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artemi garcia
XIV
Febrero de 1804
Camino Real
Segunda Parte


El Camino Real continuaba con su mismo diseño, paredes de piedras toscas que enmarcaban un sendero de tres varas de ancho como mínimo, para que pudiera circular una bestia cargada o una yunta tirando de una corsa, ya que por la abrupta orografía de la isla, los carros de ruedas solo se podían contemplar en la ciudad. De tanto en tanto, se encontraban apartaderos y descansaderos que podían ser de cuatro ó cinco varas de ancho y hasta de más. Cuando el sendero encontraba una cuesta o tenía que salvar uno de los innumerables barrancos, se creaban vueltas para que resultara más apacible y se empedraba su piso con grandes lajones para que las bestias y el ganado no resbalaran y lo pudieran superar sin mucha dificultad. La creación y el mantenimiento de esta vía, que daba la vuelta entera a toda la isla y cuya propiedad y jurisdicción pertenecían a La Corona, era sufragada con los impuestos que ésta, por medio de El Cabildo, recaudaba en la isla. El Cabildo también establecía detalladas ordenanzas y publicaba numerosos edictos para que los alcaldes pedáneos reclutasen todos los años, entre los vecinos, el personal necesario para su limpieza y conservación. A los más pobres, estos días de trabajo le resultaban prácticamente forzosos, ya que no teniendo con que pagar la ineludible contribución, se veían obligados a ofrecerse como mano de obra a cambio de evitar las multas e incluso la cárcel.


El grupo respetó el silencio de Don Domingo. No sabían de que habló con el cura Don Manuel, ni nadie se atrevía a preguntarle, pero desde que salieron de la plaza de La Candelaria, el cura de San Amaro no chistaba palabra y reanudaron el camino amordazados por su mutismo, ya que andaba con la cabeza gacha y solo miraba donde ponía un pie para luego colocar el otro.
Gonzalo Soldado caminaba delante llevando a Rebujada de la mano y contagiado de la mudez de Don Domingo, se fue dejando llevar por sus recuerdos. Su mente voló lejos, al otro lado del Atlántico, a la Cuba donde perdió al mejor amigo que había tenido en su vida, Pedro Hernández, "El Rubio". Allá en Morón lo dejó enterrado, a la sombra de una mata de guano, en la caballería de tierra que éste había arrendado. El cura que mandó llamar para realizar los oficios quería dar parte a las autoridades y Gonzalo tuvo que llenarle el cepillo para que hiciera la vista gorda y declarase que había fallecido de muerte natural. Seguramente no hubiese pasado nada, al que había matado era un negro cimarrón y eso en Cuba era como matar un perro, pero la justicia le habría hecho dar unas cuantas vueltas y a buen seguro, el dueño del esclavo le hubiese puesto precio a su malograda propiedad. Tenía gandinga la cosa - recordó el indiano - a quienes no pudo comprar su silencio fue a la Hortensia y al negro nación, que enseguida fueron con el cuento a la negrada y resultó que el hijoputa negro, era por lo visto un príncipe o el jefe de la tribu o no sé qué hostias, allá en su tierra del África y la mulecona que se estaba cogiendo "El Rubio" era su reina o algo parecido. Tres días con sus noches, galopó Gonzalo sobre sus yeguas, cuando se agotaba una montaba la otra y no paró hasta que llego a La Habana y se sintió a salvo. Este cuento no se lo había hecho a nadie y pensaba llevárselo a la tumba.
- ¿Quién habrá recogío los cebollinos?, Venían bonitos carajo - se le ocurrió pensar a Gonzalo mientras comenzaban a descender el barranco de La Tranza que allí mismo se unía con el barranco de El Jurao.
- El Jurao seguro que lleva un buen chorro agua, Don Domingo - se acercó Mario, que venía el último, atreviéndose a interrumpir las meditaciones del cura - y aquí el Camino Rial echa un rato por el fondo el barranco. Lo mejó será í tos juntitos por siacaso.
- ¿Cómo dices Mario? - pareció despertar el cura de sus elucubraciones - ¿A qué llamas El Jurao?
- Al barranco éste lo llaman El Jurao por el juro aqué que se ve allá enfrente - le señaló Mario hacia el otro lado del barranco - quiés por donde tenemos que pasá nosotros.
Justamente, un lomo transversal, que obligaba a las aguas del barranco a realizar una amplia curva en su andadura, presentaba un enorme y tan llamativo hueco en su figura, que había conseguido que a esta parte del barranco y hasta su llegada al mar lo llamaran por este nombre.
