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artemi garcia
XIII

Febrero de 1804
Camino Real
Primera Parte


Mario Sacristán y Gonzalo Soldado se arrodillaron detrás de Don Domingo y los niños ante la Cruz de El Time, en el mismísimo borde de La Caldera de Taburiente. Desde este altar, se podía contemplar toda la cara oeste del sur de la isla, amurallada por Cumbre Nueva y Cumbre Vieja, cordilleras de innumerables volcanes, que a lo largo de la historia, habían transformado constantemente el paisaje de La Palma y ganado nuevos terrenos al mar. Y por supuesto, desde allí también avistaban los riscos nevados y todo el interior de La Caldera, mayúsculo coliseo de espeso pinar e innumerables manantiales, solo abierto por el barranco de Las Angustias, que transportaba sus aguas hasta el mar. En la desembocadura del barranco se apreciaba la playa de Tazacorte, donde dormían los barquitos de pesca al resguardo del peligroso mar de invierno y al otro lado del barranco, se extendía la llanura del fértil Valle de Aridane, solo interrumpida por las montañitas de Argual, de Triana, de La Laguna y de Todoque, antiguos volcanes dormidos, que se alzaban cerca de la costa como enormes cetáceos varados por el mar. En El Valle se asentaban las prósperas aldeas de Tazacorte, Argual y Los Llanos y más arriba, en las faldas del majestuoso Bejenao, se avistaba el poblado de El Paso, situado en el camino que llevaba a Cumbre Nueva para cruzar al otro lado de la isla. Hacia el sur, Cumbre Vieja se iba empequeñeciendo y parecía sumergirse en el mar, allá donde llamaban Fuencaliente o Fuente Santa, porque existía un manantial de aguas cálidas y curativas y en el horizonte lejano, se divisaba bajo las nubes, la silueta de la isla de El Hierro.
- Muchísimas gracias, Señor Nuestro Jesucristo, - oró en voz alta Don Domingo - por permitirnos recorrer este camino con ventura y sin muchos sobresaltos. Muchísimas gracias, Dios Todopoderoso, por ahuyentar los peligros a nuestro paso y ayudarnos a llevar a cabo esta benéfica y vital empresa. Amén.
- Amén, Don Domingo, piro ya que estamos, - le comentó Mario por lo bajo, todavía arrodillado y estrujando la montera con sus manos - aproveche y pídale usté tamién, que nos eche un cabo pa brincá el barranco, que miré usté el borbotón di agua que lleva.
- ¡Mario!, no hables como un hereje. No son esas las maneras correctas de pedir dádivas a Nuestro Señor - Lo reprendió Don Domingo, aunque su mirada se dirigió hacia abajo, hacia el todavía distante cauce del barranco, donde las turbulentas aguas de La Caldera corrían con fuerza hasta abrazar el mar.
- Don Gonzalo, dígame usted, ¿Cree que encontraremos algún vado para cruzar el río?
- Pos no le digo. Viendo el cachariz del barranco, si por el puente Las Angustias no, otro sitio no hubiera. Asperemos que no se lo haya tragao.


Tras su homilía el día de San Amaro y el responso al Morente, Don Domingo había comenzado a organizar el viaje a Los Llanos. No le resultó fácil reunir a los muchachos que lo acompañarían para recibir La Vacuna. Nadie osó negarse tan descaradamente como Don Antonio, pero muchos inventaban excusas y justificaciones de lo más variopinto.
- Usté me perdonara Don Domingo, pero es quie los chicos míos me tién que ayudá pa sembrá el trigo – se disculpaba uno.
- Quí más quisiera yo, pero los chicos de casa están pa Santo Domingo, en casa una hermana la mujé mía – se evadía otro.
- Mire usté que yo lo sintiera, Don Domingo, pero el chico de casa se golpió al otro día la cabeza con el quicio la puerta y está tó estropiao, que no creyera yo, quí llegue ni a La Guatabara – pretextaba un tercero.
Al final consiguió reunir media docena de ellos entre los más pobres del pueblo, hijos de jornaleros sin tierras y sin trabajo, que malvivían comiendo tan solo bollos extreme elaborados con raíces de helechos. Con la promesa de Don Domingo, que se encargaría esos días de la manutención de los desdichados muchachos, accedieron de buena gana ya que se ahorraban la comida de algunos días.
Por otra parte, Don Domingo también quiso que lo acompañaran algunas de las autoridades del pueblo, para dar a la comitiva un sello de oficialidad, pero igualmente se encontró con las evasivas del alcalde Don Francisco, que no hacía nada que importunase a su cuñado, Don Antonio Morente. Tan solo consiguió la compañía de Mario el sacristán y de Gonzalo Soldado, al que pidió por favor que les sirviera de guía.
Partieron el cinco de febrero, día de Santa Águeda. El día amaneció claro y soleado, aunque el viento del norte, la brisa que aquí llamaban, venía cargado de frío y de humedad, calando hasta los huesos al grupo de viajeros.
