriba de Funchá en los barcos que venían atrás de la brea, y que dispués, hasta viendo lo pobre que era, el buen hombre no la quiso ni cobrá.
Rayando el día, volviose la mujé pa su casa con el hijito ya curao y al llegá aquí de nuevo, la promesa jizo de poné una cruz nueva y más grande y de mejó hechura que la que había desbaratao. Asegún llegó a su casa y dejara al hijito con una hermana que ella tenía, sale en busca un carpintero que pallí vivía, pa pedirlo que le jaciera la cruz. Melquiades El Cospión decía mamá que lo llamaban, que se ajeitaba jaciendo pipas y barriles pal mosto y cualquié menesté con madera tea que le encargaran. Decía mamá que decían, que te enmalletaba hasta tres tablones de tea que no había quien adivinara las junturas, lo parejito y sellaítas que las dejaba. El buen hombre, oyendo el cuento que la mujé le jizo y sabiendo antonces que se trataba de una promesa, se la jizo de lo más aquelladita que pudo y tampoco la quiso cobrá ná por el encargo.
Endispues, pa cumplí la promesa, la mujé, ella solita, se la cargó al lomo y la trajera hasta aquí mismito, adonde estamos nosotros ahora sentaos. Decía mamá, que con sus propias manos juró el hoyo y la sembró, y pa cuando ya estaba acabando, va y se le aparece delante della una luz brillosita, brillosita, como una centella desas que caen a veces del cielo en las noches estrellás. Y antonces oyó una voz que viniera como del cielo palaire, que le hablara y le dijera: Mujé, tu promesa ya está cumplía. Vuelve con tu hijito que te está esperando.
Y nos acababa el cuento mamá que en paz descanse y en La Gloria esté, que desde ese entonces pacá, siempre se viera muchas noches, en estas laderas de por aquí del Time, esa luz brillosita brillosita, brincando parriba y pabajo en los riscos, como pa enseña y alumbra el camino a toa la gente que se perdiera en la ocuridá de la noche fechá.


El cura de San Amaro se quedó como embelesado tras el cuento de su sacristán Mario Batista y sin quererlo volvió la vista atrás, hacia el camino recorrido. Desde su posición en La Cruz de El Time, se podían contemplar todas las tierras de La Punta, de Candelaria y Aguatabar y en la distancia, incluso se podía distinguir la montaña de Los Bravos, allá en la lejana costa de Puntagorda. Desde este mirador natural, la comarca de Tijarafe semejaba la ladera de una vertiginosa montaña que se elevaba hasta los cielos. Don Domingo, en su desbordante imaginación, se figuró que la multitud de barrancos y quebradas que la surcaban, se debieron al empeño de algún ser mitológico, que surgiendo del mar y armado de unas poderosas garras, intentó escalar aquella montaña para asomarse al interior de La Caldera, donde se custodiaba algún fabuloso tesoro.
- Don Domingo, si a usté le pareciera bien - se dirigió ahora Gonzalo Soldado al cura - podíamos ir tirando pabajo, que aunque parezca cerquita, las laderas del Time tién un montón de vueltas.
- Por supuesto que sí - contestó el sacerdote, saliendo de su ensoñación - Vamos, hijos míos, que no veo la hora de llegar a Los Llanos. Vaya usted delante con su yegua, Don Gonzalo. Y tú, Mario, no pierdas de vista a los niños, que esta bajada parece sumamente peligrosa.
- No si priocupe usté Don Domingo, quí estos zagalotes los manejo yo como si fueran una manaita chivas. Al qui se salga del trillo - amenazó Mario con su lanza a los chicos - lo fincho con el regatón.
Al comenzar la primera vuelta del descenso, el pequeño Isaino se acercó hasta el cura y tomó su mano. Don Domingo, que no esperaba aquel contacto físico, lo primero que le surgió fue rechazarlo pero la sencillez con que el niño se aferró a su mano le sobrecogió el corazón y solo acertó a sonreír y elevar la mirada al cielo. En la segunda vuelta, ya se había enganchado Ciano de su otra mano.