- De aquí parriba lo llaman Jieque - intervino ahora Gonzalo, viendo que el cura había vuelto al mundo de los vivos - y no me pregunte usté que quié decí en cristiano, porque no le sabría decí. Ese nombre, seguro que se lo pusieran los mismos que hicieran los garabatos de la fuente El Viejo.
- Yo de chiquillo, eché to un verano en el caldero de Jieque, - les contó Mario - metío ahirriba con papá, cuidando una maná cabras de los Sotomayó. Fuerte sitio de pastos lecheros. Había unos cortes de tederas que no se vían las chivas. Sabías que estaban allí porque las oyías gemí. Papá jacía to los días dos quesos tan grandes como dos teleras.
Jieque nacía en las cumbres de Tijarafe configurándose como una pequeña caldera, no tan grande como la de Taburiente, pero con más de un kilometro de diámetro. Desde El Llano de Las Mosqueras al norte, hasta Somada Alta al sur, se abría paso hacia el oeste por mediación de estrechos lomos y numerosos barranquillos, que precipitaban sus aguas hacia el mar a través del barranco de El Jurao.
De nuevo, el grupo descendió por un camino empedrado, que en tres largas vueltas los llevó hasta el cauce del barranco. Allí, el agua no era un torrente como advirtiera Mario, pero si obligó a Don Domingo y a Gonzalo Soldado a descalzarse, ya que eran los únicos que llevaban zapatos. El cura tuvo que recogerse la sotana y mostrar las flacas y pálidas canillas que asomaban por debajo de sus calzoncillos, para risas y jolgorio de los chicos, que consiguieron de esta manera, con esa inocente actitud, hacer olvidar al cura las cuitas y las reflexiones que lo acompañaban desde su salida de La Candelaria.
El cauce del barranco era bastante ancho y los arroyuelos que lo surcaban iban dejando pequeños islotes de grava en su recorrido. Gonzalo Soldado pasó delante, llevando bien sujeta a la yegua, midiendo la profundidad del agua y buscando las piedras sueltas con la lanza que le pidió prestada a Mario, ya que temía que Rebujada pudiera torcerse alguna pata. Detrás, Mario y Don Domingo, se afanaban en el intento de sujetar y agrupar a los chicos, que no veían en este paso peligro alguno, al contrario, echaban carreras de una playa a otra o se demoraban haciendo equilibrios sobre las piedras resbaladizas y jugaban a salpicarse en los pequeños remolinos que se formaban en el lecho del barranco.
Cuando por fin consiguieron llegar a la otra orilla, Gonzalo Soldado y Don Domingo se volvieron a calzar. Mientras, Mario peleaba con los chicos, que totalmente empapados comenzaban ahora a tiritar en las sombras del avisero del barranco.
- No se los dije y no me hicieran caso. Fijate tú, parecen una sereca perros chicos con esos tembleques - los regañaba a la vez que iba repartiendo cogotazos a unos y variscazos con la lanza a otros - A trasponé ahora parriba y asperá secarse con el sol y el aire qui les dé por ahí pafuera, pa qui aprendan a sé discretos.
Enseguida llegaron al grandísimo hueco, que como sí del ojo de un cíclope se tratara, daba nombre y salida al barranco. Desde esta peculiar ventana, Don Domingo recreó su vista en la plenitud del paisaje que desde allí se abarcaba. Hacia el mar, las aguas del barranco seguían su arduo camino entre extremados y verticales pretiles y hacia la cumbre, la formidable herradura de Jieque, tapizada por el verdor de su pinar, se mostraba en todo su amplia curvatura. Hacia el norte, aún se distinguía el lomo de Candelaria, donde destacaba la iglesia con su espadaña apuntando hacia el cielo. En ese mismo instante, pudieron oír claramente las campanadas del mediodía que resonaban en el barranco y anunciaban la hora de El Angelus. El cura de San Amaro exhortó a sus acompañantes para que se arrodillaran y rezaran con él un Ave María.
- "...Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén".
Terminado el rezo, prosiguieron su andadura por el ancho y empedrado camino, que esta vez, apenas realizaba una media curva y enfilaba con buena pendiente y en línea recta hacia fuera del barranco y derecho hasta la Ermita del Buen Jesús, histórico santuario, ya que por una fecha grabada en una de las piedras de la pared de la entrada, Don Domingo comprobó que databa del siglo XVI. Pero igual que en la Ermita del Sagrado Corazón de Tinizara, encontraron sus puertas cerradas bajo llave, aunque por un pequeño ventanuco enrejado de una de ellas, el cura pudo atisbar en la penumbra de su interior y contemplar una imagen del Niño Jesús y otra, que creyó adivinar, representaba a la Virgen de La Consolación.