A primera hora, Don Domingo celebró misa y confesó y comulgó a sus acompañantes, para que todos marcharan libres de pecado. Sobre Rebujada, la yegua de Gonzalo Soldado, colocaron unas angarillas, donde dispusieron a un lado una talega de gofio y otra de higos secos y tunos secos y en la otra, un par de alpargatas y una muda limpia para cada niño, que Don Domingo había conseguido de la caridad de algunos vecinos. De ninguna de las maneras pensaba presentarse en Los Llanos como un grupo de menesterosos, con los niños descalzos y vestidos con harapos.
- Vamos apurá Don Domingo, que el día es chico y el camino largo – le dijo Gonzalo Soldado, tomando las riendas de Rebujada.
- Pues muy bien, pongámonos en marcha. Don Gonzalo delante con la yegua, los niños conmigo y tú, Mario, irás detrás cerrando.
- Lo que usté diga, Don Domingo. Él qui se me quedara atrás u si me echara fuera el camino, le meto un variscaso – se dirigió Mario a los chicos amenazándolos con la lanza que portaba.
Los chicos no abrieron la boca y obedecieron sumisos las indicaciones del sacristán. Famélicos y esmirriados se apretujaban unos contra otros huyendo de la punta del regatón. Si bien Don Domingo les había prometido un suculento desayuno, consistente en un peloto de gofio y unos higos secos, hasta ahora lo único que habían obtenido del cura era la hostia de la comunión y el frío y el hambre los hacía tiritar en la explanada de la plaza de San Amaro. Aunque en verdad, el viaje a Los Llanos de Aridane se presentaba para ellos como una extraordinaria aventura, ya que ninguno se había alejado mucho de Puntagorda.
De entrada tomaron El Camino de Los Pinos, subiendo La Asomadita y dejando atrás El Pino del Calvario y El Pino de La Virgen, donde se persignaron ante sus cruces. Cuando llegaron a las haciendas de la familia Taño ya habían entrado en calor y aquí tomaron el Camino Real que los conduciría hacia el sur. Don Francisco el alcalde, casado con una Taño, no se dejó ver por ninguna parte, aunque Don Domingo, con el rabo del ojo, le pareció verlo detrás de las cortinas de una ventana.
La comitiva se dirigió ahora hacia el barranco de El Roque, donde para cruzarlo, tenían que pasar obligadamente ante las puertas de la casa y la venta de Los Morentes. Tampoco encontraron a Don Antonio, pero sí que se tropezaron con su mula albardada y estacada en medio del camino impidiéndoles el paso.
Gonzalo Soldado, que iba andando delante y llevaba a su yegua sujeta de la cabezada, dio unas voces para llamar la atención de los moradores de la casa pero no obtuvo respuesta alguna.
- Don Domingo, hágame usté el favor. Asujéteme usté a Rebujada, que esta machangada enseguidita la aquello yo.
Entregó las riendas al cura y se sacó el cuchillo que llevaba sujeto al fajín con la intención de cortar la soga de la bestia.
- No, Don Gonzalo, por Dios, no son esas las maneras de un buen cristiano - lo atajó Don Domingo - Ojo por ojo y diente por diente son costumbres fariseas que solo traen malas consecuencias. Intente usted apartarla un poco para que podamos pasar y dejemos la fiesta en paz. Mario, pasa tu primero con los niños y pon mucho cuidado.
- ¡Fuerte plebe mala! - sentenció Mario sacristán y se dirigió a los chicos - Venga, vamos a pasá diestro y con ujito, que esta mula tié pinta resabiá.
Después de pasar Mario y los chicos, Don Domingo se percató que Rebujada con las angarillas puestas no cabía en el paso que dejaba la mula albardada, así que tuvieron que descargar a la yegua para sortear aquel primer obstáculo que se les presentaba en el camino. Mientras Don Domingo y Mario realizaban este trabajo y pasaban a Rebujada al otro lado del sendero, Gonzalo Soldado, a la callada y sin que los otros lo vieran, se entretuvo cortando por debajo de la barriga, las cinchas de la albarda de la mula.
- Los ojos no los perderá, pero ojala perdiera algún diente cuando se vaya a montá y se meta un rebencazo contra el suelo - pensó el indiano.