De esta singular manera, Gonzalo Soldado delante con Rebujada, Don Domingo en el medio, con Isaino y Ciano colgados de sus manos y Mario Sacristán y el resto de los chicos detrás, recorrieron las vueltas de El Time, que unas veces parecían dirigirse al interior de La Caldera y otras veces enfilaban hacia el Puerto de Tazacorte, pero siempre descendiendo hacia el cauce del barranco de Las Angustias, donde el clamor de sus aguas se oía cada vez con mayor nitidez.
A media ladera se formaba un enorme rellano, donde los viajeros encontraron algunas casitas y huertas trabajadas, unas sembradas de coles y papas y otras tan solo labradas y surcadas.
- A estas tierras las llaman las laderas de Amagar - le informó Gonzalo Soldado al cura - Esos canteros de ahí, que usté viera surcaos, están preparaos pa sembraslos de tabaco. Estas son tierras que cogen mucho sol y dan un tabaco de primera que no tié ná que envidiá a la hoja de La Habana. Y se lo digo yo, que deso entiendo un rato.
Don Domingo no prestaba mucha atención a las palabras de su guía, porque su mirada se dirigía a un edificio que sobresalía cerca del lecho del barranco.
- Sí mi vista no me engaña, aquella edificación de abajo debe de ser una iglesia - interrumpió a su práctico, que ya se disponía a darle una lección pormenorizada de la siembra y los trabajos del tabaco.
- La iglesia Las Angustias la llaman - contestó esta vez Mario Sacristán, acercándose hasta el cura - de ahí le viene el nombre al barranco este.
- Aquí tenemos que dirimí una cuestión, Don Domingo - intervino de nuevo Gonzalo Soldado - Si le entramos a Los Llanos por Jeduye, que son esas tierras de ahí enfrente o sí tiramos pabajo, pa la Iglesia de Las Angustias, pa luego subí por las Tierras de La Cebada y entrarle a Los Llanos por Argual.
- No me deje usted a mí esa elección, Don Gonzalo, usted es el experto, para eso le he pedido que por favor nos acompañara. Pero si quiere usted mi opinión, yo le pediría que por donde más corto y más rápido sea. Llevamos todo el día andando y mis piernas ya comienzan a resentirse de tan larga caminata y viendo la carita de los niños, me imagino que ellos también estén bastante cansados.
- Ahí es donde yo iba, Don Domingo. No siempre se llegara antes por el camino más corto, que los atajos no dan sino más trabajo. Por Jeduye es la derechura, verdá es, en un santiamén estamos en la plaza La Iglesia de Los Remedios, pero pa cruzá pa Jeduye no me causa a mí mucho el barranco. De aquí no se viera el agua que baja pero escuche usté el tronío que lleva. Ahí debajo, el barranco es un canaleto estrecho que ni puente tiene. Lo mejó es tirá pabajo, que aunque siendo más rato y más demora, más seguro es cruzá por el puente La Iglesia.
- Pues no se hable más, tomemos el camino de La Iglesia de Las Angustias, que además, pensándolo bien, cruzar por suelo sagrado siempre será más seguro.
El camino que se dirigía hacia el santuario de Las Angustias, comenzaba andando entre las altas paredes que protegían las huertas preparadas para la siembra del tabaco. Luego abandonaba aquella especie de escalón natural y comenzaba de nuevo a descender en largas vueltas por unas laderas erosionadas por la lluvia y el viento, donde tan solo arraigaban matos de higuerillas y cardones, de cerrillos, verodes y bejeques que se asomaban en precario equilibrio, como queriendo observar atentamente el transcurrir de las turbulentas aguas por el lecho del barranco.
En una de las últimas vueltas, Rebujada se espantó y tiró dos patadas al aire con las patas de atrás.
- ¿Qué le sucede a su yegua, Don Gonzalo? – preguntó asustado Don Domingo – Sujete a ese animal por Dios, que casi le da una coz a los niños.
- Quieta Rebujada, so, so – intentaba Gonzalo Soldado tranquilizar al animal – ¿No escucha usté el zumbío las abejas Don Domingo? Pa mí que alguna la finchó y le dejara espichao el jerrón.
- Pero, ¿De dónde han salido tantas abejas? Mario, por Dios, ayuda a Don Gonzalo a sujetar a esa bestia. Niños, tened mucho cuidado y no las alborotéis más de lo que están – trataba Don Domingo de controlar la situación.
