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artemi garcia
XII

Junio de 1804
Los Medios. Puntagorda



- Yastará gueno pa hoy, garra la mula cardosa y tira pa la casa. Cuando pases por la fuente le llenas el dornajo y dejas que bebiera hasta qui se jarte. Aluego la estacas en la relva y dejale bastante filambre a la soga pa que puea comé - le dijo Juan Guincho a su nieto Luis - Yo me llevo la barrosa pa llegarme hasta El Pino La Virgen, a esperá a tu primo Juan y a su padre. A vé que dirán, creo yo que con esta otra horniada ya les alcance.


La solución que había encontrado Don Domingo a su llegada, haciendo subir a los chicos para recolocar las tejas rodadas, no había servido de nada. La mayor parte estaban rotas y por mucho que los chicos se esforzaron no consiguieron sellar el tejado. La iglesia continuó llena de goteras hasta que llegó el verano. Cada vez que caía un chubasco, por pocas gotas que fueran, los chorros de agua se filtraban por todas partes. En uno de los días de Semana Santa, el aguacero que cayó se aguantó un buen rato y llegaron a caer del tejado algunos pedazos de los encanutados de cal con que se cogían las tejas de la cumbrera. Un trozo le cayó delante mismo del cura cuando celebraba la misa y se armó tal revuelo en la ermita que a punto estuvo de suspenderse el acto religioso.
Cuando llegó el mes de junio y las tierras comenzaron a secarse, Don Domingo decidió, bajo el consejo de Los Guinchos y de Gonzalo Soldado, con él que había tomado bastante amistad, renovar por completo el tejado de la iglesia.
- Por lo menos dos horniadas lleva – le explicó Juan Guincho – Quien pensara que había tantita teja desmigajá.
- Está bien, de acuerdo, ya buscaremos Dios mediante, las maneras y los dineros para pagaros el trabajo - les dijo, acordándose de la carta que había escrito al Señor Obispo hacía más de tres meses y de la cual aún no había recibido respuesta – No os preocupéis por eso.
El horno de tejas de Los Guinchos estaba situado en las inmediaciones del Pino de Los Medios, árbol emblemático y de considerables dimensiones, y de la fuente del mismo nombre. Le daban este nombre porque tenían calculado que, más o menos, marcaba la mitad del camino entre la costa y la cumbre. El sendero estaba jalonado de pinos monumentales que marcaban la ruta de los viajeros hacia Santa Cruz de La Palma y a la vez, le iban dando nombre a los lugares. Así, si partías de San Amaro hacia la ciudad, el primero que te encontrabas, pasada La Asomadita, era el Pino del Calvario, que también marcaba la entrada del camino del Brezo que cruzaba el barranco de San Amaro para dirigirse hacia el barrio de El Pinar. Cuando llegabas al Pino de La Virgen, que era el de mayor envergadura, descubrías una pequeña hornacina incrustada en su tronco y que contenía una bella imagen mariana, si eras buen cristiano siempre te santiguabas ante las tres cruces vestidas y dispuestas a sus pies. Después de ascender durante un buen rato, cruzar las haciendas de la influyente familia Taño y después de pasada la cruz de Fátima, encontrabas el Pino de Los Medios, con su tronco excavado por los numerosos incendios que había soportado a lo largo de su extensa vida. Tras sobrepasar las faldas de La Montaña del Arco, el camino te encauzaba hacia el Pino del Chupadero, otro árbol colosal con varias fuentes en sus cercanías, una con su mismo nombre y otras, que aunque eran tres, las nombraban como Fuente Nueva. Siguiendo este periplo entrabas en tierra de Propios, terrenos que el Cabildo de la isla no dejaba usurpar a los vecinos, y te enfrentabas a la empinada cuesta de El Reventón, donde podías descansar a la sombra del Pino de La Pileta del Saucero. Ahora ya estabas en pleno ascenso a la cumbre y te podías resguardar del mal tiempo bajo el Pino del Llano de Las Ánimas, enorme y retorcido ejemplar que se constituía como última encrucijada, ya que aquí se le unían los caminos que tomaban los viajeros de las aldeas vecinas de Tinizara, La Guatavara y Candelaria para dirigirse también hacia el camino de Los Andenes que bordeaba la orilla de La Caldera y te cruzaba al otro lado de la isla.