El barranco de El Roque lo cruzaron sin mucha dificultad, ya que no bajaba agua alguna por su cauce y se dirigieron pausadamente hacia el cercano barranco de Garome, límite natural y administrativo de Puntagorda. Ahora El Camino Real transitaba por terrenos abruptos que aún no habían sido modificados por la mano del hombre. Don Domingo caminaba en medio del grupo, admirando la exuberante naturaleza que se mostraba a ambos lados del sendero. En su época de estudiante se había aficionado un poco a la botánica de la mano del monje que cuidaba los jardines del seminario. Este le había enseñado los rudimentos básicos de esta ciencia y con él había aprendido a distinguir las diferentes familias que la componían y sus rasgos más característicos. Se sabía de memoria el sistema de clasificación de Linneo y el conocimiento de los nombres científicos de las plantas, le había ayudado mucho en sus clases de latín. Ahora observaba como el pinar seguía siendo dueño y señor de estas laderas y como a su sombra crecían aromáticos poleos y arbustivos taginastes. Entre la pinocha, ya había averiguado que aquí la llamaban pinillo, comenzaban asomar las lentejuelas después de las lluvias y tímidamente intentaban despuntar algunas matas de corazoncillos y de agujas de pastor. Sin embargo, de muchas plantas no conocía su nombre y para animar el camino y entretener a los niños, se dedicaba a preguntarles por sus nombres.
- ¿Cómo llamáis a este arbusto tan enmarañado? - señaló uno a la vera del camino.
- Pos que va sé, una mata codeso, Don Domingo - le contestó Lico, sorprendido de que el cura no conociese esta planta, tan usada como forrajera como cama para el ganado. Lico tendría unos diez años, aunque por su estatura y peso aparentaba ocho. Su nombre verdadero era Elías y era hijo de Pancho Martín el de Las Carvallas y de Genoveva la de Los Pelaos, que moraban en unas cuevas y unas chozas en la solana de la montañita La Negra en la costa, muy cerca de la montaña de Matos. Trabajaban de jornaleros para cualquier labor de campo que los llamaran, pero ahora, en pleno invierno y con los días tan cortos, eran muy pocas las peonadas que le salían. Cuando Don Domingo les pidió el chico para llevarlo a vacunar a Los Llanos, intentaron poner algún impedimento, pero el cura, compadeciéndose de ellos, les prometió que se haría cargo de su manutención y que también les buscaría a ellos, algún día de trabajo en las tierras de Las Cofradías, que estaban por encima de donde vivían.
- Y esta otra plantita, con las hojas tan partidas, ¿Qué nombre le dais?
- Pa adiviná el nombre ese mato, lo mejó que usté pue jacé Don Domingo, es goleslo bien golío y ya verá que enseguidita lo acierta - le contestó ahora Carmelo, poniendo cara de pillo y desatando la sonrisa del resto del grupo. Este era un chiquillo de ocho o nueve años, hijo habido de Manuela la de Breñoso y de Pedro Morente, hermano de Don Antonio, que se había marchado a vivir a Tenerife y que nunca quiso reconocer al chico, por más que éste fuera su viva estampa.
Don Domingo, desconfiado, acercó su rostro muy despacio a la planta y olió su perfume. Enseguida se levantó con un fuerte picor en sus narices, que lo obligó a estornudar estridentemente y desató la hilaridad de los chicos, que como coro ensayado contestaron todos a la vez:
- ¡Jurria chivato pa La Caldera!
- Jesús, Don Domingo - le respondió un Gonzalo Soldado sonriente - A ese mato lo llaman espirradera, porque aquí no dijéramos estornudá sino espirriá. Y a lo que a usté le acaban de jacé los chicos, le decimos dar una quintada.
Para acabar con las risas de los zagales, Mario los corrió y los amenazó con la lanza, aunque lo hizo sin mucho enfado. Por su parte, Don Domingo, también se tomo la broma a bien, ya que comprobó que no tenía malicia alguna y que además ayudaba a aliviar la tensión del viaje. No obstante, apuntó en su memoria, no volver a caer tan fácilmente en las trampas de los chicos.
De esta guisa, con el ánimo bien dispuesto, prosiguieron el camino y llegaron hasta el Pino de Garome, otro árbol monumental, que marcaba la entrada al barranco. Desde esta atalaya, el camino realizaba un largo zigzag con varias vueltas bien amuralladas y con su piso empedrado de grandes lajas hasta llegar al cauce del barranco. Aquí aprovecharon para beber agua en los grandes charcos que había dejado la lluvia y que estaban sombreados por altas matas de fayas y de brezos. El cura tuvo que vencer sus escrúpulos y apartar como hacían los demás, los saltones que nadaban en su interior y las hojas que flotaban en su superficie. Eso sí, le pidió por favor a Gonzalo Soldado, que llevara a abrevar a la yegua barranco abajo.
De igual manera, empedrado y amurallado, partía el camino hacia fuera del barranco para llegar hasta Tinazara, pequeña aldea pero con ricas y frescas tierras, donde se sembraban con muy buena producción, grandes valles de papas y de cereales. Junto al sendero, los viajeros encontraron una diminuta ermita dedicada al Sagrado Corazón y Don Domingo decidió que era el lugar idóneo para descansar y tomar el desayuno. Ante sus puertas cerradas, dio una vuelta en redondo al recinto y dio unas voces por ver si alguien se presentaba.