- Seguro que alguién debe está crestando algún corcho y las tié toas revueltas. So Rebujada, so – procuraba Gonzalo Soldado apaciguar a la yegua y encontrar alguna explicación a lo que ocurría.
- Vamos aligerá el paso pa vé sí salimos desta Don Domingo, – propuso asustado Mario Sacristán – que sí me dieran un jerronazo me se agria toa la sangre y me se ciegan hasta los ojos.
Corriendo y manoteando el aire, el grupo recorrió las últimas vueltas del camino hasta llegar a la sombra de unas palmeras donde se refugiaron del ataque de las abejas y pudieron tomar resuello. Desde esta segura protección, descubrieron a cierta distancia a dos personas totalmente cubiertas, que manipulaban alrededor de unos troncos colocados verticalmente.
- Esos deben ser Don Ángel, el cura Las Angustias y su sacristán, Miguel El Pardelo – informó Gonzalo Soldado a Don Domingo y al resto del grupo – Lo que yo decía, están crestando y por eso andan las abejas tan enrabiscás.
- Don Gonzalo, - intervino Don Domingo, que ahora prestaba atención al trabajo que realizaban aquellos hombres – cuando usted dice crestando, quiero entender que se refiere a que están extrayendo miel de esas curiosas colmenas. ¿Estoy en lo cierto?
- No le digo que no, pero pa las fechas que estamos, yo diría más bien que lo que andan trajinando es en quitá la cera los panales viejos. Ahorita viene La Semana Santa y andarán con los preparos pa fabricá velas espelme, que entre procesiones, misas y promesas, se gastan un chorro dellas. Pero que le contara yo que usté no sepa.
Don Domingo, que seguía observando la labor que realizaban aquellos hombres, asintió en silencio, mientras una pregunta se iba abriendo camino en su cabeza.
- Mario – se dirigió al sacristán – ¿En San Amaro tenemos colmenas?
- En un tiempo sí que las hubiere, Don Domingo. En un pedazo tierra que tié La Iglesia abajo en Bajamá, debía de habé más de veinte corchos. En la época los taginastes blancos daban una miel dulcita dulcita y clarita como almiba de azuca. Pero endispués que se muriera Don Francisco, que en La Gloria esté, un cura que vino de esas Manchas, Don Gabrié recuerdo que lo llamaban, no estuvo mucho tiempo, un par de Sanmartines siacaso, las dejó perdé y se las comió la traza, porque igualito que yo, se ponía a morí sí lo finchaban.
- Un día tenemos que sentarnos tranquilos para que me cuentes de los párrocos que han estado sirviendo a Dios en nuestra parroquia, – sonrío Don Domingo - pero ahora contéstame esta pregunta, ¿De dónde sacamos la cera para nuestras velas en San Amaro?
- Pos de adonde cree usté que va sé, Don Domingo – le respondió Mario Sacristán, dando un tono a su voz como sí Don Domingo lo tuviera que saber – De los corchos Los Morentes, de adonde va sé. Eso sí, pa la procesión La Virgen del Rosario, la pone Don Antonio de la suya, pero pal resto el año la cobra bien cobrá, que yo lo ha visto con la mula aquella que nos atravesara en el trillo, ¡Fuerte plebe mala!, cargá hasta no podé más del grano El Pósito La Iglesia, por cuatro velas mal contás y un puñao candelas pal Altá.
El cura de San Amaro anotó esta información en su interior y se dirigió a Gonzalo Soldado.
- Don Gonzalo, según veo, conoce usted a Don Ángel y a su sacristán. ¿Cree usted que podríamos saludarlos y conversar con ellos? Me haría usted un gran favor sí me los presentase. Pero claro está, tendrán que venir ellos hasta nosotros, no me atrevo yo a salir de este refugio y exponernos de nuevo al aguijón de esos feroces insectos.
- Voy a dasles un chiflío, pa vé sí se dieran cuenta de nosotros – se llevó Gonzalo Soldado dos dedos a la boca.