Aunque existían varias casitas en los alrededores, todas modestas y con la techumbre de paja, no vieron a nadie y tampoco se molestaron en dar voces, ya que conocían perfectamente las disposiciones de Don Manuel, en cuanto al uso y celo, con las iglesias de sus parroquias. Así que reanudaron su camino sin más tardanza, atravesando ahora un pequeño y fructífero valle conocido por Las Caletas, donde sí encontraron a varios vecinos, que al comprobar que un cura iba entre ellos, se acercaban respetuosos y se arrodillaban a su paso, para pedir su bendición.
Al salir del valle de Las Caletas, el camino los condujo hasta otro pintoresco y umbrío recodo, donde encontraron otro tremendo naciente conocido como Fuente del Toro, que a Don Domingo le pareció que manaba mucha más agua que la de El Viejo, pero que calló por no contradecir a Gonzalo Soldado que tan amablemente lo estaba ayudando.
Junto a la fuente había media docena de lavaderos y allí se encontraban varias mujeres de distintas edades que realizaban la colada en animada y relajada cháchara, pero que enseguida enmudecieron al ver llegar al grupo de viajeros y más que nada porque se encontraba un cura entre ellos.
Rápidamente secaron sus manos en los delantales y se pusieron en cola para pedir la bendición del curita.
- Mi bendición para todas, hijas mías, pero por favor, por favor, seguid con vuestros quehaceres - intentó Don Domingo zafarse de su deber, ya que se sentía sumamente perturbado ante tanto revuelo de faldas a su alrededor y además, de nuevo como en La Candelaria, sin saber cómo ni por qué, su ojos buscaban a la bella Irene entre aquellos rostros sin que pudiera evitarlo y esto solo conseguía llevar el desasosiego y un montón de remordimientos a su ya maltrecha alma.
- ¿Y qué vuelta llevan, si se pué sabé? - preguntó curiosa una de las mujeres de mayor edad, pero que también se había percatado de lo incómodo que se encontraba el joven curita.
- Vamos pa Los Llanos pa ponesnos la vacuna y jacesnos angelitos guenos del Señó, ¿Verdá que sí, Don Domingo? - contestó encaramándose sobre una piedra Isaino, el benjamín del grupo y despertando las risas de los otros chicos, aunque estas palabras llegaron al corazón del cura y consiguieron cicatrizar al momento su alma herida.
- Isaac, tú ya eres un ángel del Señor - le sonrío Don Domingo al más pequeño de los chicos, pues tendría tan solo unos seis años.
Isaino era hijo de Sagrario La Muda y de un padre desconocido, ya que Sagrario no había vuelto a decir palabra desde el día que su padre descubrió que estaba embarazada y le dio una tollina de palos que casi la mata y que de puro milagro no la hizo abortar, para que le diera el nombre del malandro que la mancilló. La gente se entretenía buscándole parecidos al chico, pero aquel pelo blanco y aquellos ojos grises no señalaban a nadie y más de uno apuntaba que la madre, en verdad callaba, porque el crío era hijo del Roberto, que una noche sin luna la asaltó y la enamoró, disfrazado de príncipe y con la corona puesta para que no le viera los cuernos. Don Domingo, que había oído los cuentos, le tomó un cariño especial al desdichado chico, que pese a la miseria y la exclusión que padecía, mostraba la dulzura y la inocencia de los bienaventurados, de los que encontrarían por siempre abiertas las puertas del cielo.
- Como dice Isaac, nos dirigimos hacia El Valle en busca de la milagrosa vacuna contra las viruelas - les explicó Don Domingo a aquellas buenas mujeres.
- A mi hijito Fermín se lo llevó el alcaide Don Ramón jace ya dos días, ¡Ay Virgencita de La Candelaria!, y entoavía no me lo ha devuelto - comentó apesadumbrada una de las mujeres.
- Yo me parece que embajá a Los Llanos, jacé lo que tuvieran que jacé y golvé parriba, eso se jace en mediodía - comentó otra.
- Sí es un fisquiño de ná, sa por Dios. Cuantas veces fuera yo, con un balayo nísperos a la cabeza y una sereca higos gomeros a la cintura, pa llevasla a casa Los Masiú en el Llano Argual. Al mediodía, más tardá, estaba yo en la casa pa atendé los animales - le explicó otra al cura.