De una casita situada un poco más abajo, asomó a la puerta una mujer de avanzada edad, que al cura enseguida le recordó a Mercedes La Antigua, ya que también vestía de negro y presentaba una huraña figura.
- ¿Qué se les ofrece? - preguntó reservada.
- Buenos días tenga usté, Seña Petronila - la saludó Mario el sacristán.
- Jesús, María y José, cuanto tiempo, pero sí este es Mario, el de mi sobrina Carmela. - se acercó ahora la mujer ya más confiada - Claro, con tanta tropelada gente, no te escolumbré hasta que me nombraras. Yo jace rato qui estaba oyendo como un guerguecío de adentro del barranco pero me dije yo pa mí, ese debe sé Pancho Morales, el hermano mi marío que en paz descanse, qui asiempre lleva a estas joras las cabras padentro el barranco a dasles agua de bebé. Fíjate tú, qui hasta espirria un chivato me pareció oyí.
Las palabras de la mujer trajeron el recuerdo de la quintada de los chicos a Don Domingo, y ni Mario ni Gonzalo Soldado se pudieron contener, uniéndose a los chicos en las risas y la jarana, mientras el cura aguantaba estoicamente.
- Aymería, pos no le veo yo tanta gracia al cuento como pa tené que esmorecerse risa de esas maneras - concluyó la mujer, poniéndose seria y a la defensiva.
- No les haga usted caso, hija mía. Estos petimetres se ríen hasta de su sombra. Y yo le aseguro, que no es precisamente de usted de quien ríen - se acercó Don Domingo hasta ella.
La mujer, cuando se fijo que era un cura quien le hablaba, dio un respingo y lo miró sorprendida, pero enseguida se arrodilló y tomó su mano para besarla.
- Petronila Pérez pa servirle a usté y a Dios.
- Yo soy Don Domingo, el nuevo párroco de San Amaro. Mi Bendición, hija mía. Anda, levanta y dime ¿Cómo estás tú y tu familia?
- Pos escapando, Don Domingo, escapando, que quié que le diga, mentiras no le voy a contá, ¡Dios me libre! Mi marío Gumersindo, que en paz descanse, se pasó toa la vida trabajando y este pajerito fue lo único que me dejara. Aquí me remedio y asperando que me llegue la hora pa í a reunirme con él, que en La Gloria esté.
- No se aquelle usté ansina, mujé - intervino ahora Mario, ya más sereno y animándola - que entoavía le quea cuerda pa rato. El qui jace tiempo que no veo es a Pascual, el hijo suyo. ¿Ande anda metío? Antes, a ca rato, se dejaba vé por Puntagorda, siempre enredao y tratando con bestias y con ganao.
- Ay, Don Domingo - se quejó la mujer al cura, aunque quien había preguntado fuese Mario - Los hijos los cría una, pasando tos los trabajos del mundo, ¡Dios Mío!, pa que luego no se acuerden quién les dio de comé y los sacó palante. Pa esos Llanos anda metío desde qué. Por aquí asoma alguna vez, pero yu creo quies pa vé si ya me enterraran y jacé negocio con el pajero, quíes lo que lo tié pendiente. Después que se casara con la pelandrusca aquella, no se acuerda ni de qui madre tié. Mario, tú la debes conocé, la nieta de…
- Hacia Los Llanos nos dirigimos nosotros - consiguió interrumpir Don Domingo la sarta de lamentaciones de la mujer - Pensamos parar aquí para descansar y tomar el desayuno y de camino, ya que estamos, visitar la ermita y contemplar su fábrica.
- Ay, Don Domingo, en ese menester sí que no lo puedo ayudá. La Llave del Sagrao Corazón la tié el Padre Don Manué, el cura La Candelaria. Él es mú suyo pa estas cosas, dice él y verdá no le falta, qui la iglesia está pa decí misa y santificá al Señó y amás, tié cosas de mucho való, que nunca se sabe la raza perros que caminan por estos andurriales.
Mientras Don Domingo y Mario platicaban indefinidamente con la anciana, Gonzalo Soldado comenzó a preparar el desayuno. En un zurrón grandote comenzó a amasar un par de libras del saquito de gofio que sacó de una de las angarillas de Rebujada. Mientras lo amasaba sobre su muslo, los chicos se arremolinaban a su alrededor y se empujaban para colocarse delante, tal era el hambre que tenían.
- No se apuren, que habrá un peloto grande pa ca uno - intentaba tranquilizarlos - Déjame echasle un fisquiño más agua que entoavía está algo calacero.
- No lo deje usté mú amoroso, Don Gonzalo - le pidió Cheche - que endispués se pega al cielo la boca y cuesta más tragarlo. Juan José, al que todos llamaban Cheche, tendría unos ocho años, aunque por culpa del hambre y la miseria muy mal llevados, como le sucedía al resto de los chicos. Era hijo de Hermenegildo Galero y Asunción Patagrillo. El apodo de su padre era fácil de entender, ya que solía trabajar en las galerías de agua de La Caldera, pero el de su madre, se perdía en los anales de los tiempos.