Don Ángel y su sacristán, levantaron la cabeza de su labor y se giraron hacia donde procedían los silbidos. Pese al calor del mediodía, vestían gruesas ropas de lana y se cubrían la cabeza y el cuello con unos sacos de arpillera. Mientras el primero manipulaba dentro de los corchos, el otro espantaba las abejas con el humo que producía con un manojo de cerrillos verdes. Los corchos eran troncos vaciados de diferentes árboles, los más comunes eran de drago y de palmera, pero los había incluso de loro y acebiño y hasta alguno de almendro. En su interior, tan solo se colocaba una cruz hecha de dos palos, donde las abejas sujetaban sus panales de cera y se tapaban con el támpano, una laja de piedra. Por último, se abría una pequeña puerta en su base, la piquera, por donde las abejas entraban y salían en su trabajo diario.
El sacristán, Miguel El Pardelo, por indicaciones de Don Ángel, abandonó la tarea y se dirigió hacia el grupo de Puntagorda para averiguar que querían aquellos forasteros. Al acercarse se percató que había un sacerdote entre ellos pero también reconoció enseguida a Gonzalo Soldado por su yegua, La Rebujada.
- A las buenas de Dios, Don Gonzalo y compaña – saludó el sacristán, mientras se quitaba el saco de arpillera que le cubría la cabeza y se apresuraba a hincar una rodilla en el suelo para besar la mano de Don Domingo.
Al incorporarse, apareció el rostro de un hombre de avanzada edad, de tez morena surcada de arrugas y con un gran bigote blanqueado de canas como el poco pelo que quedaba en su cabeza.
- Haber lugar, la mar echá como una gallina emperrá y Miguel El Pardelo ajumando abejos como si fueran un queso cabra – lo saludó con chanzas, Gonzalo Soldado.
- Uno se jace viejo Don Gonzalo, y los remos de La Malpintá ca vez más pesaos. Varadita en la playa El Puerto la tengo, que si no me dieran por ella lo que pido, que se la coman el viento y la arena como a mí, que cuando me llegue la hora, me han de comé los gusanos. Pero acuénteme hombre, ¿Cómo anda su padre?, ¿Asigue bajando madera pal Porís de Don Piedro?
- Como dice usté, la edá no perdona y pal arrastre madera, los remos de papá ya no son lo que era. Pero tarequiando siempre anda. Criando una yunta ganao de la tierra y sembrando un rego papas, se le jacen los días más chicos. A este bagañete que usté ve aquí delante – se dirigió ahora Gonzalo Soldado a Don Domingo – lo conozco desde que yo era un chico chico como estos nuestros. La Malpintá, la barca del Pardelo, fue toita jecha con madera loro y paloblanco, que tumbara papá en el barranco La Magdalena y después arrastrá por una yunta de toros que había en casa, hasta el Puerto de Don Pedro.
- Por lo que quiero entender de las palabras de Don Gonzalo, ha sido la suya una vida de navegante, Don Miguel – intentó platicar cortésmente Don Domingo con el sacristán de Las Angustias.
- Gueno, usté me tié que perdoná, pero eso de navegante suena como mu tonante, – se sinceró Miguel El Pardelo – la verdá es que de la raya las caballas pa fuera, no ha salío yo nunca. Pegaito a tierra sí llegara un verano hasta Puerto Espíndola, allá en la costa San Andrés y por este lao, hasta las puntas de Fuencaliente tamién estao unas cuantas veces, atrás un banco pedrosas o algún cardume cojinobos.
- Bueno, eso también está muy bien, Don Miguel. Dejemos su oficio en la sagrada tarea de pescador, ya que esa y no otra fue la profesión de los cuatro primeros discípulos que eligió Nuestro Señor, a saber, Pedro y su hermano Andrés y Santiago y su también hermano Juan, allá en el mar de La Galilea – disertó Don Domingo, que siempre que podía, aprovechaba la ocasión para explayarse e instruir a su parroquia – Y dígame usted, Don Miguel, ¿También usted, como Los Apóstoles, abandonó el mar y las artes de pesca para seguir El Camino de Nuestro Señor Jesucristo?