Los Guinchos habían construido el horno en este lugar porque en las proximidades poseían unos terrenos de muy mala calidad que ni siquiera se araban. Eran estas tierras de un barro fuerte y pegajoso, conocido por tierra de teja, donde solo crecían jaras y altabacas. Por otro lado, también contaban con la cercana Fuente de Los Medios y de unos cuantos charcos que se repartían por el cauce del barranco de San Amaro, que a esta altura lo llamaban barranco de Los Medios. De aquí transportaban en odres el agua necesaria para la elaboración de las tejas y los ladrillos, aunque también los charcos eran utilizados por las mujeres para lavar la ropa que restregaban sobre unas grandes lajas que había en el barranco.
El horno estaba levantado con piedra muerta para que el fuego no la estallase. Era cuadrado y tendría unas tres varas de altura y dos varas de ancho en su interior. Tenía dos cámaras, la baja, con una entrada en forma de arco de piedras labradas y de una vara de altura, era donde se colocaba la leña para cocinar las tejas y que además aguantaba el peso de las mismas. La otra cámara, la alta, que tenía capacidad para albergar unas mil tejas empinadas, estaba recubierta en su interior con el mismo barro con que se fabricaban las tejas para no dejar escapar el calor y se entraba y se salía de ella por encima, ya que no tenía ninguna puerta.
Unos días antes, desde que Don Domingo les había hecho el encargo, se dedicaron a preparar la tierra, a cernir y cargar en cestos arena de barranco y acarrear leña seca de los alrededores. Las tronconeras de brezo eran muy apreciadas para esta labor porque daban una llama sostenida y unas brasas muy vigorosas, con poca cantidad se elevaba rápidamente la temperatura del horno, pero la más usada era la de pino por ser la más abundante y la más cercana, aunque ésta ahogaba el horno, ya que creaba mucha ceniza y constantemente tenían que limpiar la cámara baja con varas verdes de castañero.
Junto al horno estaban el goro, la pila para el agua y el tendal. El goro era un simple hoyo excavado en el suelo y de reducidas dimensiones, una vara de ancho por media de profundidad, donde se mezclaban la tierra con la arena y el agua. Este trabajo lo realizaban los chicos, Juan y Luis, remangándose los calzoncillos hasta los muslos y amasando el barro con los pies. Cuando su abuelo los perdía de vista aprovechaban para echar alguna luchada, y el que conseguía meter un traspiés daba con el otro en el fondo del goro con las consiguientes risas y jaranas hasta que el viejo Guincho llegaba y les propinaba un buen pescozón a cada uno dejando la reñida en empate.
Cerca del tendal, una explanada acotada y bien pisada, Juan Guincho y su hijo Simón, elaboraban las tejas. Existían tres tipos de tejas, la canal, la cobija y los tejones. Las tejas canales, que se acomodaban boca arriba sobre el forro de madera del techo, eran anchas y abiertas; las tejas cobijas, que se acoplaban boca abajo sobre las canales, eran un poco más estrechas y más curvadas para dejar camino al agua; y por último, los tejones, que se utilizaban para rematar la cumbrera del tejado y también los camellones cuando este era de cuatro aguas, eran de mayores dimensiones, casi el doble que las otras.
El padre tomaba con las dos manos un peloto grande del barro amasado y lo extendía sobre la gradilla, un molde de madera que apoyaban sobre una gran laja de piedra. Esta estaba elevada del suelo por dos piedras hincadas y previamente la espolvoreaban con arena de barranco cernida muy fina para que el barro no se pegase. Luego le pasaba el rasero, un palo que hacía de rodillo y retiraba el barro sobrante. Después deslizaba la gradilla hasta el borde de la laja donde su hijo Simón recogía la plancha de barro en un humedecido galápago, una horma de madera con empuñadura y con la forma curva de la teja y le pasaba por arriba una mano mojada en agua barrosa para afinarla. Por último, el Guincho Chico tendía el galápago en el tendal y con un gesto rápido, tirando del mango, depositaba la teja en el suelo para que se fuera secando y a su vez, imprimía con la huella de dos dedos la marca de Los Guinchos en el borde de la pieza. Al día siguiente, dependiendo siempre del tiempo, se colocaban una contra otra, apoyadas entre sí y en sentido vertical para que secaran antes.