- Calacerito estara más gueno, pa podé sobá los jigos secos que nos prometiera Don Domingo – aprovechó para recordarle Falucho, que era el mayor de todos y al que acompañaba también un hermano menor, llamado Feliciano, pero al que todos decían Ciano. Falucho tenía doce años y su nombre verdadero era Rafael. Ya le empezaba asomar una pelusa entre la boca y la nariz y cuando hablaba le salía algún gallo, síntoma de que estaba cambiando la voz. Vivían, o más bien malvivían, en unos pajeritos en El Topo Ribo, frente a San Mauro, en el otro lado del barranco. Sus padres, Rafael Pejeverde y Feliciana la de Juan Corujo, cuando Don Domingo les pidió a los chicos, no dudaron un instante en entregárselos, es más, le ofrecieron también a sus dos hijas pequeñas, Juanita e Isabelita, de seis y siete años. El cura se excusó en la corta edad de las niñas para no llevarlas, pero la verdad sea dicha, le parecía pecaminoso e indecente llevar consigo en esta ardua empresa, miembros del sexo femenino.
Después de desayunar y despedirse de la anciana, el singular grupo acometió de nuevo el camino, guiándose ahora hacia el barranco de Bellido para entrar en las extensas tierras de La Guatavara. El sendero descendía por una empedrada cuesta empinadísima y paralela al barranco. A media cuesta, Gonzalo Soldado se detuvo y pidió a Mario que le sujetase la yegua. De una de las angarillas sacó un odre hecho con el pellejo de una cabra y como a diferencia de un zurrón no se le raspaban los pelajes al animal, se sabía que era de una cabra flaira, o sea, de color negro y blanco.
- Hágame usté el favor, Don Domingo - pidió al cura - y acompáñeme a llená el odre a la fuente El Viejo, pa que usté vea cosa digna de admiración.
El párroco de San Amaro, curioso por naturaleza, no se hizo de rogar y siguió al indiano por una senda transversal y casi tan ancha como el Camino Real. Después de recorrer apenas un centenar de varas, llegaron a un recóndito paraje en el avisero del barranco. El manantial rezumaba un buen chorro de agua bajo un dique de toba marrón, donde se habían excavado numerosos canalillos que llevaban el agua hasta varias pocetas de distintos tamaños. Todas estaban repletas y se vertían hacia un gran estanque abierto en el suelo, con las paredes de su interior forradas de piedra y barro para contener el agua y el sobrante se rebosaba por la ladera hacia el barranco.
- Minotes como éste se encuentran pocos en Tijarafe. Y no sé yo. No se seca en to el año, yo ha pasao por aquí en el pleno mes de agosto y siempre está igualito. A ojo de buen agüero, sus dos arrobas la hora, no se las quita naide - le comentó Gonzalo al cura y chasqueando la lengua sentenció - Sí fueran de mosto, daban pa unos cuantos Sanmartínes.
El cura quedó gratamente sorprendido por la belleza del lugar y en su interior dio gracias al Señor por mostrarle tal prodigio de la naturaleza, pero también le llamaron poderosamente la atención una serie de dibujos inexplicables, grabados en la piedra de los riscos en las cercanías de la fuente. Semejaban una especie de líneas curvas como formando intrincados laberintos y otros con forma de espirales sin sentido. Curioso e intrigado, preguntó a Gonzalo por ellos y por su significado.
- Eso son cosas de los antiguos que asiempre han estao ahí. Garabatos desos hay por tos laos y en Garafía donde más. Unos dicen que son cosas de brujerías, otros que marcas de los cabreros de antes. Eso no lo sabe naide. Yo lo único que sé - terminó a la vez que se santiguaba - que ni yo los puse ni yo los pienso de quitá.
Don Domingo se quedó contemplando aquellos dibujos e intentando descifrar su significado mientras Gonzalo Soldado llenaba el odre directamente del chorro del manantial. Al final, no encontrándoles sentido alguno, los desechó de su mente y apremió a su guía para volver al camino, junto a Mario y los chicos.
Tras cruzar el barranco de Bellido, donde tan solo las inoportunas y molestas zarzas intentaron retrasar la marcha, comenzaron su andadura por La Guatavara, atravesando tierras abiertas por huertas surcadas de papas y coles y terrenos labrados y sembrados de trigo y de cebada, de centeno y de lino. Algunos campesinos levantaban la mirada y saludaban a tan singular compañía. Desde muchos recodos del camino se podían contemplar los contornos de la isla de El Hierro en el horizonte y Mario entretenía a los chicos, contándoles leyendas de islas mágicas que aparecían y desaparecían como por encanto. Les narraba que intrépidos viajeros habían navegado hasta ellas sin que se hubiera vuelto a saber nunca más de ellos.