- Pos no le digo – quedó El Pardelo como aturdido ante la perorata del cura – pero yo siempre ha sío mu devoto La Virgencita Las Angustias y tos mis hermanos tamién, aunque mi hermano José María El Grajiao siempre ha tirao más por el Arcange San Migué, que tié su plaza y su iglesia arribita en el pueblo Tazacorte. Cuando varé La Malpintá en la arena la playa, me quedé sin oficio ni beneficio y antonces Don Ángel me jaciera el favó de recogerme, pa que le echara una mano en los menesteres la iglesia, porque Nicolaso Campano qui en paz descanse, el sacristán que asiempre había tenío, se diera un partigazo que se esñuncó, parriba pa esa Caldera, donde le dicen Tenerra. No vaya usté a creyí na lo que oiga, pero las malas lenguas dicen que una pelandrusca le pegara unas politanas en La Vera Argual y lo que pasó fue que se mandara él solito a deriscarse. Yo no digo ni a que sí ni a que no, pero que jacía metío el solo parriba pa La Caldera, un hombre ansina como él, que no salía las faldas del cura y lo más lejos que caminara fuera arribita Los Llanos, el día La Patrona.
- Tan solo El Señor, en su sabiduría infinita, sabrá lo que aconteció – sentenció Don Domingo e intentó cambiar de tema – Me gustaría conocer y saludar a Don Ángel, pero llevamos algo de prisa y veo que aún sigue enfrascado en su labor con las abejas.
- ¿Cuál es el apuro? Amás ya estiabamos acabando. Asperense ustedes paquí, que me voy yo a llegá con el recao, que sabiendo Don Ángel que uno de los suyos lo requiere, enseguidita se pone a su disposición.
Don Ángel y El Pardelo colocaron el támpano sobre el último corcho y tomaron, de un asa cada uno, el cesto donde transportaban los panales de cera, tapados y ocultos con un saco para que las abejas no los siguieran y se dirigieron donde la comitiva de Puntagorda los aguardaba.
- Que grata sorpresa conocer al nuevo Beneficiado de la parroquia de San Amaro – saludó Don Ángel a Don Domingo, mientras acariciaba el pelo de los niños y repartía su bendición a todos los presentes, que arrodillados y sumisos buscaban su diestra para besarla – Dejad que me presente, soy Ángel Palomar y Fernández, clérigo de La Ermita de Las Angustias, aunque como podéis comprobar son múltiples los oficios que desempeño a lo largo del día.
Don Ángel, despojado del saco de arpillera que cubría su cabeza, se mostró como un hombre ya maduro y de cabellos rubios, que aunque llevaba puestos unos anteojos, miraba por encima de ellos con unos ojillos cándidos y curiosos que enseguida cautivaron a Don Domingo.
- Inmensa es mi alegría de poder saludar a un Hermano en Cristo. Permitid que yo también me presente, Domingo García de Los Palacios, que como bien habéis tenido a nombrarme, soy el párroco y Beneficiado de la humilde parroquia de San Amaro. Estos señores que me acompañan son mi sacristán Mario Batista y el caballero Don Gonzalo Brito, que gustosamente se ha brindado a acompañarnos como guía en nuestro camino. Y también están todos estos niños, a los que llevamos hasta Los Llanos para inocularles La Vacuna de la que seguramente habéis oído hablar.
- Por supuesto que sí. Un gran revuelo se ha armado en toda la isla y en toda Canarias con este gran avance de las ciencias médicas que más parece un milagro del Señor. Benditos sean esos doctores que han descubierto este remedio contra las siniestras y malignas viruelas y Bendito sea Nuestro Monarca, que nos envía este prodigio a nuestras islas. Pero por favor, acompañadme hasta La Iglesia para guardar esta sereca de panales y seguiremos hablando por el camino.
- Mario por favor, ayuda a Don Miguel con esa cesta, para que Don Ángel y yo podamos hablar – se dirigió Don Domingo a su sacristán.
- Lo que usté mande Don Domingo y tos ustedes – se dirigió Mario a los chicos – delantecito mío que no les quiero perdé ujito.
El Santuario de Las Angustias se alzaba desafiante sobre un pequeño promontorio que se adentraba en el barranco como si de un cabo de mar se tratase, o así le pareció a Don Domingo, viendo por fin el cauce del barranco por donde corrían unas aguas turbias y embravecidas que chocaban con furia contra las paredes de aquel islote.
- Yo le quería preguntar – intentó Don Domingo hacerse oír por Don Ángel, sobre el estruendo de las aguas – por los niños de Tijarafe. ¿Pasaron también por aquí, Don Ramón el alcalde y un grupo de niños?