- Entonces, ¿Creen ustedes, que pudieran haber tenido algún percance? - se alarmó Don Domingo.
- Pos no le digo - le contestó una de las mayores - pero una cosa sí le voy a decí y no me lo vaya usté a tené en cuenta, pero ésta qui está aquí, no dejaría de pensá lo píor, cosas más grimosas se han visto.
- Pos ya tú ves - le saltó enseguida la madre de Fermín - Ahora sí me deja usté más tranquila. Cállese la boca, cristiana por Dios, y no sea usté tan araguata.
- Las malas anuncias corren más aprisa que agua barranco abajo - terció Mario - Sí algo hubiera pasao ya nos habríamos enterao.
- Con Mario estoy - apoyó Gonzalo Soldado al sacristán, dirigiéndose a Don Domingo - Pahí delante el camino, seguro que los tropezamos y antonces sabremos por qué tanta demora.
Las conclusiones de sus acompañantes tranquilizaron un poco al cura, aunque en su persistente aprensión adivinaba que algún funesto suceso había acaecido y en su interior, rogaba a los cielos para que los niños de Tijarafe estuvieran sanos y salvos.
Al partir de La Fuente del Toro, el camino andaba entre pequeños huertos escalonados y resguardados por paredes de piedra donde se cultivaban papas y coles abiertas para templar los potajes, cebollas de invierno y ajos porros para el salmorejo, chochos, que después de cosechar serían llevados al mar para curtirlos y garbanzos de la tierra, sabrosos y muy mantecosos, pero que debían estar un día entero en remojo por qué sino quedaban duros como piedras.
Al pie del camino, los viajeros encontraron una cruz dentro de una hornacina de piedras talladas, desde la que partía un sendero ascendente.
- Esta cruz la nombran los tijaraferos como la Cruz de Las Pareditas - le informó Gonzalo Soldado al cura - De aquí parte un camino derechito pal aire hasta llegá a la cumbre, donde dicen El Risco de Las Pareditas, en el remate mismo La Caldera.
- Fuerte oló dulcito que viene de ahí encimita - comentó Mario.
- Esa es la tahona de Marcial El Breñusco - les informó Gonzalo - Jace un gofio mezcla que tumba pa tras.
- ¿Qué es una tahona? - preguntó Don Domingo - No había oído nunca esa palabra.
- Pos vamos a saludá al Breñusco, pa que usté mismo lo vea - convidó Gonzalo Soldado al cura.
En esta ocasión se apuntó todo el grupo, ya que los olores que llegaban desde aquella casa hacían la boca agua. Al llegar hasta su puerta abierta, vieron en su interior a un hombre, que empujando una viga de madera tan encorvada como sus espaldas, daba vueltas alrededor del recinto. La punta de la viga arqueada se incrustaba en otra viga vertical que conseguía hacer girar una rueda dentada, que a su vez, movía una piedra de molino que iba triturando el grano dentro de un gran cajón de tea.
- A las buenas de Dios, Señó Marcial - saludó Gonzalo Soldado mostrándose en el vano de la puerta.
- Hombre, Don Gonzalo, ¿Qué vuelta lleva? Pase usté padentro – devolvió Marcial el saludo sin dejar de empujar la viga.
- Vengo en compaña del Señó Cura de San Amaro y ende el camino nos diera el oló desa mistura suya.
Al oír la mención del cura, El Breñusco enseguida frenó su impulso y detuvo la rueda. Se sacudió las manos del polvo del gofio y salió a la puerta a pedir la bendición y presentarse.
- Marcial Perez, pa servirle a usté y a Dios - se arrodilló el hombre - aunque tol mundo me se conoce como El Breñusco, porquiés donde nací y me crie. Allá en San Isidro, por encimita Las Breñas, donde dicen Capillanía, tengo yo unos cuantos parientes entoavía.
- Levanta, levanta, hijo mío, que tienes mi bendición y creo también, la de todos los que me acompañan - le comentó Don Domingo, señalando a los chicos que se relamían y se empujaban - Pero discúlpeme, y dígame usted una cosa, por los mecanismos que estoy observando, esta especie de molino está preparada para ser girada por algún animal, sí no me equivoco.
- Eneso lleva usté to la razón. El burro me se murió la semana pasá y otra no me quea. Hasta que enconsiga otro, me toca que bregá a un servidó. ¿Sabe lo que pasa? Qué no sirve cualquié bestia. Tié que sé un burro chiquito y algo noble, que sí no me se jace esto una gambuesa. Tengo yo uno mirao, pero me se piden mucho, a vé si aflojan, que medio cocinao ya lo tengo.