Cerca del mediodía, tras sobrepasar el barranco de El Pinillo y el barranco de La Cueva Grande, entraron en la populosa aldea de La Candelaria. El Camino Real recorría ahora calles bien empedradas con ricas casas solariegas a ambos lados. Don Domingo quedó impresionado ante la prosperidad de aquel poblado, qué sí bien no se podía concebir como una ciudad ni mucho menos, sí que presentaba ya el esbozo de un núcleo urbano. Encontraron a su paso varias ventas con mostradores colmados de diferentes mercancías, rollos de telas, bombas de aceite y cajas de pescado salado y en algunas puertas abiertas, zapateros, herreros y latoneros daban color y actividad a la floreciente villa. Mario y Gonzalo Soldado saludaban por su nombre a muchos de los que se encontraban y los chicos abrían los ojos como platos ante tanta abundancia. Sus pasos los guiaron hasta la plaza de La Candelaria, donde la iglesia y las hechuras de su fábrica maravillaron al cura, todo empedrado a su alrededor y con sus paredes bien enjalbegadas. Calculó, que entre su nave y los cuartos adyacentes, podía ser casi el doble que la suya y no pudo evitar fijarse en el tejado, para comprobar que sus tejas estaban bien dispuestas y que seguramente no dejaban colar ninguna gota de agua a su interior.
Don Domingo se persignó en la puerta y penetró en la nave para admirar y rezar a La Virgen. Según le había contado Mario, La Virgen de La Candelaria había llegado a la isla en el siglo XVI con destino a Puntagorda, pero el barco que la trasladaba hacia allí fue atacado por unos piratas y los monjes que la custodiaban tuvieron que desembarcar en la costa de Tijarafe. Huyendo de los piratas se escondieron en una cueva de un barranco de la costa y una vez libres del peligro, intentaron trasladarla a Puntagorda. Cuando fueron a cargarla de nuevo les fue imposible levantarla e interpretaron que el deseo de La Virgen era quedarse en este pueblo.
Don Domingo se acercó hasta ella y contempló su rostro ladeado con su amplia cabellera y sus vestidos ostentosos. Sin saber cómo ni por qué, la imagen le hizo recordar a la bella Irene, por lo que tuvo que parpadear varias veces para borrar su imagen de la cabeza. Lo consiguió contemplando al Niño que sostenía La Virgen en maternal postura. Se fijó que El Hijo de Dios sostenía en su mano un pájaro y recordó, que este era el símbolo del alma del pecador refugiándose en Cristo.
Detrás del altar de La Virgen, Don Domingo se extasió en la contemplación del Retablo Mayor que cubría toda la pared. Estaba dividido en tres cuerpos. En el primero, el Calvario del ático, presentaba tres lienzos individuales con el Cristo en la cruz y la Magdalena a sus pies en el centro, a la derecha la Dolorosa y a la izquierda el Discípulo Amado. En el segundo cuerpo, de derecha a izquierda, La Adoración de los Pastores y La Visitación y en el tercer cuerpo, El Pentecostés, La Ascensión, La Purificación, La Resurrección de Cristo y La Asunción de María a los cielos. Debajo, en La Predela, diez pequeños lienzos representaban a Santos de medio cuerpo.
Cuando salió de nuevo a la luz de la plaza, se encontró a los chicos sentados a la sombra de una palmera que había junto a la iglesia y a Mario y a Gonzalo Soldado platicando animadamente con un señor que vestía sus mismos hábitos.
- Bien, por fin conozco al nuevo Beneficiado de la parroquia de San Amaro - le sonrío Don Manuel Ventura, el párroco de La Candelaria - Estabais tan absorto en vuestras plegarias, que no he querido importunaros, Don Domingo.
Don Manuel ya era un hombre que vestía canas y lucía arrugas en su rostro y además presentaba una oronda cintura, donde los botones de su sotana parecían a punto de estallar. Afablemente se acercó hasta el joven cura, lo abrazó tiernamente y lo besó en ambas mejillas. A continuación, lo tomó por los hombros y lo apartó del grupo.
- Acompañadme hasta mi casa para que podamos hablar tranquilamente. Mario, vuestro sacristán, me ha contado que os dirigís a Los Llanos con este grupo de muchachos para inocularles la vacuna contra la viruela. Loado sea El Señor e igual de loable, la empresa que acometéis.
- Don Manuel, no sabéis la alegría que me produce hallaros. Llevo casi un mes en Puntagorda y sois vos el primer eclesiástico que encuentro.
La casa del cura se encontraba en los aledaños de la plaza y Don Domingo cuando entró en ella, no pudo menos que compararla con el cuartucho del Pósito, donde él residía. La casa constaba de tres habitaciones en un largo pasillo y sus puertas daban a una especie de salón o recibidor, donde Don Manuel lo condujo y le ofreció asiento a una mesa, junto a un ventanal por donde se colaba la luz del día.