- ¿De Tijarafe dice usted? – preguntó Don Ángel extrañado – No que yo sepa, pero tal vez no andaba yo por aquí. Le preguntaremos al Pardelo, tal vez él sepa algo, aunque me extrañaría que no me lo hubiese dicho. ¿Cuándo dice usted que pasaron?
- Por lo que me informó Don Manuel, el Padre de Candelaria, tuvo que ser hace dos días – seguía intentando Don Domingo hacerse oír sobre el rugido del barranco, a la vez que los malos presentimientos se abrían camino de nuevo en su siempre dilatada imaginación – Si no pasaron por aquí, cree usted, Don Ángel, que intentarían cruzar barranco arriba, por Jeduye.
- Ah bueno, en esto sí que le puedo informar – se paró Don Ángel y le señaló hacia el barranco – Por aquí no se sí pasaron, pero cruzar el barranco, ni por Jeduye ni por aquí tampoco. Ya ha bajado un poco el caudal, pero hace tres días venía tan crecido que hasta el puente se llevo. Tuvo que ser de madrugada porque cuando me levanté para celebrar la misa de las seis ya no quedaba rastro de él. Así que por esta parte estamos totalmente incomunicados. Y sí por aquí se llevo el puente, por Jeduye, muchísimo menos se puede cruzar.
- Por Dios Don Ángel, no me haga usted pensar en lo peor – dirigió Don Domingo una mirada angustiada al sacerdote de Las Angustias.
- Tranquilícese usted, Don Domingo – se acercó Don Ángel hasta él y lo rodeó con sus brazos por los hombros – La virtud de la esperanza es siempre necesaria para nuestra salvación y la de nuestros fieles. Al igual que la fe y la caridad, la esperanza ha sido plantada directamente en nuestra alma por Dios todopoderoso. Si bien he dicho que por aquí no podemos cruzar el barranco, se puede caminar barranco abajo y cruzar por el puente de la playa del Puerto de Tazacorte. Allí el barranco se ensancha y las aguas bajan más tranquilas. Ayer mismo cruce yo pará subir hasta San Miguel, eso sí a marea vacía y supongo que lo mismo habrán hecho Don Ramón y sus niños.
Las palabras de Don Ángel parecieron tranquilizar al curita de San Amaro, aunque en su interior seguía alojado aquel mal presentimiento. Ahora, por un tiempo, quedaba escondido y dormido, pero seguía incubándose como el virus de la viruela que tardaba un par de semanas en manifestarse, recordaba Don Domingo lo que le había explicado su querido Obispo Don Manuel Verdugo, aquella mañana de diciembre en su despacho. No hacía ni dos meses de esta conversación, pero que lejana en el tiempo le parecía ahora al joven párroco, observando aquellas laderas infinitas, escuchando el clamor ensordecedor de las aguas, viendo a sus niñitos vestidos con harapos.
- Don Domingo, tengo hambre – se acercó el pequeño Isaino hasta él, volviéndolo a la realidad.
- Sí, hijo mío. En la plaza de La Iglesia tomaremos las viandas que tan gustosamente nos obsequió Don Manuel en Candelaria – respondió cariñosamente el cura pero sin salir aún de su ensoñación.
Sí, hambre. Esa era la palabra, hambre. Ese era el término justo que definía su nueva vida. Esa era la distancia verdadera que había entre el despacho del Señor Obispo y San Amaro. No la mar océana ni los profundos barrancos. No los caminos interminables ni las pavorosas tormentas. El Hambre era la nota sobresaliente de aquella opereta en que se había convertido su vida. Pero en su caso, no solo era hambre de alimentos, de gofio y bollos extreme, ni era hambre de nuevas tierras para sembrar, era hambre de espíritu, era hambre de Dios.
- Don Domingo – volvió Isaino a llamar su atención, ahora tirando de su mano.
- Sí, vamos, vamos – salió por fin de sus diatribas y se dirigió a toda la comitiva – Haremos una cosa, primero entraremos a la iglesia a rezar y luego comeremos.