- Ah, ahora lo entiendo mucho mejor. También me llama mucho la atención esa viga tan curvada - prosiguió el cura con su innata curiosidad.
- De madera loro es. Pregunte usté a Don Gonzalo, que me ayudó a buscaslo y a serraslo tamién. Agradecío le estaré siempre, el sabe que esta es su casa y es siempre bienvenío. El día entero echamos en los montes di Don Pedro tumbando gajás de loro hasta qui encontramos la propia. Peo pasen tos ustedes padentro pa que echen una cabrilla con un goto vino.
El grupo no se hizo repetir la invitación y todos entraron a la tahona de Marcial El Breñusco. De una saca guindada del techo sacó este unas cebollas, que procedió a cortar y abrir en cascos y a repartirlos entre todos los presentes. A Don Domingo le entregó uno de los cascos más grande y el cura lo tomó sin saber qué hacer con él, hasta que vio como los chicos y Mario Sacristán se dirigían a la caja del gofio y utilizándolos como cucharas, lo colmaban de aquel gofio tostado y se lo comían a mordiscos. Don Domingo los imitó y comprobó que la mezcla de sabores y texturas del gofio con los cascos de cebollas, la cabrilla que llamaban, era un delicioso y apetitoso bocado. Del vino, algo ácido y avinagrado, se guardó la opinión y más al contemplar como los chicos arrimaban la boca al barrilito que Marcial les iba escanciando.
- Isaac, tu eres muy pequeño aún - apartó el barril de la boca del benjamín.
- Don Domingo, que estoy enñungao - protestó el chico.
- Pues pídele a Don Gonzalo que te de un buche de agua del odre.
Desde el norte oyeron lejana, pero aún clara, la campana de La Candelaria que cantaba la primera hora de la tarde, mientras se despedían del tahonero y retomaban su singladura por las medianías de Tijarafe. El Camino Real continuaba ancho y nivelado, a veces sombreado por alguna palmera solitaria o por un ermitaño drago, a veces curvándose para evitar una pequeña quebrada, pero siempre manteniéndose en las mismas cotas y caminando recto hacia el sur. El paisaje cercano seguía presentando el mismo aspecto, pequeños huertos amurallados y dispuestos escalonadamente, sembrados de diferentes hortalizas y con algún que otro banco de viñedo en sus orillas. Desde arriba, desde el este, la cumbre parecía descender vertiginosamente por unos empinados lomos donde verdeaba el todopoderoso pinar y hacia abajo, hacia el oeste, tabladas de tierra y estrechos barrancos se despeñaban sobre un mar azul e infinito.
- Don Gonzalo, dígame usted - preguntó Don Domingo a su guía - ¿Nos queda mucho camino aún?
- Ya bien se lo señalé el día de San Amaro, el Camino Rial es largo como una soga, pero que quié que le diga, menos que cuando salimos sí que queda.
- Por Dios, Don Gonzalo, no me trate usted como a un niño - se ofendió el cura - y contésteme a lo que pregunto, dígame usted, ¿Hemos recorrido ya la mitad del camino?
- Usté me perdone, Don Domingo, y no me se ofenda, pero sí no hubiéramos parao a ca rato, hace añales que ya habríamos llegao. ¿La mitá, dijera usté? Pos más o menos, que quié que le diga, dos o tres barrancos quedaran que cruzá. Ahorita entramos al barranco Los Gomeros, dispués por las tierras de Arecida hasta llegá a La Punta, tenemos que andá la barranquera de Tagomate y el barranquito La Molina y ah, el barranquillo La Pasada, qui me se quedaba atrás. Dispués de pasá La Punta, nos tenemos que asomá hasta El Time y…
- Está bien, está bien Don Gonzalo, no siga usted nombrando tantos lugares que comienzo a marearme. Prosigamos en paz y a ver si de una vez por todas llegamos a Los Llanos – zanjó el cura el diálogo.
El barranco de Los Gomeros, por suerte para los viajeros, El Camino Real lo cruzaba por una parte poco profunda y enseguida lo sobrepasaron con rapidez, no sin antes contemplar una gran cueva con unos extraños artilugios de madera, que Gonzalo Soldado explicó, servían para sujetar y alzar en el aire al ganado empleado en la labranza y herrar sus patas, sobre todo las delanteras que se desgastaban bastante. El cura, recordando la anterior conversación con su práctico, tuvo que reprimir su curiosidad y seguir adelante, aunque no pudo evitar que Mario se entretuviera recogiendo pedazos de herraduras.