- Bernardina - llamó el cura.
De una de las puertas asomó una mujer mayor, que no podía disimular su parentesco con Don Manuel, tanto por los rasgos de su cara como por el talle de su cintura.
- Dejadme querido Don Domingo, que os presente a mi hermana. Que sería de mí sin ella y sus atenciones. Todos los días doy gracias al Señor por su inestimable compañía.
- Encantado de conocerla, Señora mía - se incorporó enseguida Don Domingo para saludarla, mientras observaba que en esa casa no vivían ni el hambre ni la miseria, viendo la holgura física de ambos hermanos y la mesa, las cuatro sillas y los dos arcones, todo fabricado en tea, que adecentaban aquel salón - Tiene usted una casa magnífica.
- Bernardina, querida, - se dirigió Don Manuel a su hermana - Haznos un favor y tráenos una botellita de vino y dos vasos. En la alacena de la cocina, creo que queda una del dulce, de la que nos mandó Don Fausto.
La mujer, con una media sonrisa pero sin decir palabra, obedeció a su hermano y al momento reapareció con una bandeja de metal, donde portaba lo requerido y también un buen pedazo de queso ahumado y una grandota hogaza de pan. Don Domingo se quedó con la boca abierta y sin poder pronunciar palabra. En estas tierras, ya eran un lujo inconcebible para él, la bandeja de metal y la botella y los vasos de cristal, pero la hogaza de pan ya fue el colmo, ya que la concebía como un alimento sibarita. En Puntagorda, el pan, cuando se conseguía, tan solo era destinado para alguien que estuviese muy enfermo. La primera y única vez que se le ocurrió nombrarlo, Mercedes La Antigua se pasó el día preguntándole si le dolía algo, e incluso llego a ponerle la mano en la frente para comprobar si tenía fiebre y quería que le abriese la boca y le enseñase la lengua. Mandó a su hija Irene a la costa, a buscar hierba clín y doradilla, para hacerle un agüita contra no se qué males y corrió la noticia por todos los alrededores de San Amaro, de que el curita estaba enfermo y se podía morir.
Don Manuel llenó los vasos y le ofreció uno al joven cura.
- A vuestra salud y por el éxito de vuestra benefactora empresa - brindó y se echó al coleto el vaso de vino de un solo golpe - Es un vino de primera calidad. Me lo hace enviar siempre Don Fausto Canales, uno de nuestros mayores hacendados, de unos viñedos que tiene en La Caldera. Por supuesto que él no vive aquí, vive en La Ciudad, donde son muchos sus negocios y sus quehaceres, aunque siempre que puede, se deja caer por estas tierras, que Dios en su infinita sabiduría, tuvo a bien otorgarle a su familia. Siempre que viene nos visita y se sienta a comer a nuestra mesa y siempre comenta lo mismo, qué si por él fuera viviría aquí, en Candelaria, donde dice sentirse libre y despreocupado de las tantas obligaciones de sus cargos y encomiendas en el Concejo de la isla. Tiene una casa señorial aquí arriba, por encima de la iglesia y esta misma casa es de su propiedad, donde por su infinita bondad nos alojamos mi hermana y yo. En agradecimiento y por su alma eterna, le llevo las cuentas de sus haciendas en estos lares, que no son pocas le aseguro, y vigiló que los medianeros que las trabajan no le hagan la cuenta la pata, como se suele decir. Hay cada uno, que si yo le contara...
Don Domingo, oyendo aquella cantinela de Don Manuel, se quedó de nuevo en vilo y ni se atrevió a llevarse el vaso a la boca. Cuando lo vio en la plaza, lo primero que pensó fue pedir a Don Manuel que lo confesara, contarle de los numerosos pecados que había cometido desde su llegada a San Amaro, abrir su alma y hablarle de la pecaminosa tentación de la carne que lo perseguía y tanto lo atormentaba y del pecado de suma soberbia que había protagonizado el día de San Amaro con su enfrentamiento con El Morente. Pero al comprobar como se las gastaba el cura de La Candelaria y de que pata cojeaba, el joven cura decidió callar y seguir cargando con su cruz hasta encontrar un sacerdote con otro talante.
- Pruebe, pruebe usted el vino, para que vea lo dulcito que está - lo conminó Don Manuel - y corte un pedazo de queso y una rebanada de pan para que lo acompañe.
- Le probaré el vino por complacerlo, pero no hace nada que hemos desayunado espléndidamente y la verdad, no me cabe nada más en el cuerpo - le contestó Don Domingo con la boca chica y sacando orgullo. Aunque la boca se le hacía agua, no podía olvidar a los desdichados que lo esperaban en la plaza.
Don Manuel era cura viejo, ya estaba a vueltas de todo y sabía de sobra como se malvivía por aquellas tierras y además, había visto la expresión del curita de San Amaro cuando su hermana entró con la bandeja.