Las puertas entornadas del Santuario de Las Angustias dieron paso a los curiosos viajeros a un edificio de una sola nave y su presbiterio, donde se rendía devoción a una imagen que encarnaba a La Piedad, de mirada fatigada, formas desiguales y estirados adornos en oro, que sostenía triste el cuerpo muerto de Su Hijo. En el altar compartían espacio con ella otras tallas de San Miguel Arcángel, patrono de la isla, y de San Ambrosio, que en su calidad de Obispo de Milán, se le representaba tocado con mitra y portando el báculo episcopal en su mano izquierda.
Don Domingo se postró de rodillas para pedir al Señor por el bien de los niños de Tijarafe y por la seguridad de los suyos. Como hiciera Moisés en el Mar Rojo huyendo de las huestes del Faraón de Egipto, imploró para que se abrieran las aguas del barranco y pudiera llevar a los suyos a la otra orilla. No pidió nada para él, acataba la voluntad del Señor y aceptaba la espinosa senda que le había impuesto. Su Hambre debería paliarse con renovada vocación y fortaleza de espíritu.
Al levantar su mirada hacia las sagradas figuras y contemplar a la Madre de Dios, recordó el cuento de La Luz de El Time, que con esas maneras suyas había relatado su sacristán Mario Batista. Seguramente fue ella quien habló a la mujer de Tijarafe y la artífice milagrosa de La Luz que ayudaba a los extraviados en aquellas peligrosas laderas. Una luz brillante como aquella, era lo que necesitaba para sortear las tinieblas que se presentaban en su camino y para ocultar las tentaciones de la carne que lo alejaban de su castidad.
Irene, de nuevo el rostro de la bella Irene, suplantó la imagen de La Virgen y arrasó su alma como las aguas del Mar Rojo arrastraron al ejercito faraónico. No pudo hacer nada para evitarlo, como una ola gigante, el recuerdo de la bella Irene atrapó su alma y la hundió hasta un fondo cenagoso, donde residían el placer y la lujuria.
Creyó sentirse sucio y sacrílego dentro del santo recinto y se incorporó para salir de allí apresuradamente. En el pasillo de la iglesia se topó con Don Ángel, que ya vestía su sotana y venía a su encuentro con los brazos abiertos y una sonrisa en su cara.
- Querido Don Domingo, - lo tomó por los hombros y lo giró de nuevo hacia el altar - ¿Tan pronto abandona usted mi iglesia? Acompáñeme y rezaremos juntos a La Virgen de Las Angustias por el bien de esos niños de Tijarafe que tanto le preocupan a usted.
- La verdad es que ya he implorado a La Virgen por ellos y como usted comprenderá, llevamos algo de prisas para llegar cuanto antes a Los Llanos – se excusó Don Domingo con la cabeza baja, ya que sabía que sí volvía a mirar a La Virgen, encontraría de nuevo el rostro de Irene en la sagrada figura.
- Sí usted quiere lo puedo recibir en confesión – le propuso Don Ángel en voz baja sin soltar su abrazo, ya que percibió, con ese don que tienen los sacerdotes, que algo perturbaba al cura de San Amaro – Contadme vuestras cuitas y pediremos también al Arcángel San Miguel por vuestra alma.
- No, muchas gracias Don Ángel, no es necesario, me encuentro bien y además, los niños me esperan fuera y deben estar impacientes, ya que les prometí que almorzaríamos antes de partir hacia Los Llanos – volvió a excusarse Don Domingo.
- Está bien – claudicó Don Ángel y soltó su abrazo pero no sin antes volver a insistir – Pero a vuestra regreso, prometedme que pasará usted por aquí y retomaremos sin prisas esta conversación que nos queda pendiente.
- Os lo prometo Don Ángel – asintió el joven cura de San Amaro, a sabiendas que había perdido una gran oportunidad para liberar su alma.
Ya era la segunda vez que se negaba. En Candelaria se excusó en la antipatía que le produjo Don Manuel con su servilismo y su desprecio de los humildes. Pero ahora, en Las Angustias, Don Ángel, adivinando que alguna pesadumbre enturbiaba su alma, se había ofrecido gustosamente y él se había vuelto a negar. Tenía Hambre de Dios, pero negaba el sustento que le ofrecían.
continuara

1 comentario:

Manuel Hdez dijo...

Me gusta esta versión de la Luz del Time. Es que parece mas real.