- Esto es lo mejó que hay pa acuñá los cabos las guatacas - le contó el sacristán.
Arecida se presentaba a los peregrinos con terrenos muy parecidos a los del Jesús, aunque se notaba que iban derivando hacia el sur y los pastos eran más escasos y las tierras más secarronas. Algunas casitas presentaban sus puertas al camino, pero ninguna con la categoría de las de Candelaria, pero sí bien los tejados eran simples colmos de pajón, las paredes, de piedra viva perfectamente tallada, llamaron la atención de Don Domingo.
- Sí buscas un pedrero, llama un tijarafero - le confirmó Mario Sacristán.
Con buen paso y con el sol del invierno que calentaba tímidamente y ya comenzaba a declinar, el grupo de Puntagorda atravesó el barranco de Tagomate, donde llamaban la atención varias cuevas con pinta de habitadas por las paredes de piedra que cubrían parte de sus entradas y también por los numerosos charcos que proliferaban en su lecho, muchos de ellos con paredes de contención, como creando pequeños embalses. Con la misma desenvoltura y rapidez, sortearon los obstáculos del barranco de Las Cabezadas y del barranquillo de La Pasada, ambos muy cercanos entre sí y por suerte para los viajeros, poco profundos y muy parecidos al de Tagomate, con cuevas de habitación y pequeñas charcas.
Los caminantes entraron en el caserío de La Punta, cuando la campana de La Candelaria anunciaba la segunda hora de la tarde, aunque a esta distancia ya no la oyeron. El barrio de La Punta lo recorrieron por un sendero bien empedrado con casitas y huertas a ambos lados. En una de ellas, grande y con varias puertas, encontraron un numeroso grupo de personas sentadas, hombres y mujeres de aspecto humilde y algunas con niños en los brazos, que parecían estar esperando algún acontecimiento. Al ver al grupo, y con un cura entre ellos, se repitió la consabida escena y todos se pusieron en pie, los hombres se sacaron la montera y las mujeres se arrodillaron ante Don Domingo para pedir su bendición.
- Esta es la casa El Pósito La Punta - le informó Gonzalo Soldado.
- ¿Y qué hacen todos ustedes aquí?, ¿A qué o a quién están esperando? - preguntó el cura, mientras, sin poder evitarlo, comparaba la casa con la que él habitaba en San Amaro y que al menos, en su exterior, parecía idéntica a la suya.
- Esperiando a Don Ramón estamos - le contestó uno de los hombres - que al llegá tié que está. Dos días con sus noches completas, jace ya que lo estiamos guardando.
- Me imagino que os referís a Don Ramón, el alcaide de La Candelaria.
- Sí Señó. Nos emprometió que a la vuelta Los Llanos nos repartiría la sementera - fue ahora una mujer con un niño dormido en los brazos la que contestó - Cuando pasó por aquí iba como un reguilete y llevaba una tropelá de chicos chicos que parecían una Patrona. Nos dijera que iba con diligencias y que no nos podía atendé, piro que a la tardecita, no más tardá, estaría de vuelta.
- Sí, a la tardecita dijera, pero no de que día - se quejó ahora otra mujer.
Al cura lo invadieron de nuevo los temores y el presentimiento de que a los niños de La Candelaria les había sucedido algún percance y la angustia cobraba fuerzas en su interior. Elevó su rostro hacia la morada de los ángeles y en una muda plegaria pidió a los cielos por su salud y bienestar.
- Como ustedes dicen, tienen que estar al llegar - intentó Don Domingo tranquilizarlos, aunque en su voz no pudo evitar la zozobra - Seguramente los encontraremos en el camino y yo mismo le daré el recado a Don Ramón, que ustedes lo andan esperando.
- Mejó no le dijera ná - comentó por lo bajo una mujer a otra cuando el cura y su comitiva se alejaban - Cuando se entere qui entoavía estamos aquí, seguro que llegando a La Cruz del Time, cogiera el camino Las Cabezadas pascaparse por arribita y no tenesnos que atendé.
El camino abandonaba La Punta por una cuesta algo pronunciada y la parroquia de Puntagorda realizó este último esfuerzo embullada por las palabras de ánimo de Gonzalo Soldado.
- Enseguidita llegáramos a La Cruz del Time y después tó es pabajo.
continuara

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