- Como usted quiera, hijo mío. Vamos a hacer una cosa, le digo a mi hermana que se lo envuelva y se lo lleva usted a los chicos, qué ya se sabe como son los jóvenes, siempre tienen hambre a cualquier hora.
- En eso lleva usted toda la razón. Muchísimas gracias Don Manuel, de su parte se lo daré a los chicos - tuvo que aceptar Don Domingo, aunque enrojeció hasta la raíz del cabello.
- Cambiando de tema, o más bien, volviendo a él, la vacunación de los chicos - prosiguió Don Manuel, volviéndose a llenar el vaso y ofreciendo a Don Domingo, que se excusó esta vez - Bendito sea El Señor, que siempre provee y nos concede milagros como este. En los más de treinta años que llevo en esta parroquia, las viruelas nos han visitado dos veces. En el ochenta y siete, tuve días que celebré hasta tres entierros. En la Ermita del Jesús, por donde pasareis en vuestro camino hacia Los Llanos, enterré a una madre y a su hijo el mismo día.
- Dios mío, tuvo que ser espantoso - intervino Don Domingo.
- Así fue, pero Dios, Nuestro Señor y en su Bendita Misericordia, ha determinado que jóvenes como usted, no tengan que volver a vivir días como aquellos que yo viví. Pero olvidémonos de esos tiempos pasados y hablemos del presente. Aquí, en Santa Candelaria, también hemos hecho nuestros deberes, como manda Dios y Nuestro Bendito Monarca Carlos IV, e incluso, porque no decirlo así, nos hemos adelantado a vos. De aquí han partido una docena de chicos, pero solo acompañados de nuestro alcalde. Como comprenderéis, yo ya no estoy para estos viajes, me pesan los años y la barriga también. Eso sí, yo me he encargado personalmente de reclutarlos entre las familias más humildes. No me ha sido difícil, no he tenido que ofrecerles queso y pan, con una talega de gofio y un puñado de higos he tenido donde escoger.
- ¿Y cuando han partido?, ¿Han regresado ya?, ¿Habéis implantado ya la vacuna en vuestra parroquia? - lo interrogó ávido Don Domingo.
- No, no, dejadme continuar, es a lo que yo iba. Los nuestros han partido tan solo hace dos días y no, todavía no han regresado, pero tienen que estar al llegar. Partieron el día tres, al día siguiente de la festividad de Nuestra Patrona. Después de celebrar la misa y la procesión de Las Candelas, los reuní a todos en la iglesia y muy temprano en la mañana, los confesé y los comulgue, para que fueran libres de pecado…
- Lo mismo hice yo esta mañana - lo interrumpió Don Domingo - Pero Dios Santo, no me asustéis, ¿Creéis que les ha podido suceder algún percance a los niños?
- Por Dios Santo, quiero creer que no. Seguramente habrán tenido que esperar por los doctores o qué sé yo. Seguro que os los cruzareis en el camino.
- Bueno, Don Manuel, muchísimas gracias por vuestra hospitalidad - se despidió Don Domingo, incorporándose - pero se hace tarde y debemos proseguir nuestro camino.
- Cierto es. Os acompaño hasta la plaza para que partáis con mi bendición - se incorporó también Don Manuel, pero al llegar a la puerta lo sujetó por un brazo - Dejadme daros un buen consejo antes de que partáis, hijo mío, para que os sirva en estos momentos y para el resto de vuestra vida, que espero como mínimo, sea tan larga y fecunda como la mía: Tened siempre en cuenta la posición, que en el mundo ocupáis, vos y Nuestra Santa Madre Iglesia. El Señor, en su Magna Sabiduría, ha dado a cada hombre un estatus en la sociedad y unas leyes para ser cumplidas. Nuestro deber, como Ministros del Señor, es recordar a cada uno de nuestros siervos, cual es su lugar y a quien le deben obediencia.
- Os entiendo perfectamente. Gracias por vuestros consejos, Don Manuel - en estos momentos se sintió de nuevo en El Seminario como un obediente discípulo y agachó la cabeza sin atreverse a replicar.
Como iba abrir su alma a este hombre, que según decía, llevaba más de treinta años viviendo entre esta gente tan desafortunada y seguía pensando igual. Como explicarle que a él, en tan solo un mes que llevaba en San Amaro, el mundo se le había vuelto del revés. Como hacerle entender, que su lugar no podía estar con los ricos y sobrados hacendados, cuando el hambre y la miseria eran mayor plaga que La Viruela y no se había inventado aún vacuna ni remedio contra ellas.
Cabizbajo y en silencio, encaminó sus pasos junto a Don Manuel, de nuevo hacia la plaza. Allí, el cura de La Candelaria le entregó un bulto con el queso y el pan y los despidió con su bendición.
- Id con Dios.
continuara

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