Sobre el tendal permanecían unos cuantos días hasta que estaban bien secas, que si no el fuego las deformaba o las agrietaba. La horneada comenzaba muy temprano por la mañana. Juan Guincho era el responsable de colocarlas en el interior porque era un trabajo de mucha maña, las iba ordenando verticalmente y con continuas separaciones para que el fuego las pudiese lamer por todas partes. Simón y los chicos se las iban alcanzando con muchísimo cuidado, ya que sí en el trayecto se les rompía alguna el pleito que se ganaban no se los quitaba nadie.
La horneada duraba todo el día. A última hora, cuando el horno estaba bien alumbrado y las tejas en su punto más incandescente, le arrojaban al interior de la cámara alta unos brazados de charamezos, sarmientos de viña y jaras secas, para terminar de arrebatar el fuego y darle brillo a las tejas. Después, cuando el fuego se consumía y el horno se iba apagando, cargaban gran cantidad de ramos verdes de pino y tapaban las tejas hasta que lo ahogaban. La noche la pasaban de guardia porque sí se abría alguna chimenea entre los ramos y las tejas se destapaban y cogían aire, se podía ir todo el trabajo al traste.
Para que el horno se enfriase y pudiesen acceder a su interior tenían que pasar tres o cuatro días. Como el cálculo que realizaron era de dos horneadas, aprovecharon esos días para seguir elaborando tejas.
El día que estaban retirando las tejas del interior del horno, apareció Don Domingo acompañado de Gonzalo Soldado. Estos dos habían hecho buenas migas y Gonzalo le había conseguido barata una mula mansita al cura y le estaba enseñado los rudimentos básicos para montarla. A la vista de Los Guinchos, el pobre cura parecía un saco de papas dando tumbos sobre la bestia, pero se guardaron mucho de comentar nada. Al contrario, dejaron la faena enseguida y se acercaron a recibir al cura.
- Ayudadme a bajar, hijos míos- les pidió Don Domingo a Los Guinchos - que vengo cansado y maldispuesto. No sé si podré mantenerme de pie, los mareos que traigo.
- Eso es la falta costumbre - lo animó Gonzalo Soldado - Ya verá usté que ligero le coge la maña.
- Dios te oiga, hijo mío, Dios te oiga. Pero ahora lo que necesito es un vaso de agua, por favor - se dirigió a Los Guinchos.
- ¿Qué es lo que usté dice? El agua lo reguelve más entoavía. Luis - llamó el Guincho viejo a su nieto - trate pa cá el barrilito vino pa que Don Domingo eche un trago y se le asienten las madres.
Don Domingo, con algún remilgo, aceptó el consejo e intentó echar un trago, aunque igual que con la mula, todavía no le tenía cogido bien el truco a beber directamente del barril, por lo que la mitad se le fue por fuera y se manchó la sotana.
- Bueno, Hemos venido para ver como lleváis el trabajo - les comentó mientras se limpiaba con el dorso de la mano la barbilla.
- Pos fíjese usté, quitando la primera horniá estamos y de la segunda, casi la mitá ya están levantás - le informó Juan Guincho.
- En lo que pasara una o dos semana más, - siguió informándole su hijo - sí el tiempo acompaña, estará acabá. Creo yo que pa los primeros de Julio, pallá pal día La Patrona, las tendrá usté abajo en San Amaro.
- Si no me equivoco, para el día de La Virgen de Los Remedios, que se celebra el dos de julio, faltan tres semanas - lo corrigió Don Domingo - Y después, decidme, ¿Cuánto tiempo tardareis en colocarlas?
- Pos no le digo - se rascó la cabeza el padre - Déjeme quitá cuentas. A vé, en primero hay que andá tol tejao y dí apartando con cuidao las tejas que aún sirvieran pa un lao. Vámosle a poné una semana y pico pa ese menesté. Aluego lo primero es componé toas las tejas la vera con arena terciá con cal. Ese es el trabajo principá y el más gorruminoso, hay que dejarlo to parejito, parejito, pa que endispués sienten bien las tejas. ¿Me entiende usté? Qué menos que otra semana y pico pa esa labó. Dispués, venga a subí tejas parriba y echá paños. Dése usté de cuenta que son cuatro paños, dos chicos y dos grandes. Pa echá solo un paño grande no lo echas en un día y pico y eso trabajando de sol a sol. Los paños chicos se echan más ligerito pero el engorro son los camellones. Tiés que picá montón de tejas, tanto las canales como las cobijas, pa dí cogiéndoles bien el tiro. Y no le digo ná, ca vez que hay que sentá un tejón, más de media aspuerta se lleva de arena terciá con cal. No me comprometiera yo a jacé ese trabajo en menos de otra semana y pico. Ansina que si quitamos cuenta, a vé una semana y pico pa…
- Está bien, está bien - lo interrumpió un Don Domingo atosigado de tantas cuentas y ahora más mareado que antes sobre la mula - decidme, ¿os comprometéis a terminarlo en un mes ó mes y pico? - los interpeló con un tono de sarcasmo.
- En un mes y pico sí - le contestó ahora el Guincho Chico con el mismo tono - pero el pico como el de una graja.
- Con su permiso Don Domingo - intervino en la conversación Gonzalo Soldado - Estaba yo pensando una cosa y no es que me quiera meté donde no me llaman.
- Por Dios, Don Gonzalo, hablad con total confianza. ¿Qué habéis pensado?
- Pos estaba yo fijándome que el trabajo ya va bastante adelantao. Tién una horniá completá y la otra ya le falta menos. No sé lo que ustedes pensarán, y sí no están de acuerdo me lo digan y santas pascuas, pero yo lo que hiciera sería cogé las tejas que están terminás y tirá pabajo. Dos se ponen a entejá San Amaro y los otros dos terminaran las que falten.
Don Domingo vio los cielos abiertos, donde había estado este hombre metido, pensó. Con la mirada escrutó los rostros de Los Guinchos. El padre arrugaba el beso y el hijo se miraba las manos.
- Verdá dice - contestó al final Juan Guincho - Se pué jacé como dice aquí, Don Gonzalo. Pero ¿Cuál es el apuro? Tenemos to el verano pa entejá SanAmaro.
- No se hable más - sentenció feliz Don Domingo - Haremos como dice Don Gonzalo y para los días de La Virgen de Agosto, si Dios quiere y así nos bendice, sacaremos a La Virgen en procesión para celebrarlo.
De esta manera, acordaron que el Guincho Chico y su hijo Juan comenzarían el trabajo en la iglesia y Luis y su abuelo terminarían la segunda horneada.


El chico llevaba todo el día esperando este momento. No era solo por acabar la faena, él sabía de sobra que hasta que el sol no comenzara a esconderse, el trabajo no acababa. A él, lo que lo tenía pendiente, era subirse a la mula del abuelo y montarla a pelo, sin albarda y sin freno, cogido de las crines y guiándola con las rodillas. El aire fresco de la tarde en el rostro y la sumisión de la bestia le proporcionaban una sensación de poder y de hombría. Soñaba que cuando fuera mayor, sería arriero como su abuelo y su tío Simón y correría La Sortija los días de San Martín en recuerdo de su padre, que era un gran jinete pero que se había desriscado en el camino de Las Tricias. Se imaginaba corriendo a galope tendido por la cuesta del Calvario. El camino rebosante de gente a un lado y a otro, componiendo el pasillo y haciendo apuestas. Él, con el puyón alzado en la mano y cruzando bajo el pórtico del que cuelgan las sortijas, ensartando una anilla tras otra. La que más le gustaba era la de la cinta azul, la de la Virgen de Los Remedios. Se veía saltando de la mula y subiendo los escalones de la plaza de la iglesia para recibir la banda de raso azul de manos de alguna doncella de la fiesta. Ojala fuera su prima Matilde, a la que ya llevaba tiempo echando el ojo, quien se la terciara entre el hombro y la cintura.
continuara

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