Datos personales

Mi foto
artemi garcia
XI
Enero y Junio de 1804
San Amaro


- Baja pabajo y vete subiendo otro puñao tejas - le pidió Simón Guincho Chico a su hijo Juan - y tiente cuidao no caigas.
El chico bajó por una escalera de vergas de pino apoyada a la pared. Apenas tenía ocho años y en cada viaje solo podía subir cuatro o cinco tejas. Se las sujetaba sobre el hombro con una mano mientras con la otra se agarraba a los peldaños para ir escalándolos de uno en uno.
Llevaban varios días trabajando bajo el sol del mes de junio en el tejado de la iglesia, y por el ritmo de la obra, tenían para unos cuantos más. En un principio, Don Domingo había contratado a Los Guinchos solo para reponer las tejas rotas, pero al levantar los aleros habían comprobado que el agua se había introducido entre los caballetes de las paredes. Decidieron entonces echar también una lechada sobre toda la corona. Habían estado dos días terciando tierra con paja y con la greda que traían de Bajamar en serecas y a lomo de mulas.
Ahora habían empezado a entejar. Era un trabajo pesado y aburrido. A Juan le hubiese gustado más estar con su primo Luis buscando nidos de pájaros o pillando lagartos papo azules.
- Aunque Luis lo estará pasando píor - se consoló - El estará rajando leña y echándola al fuego del horno tejas. Luego tié que atender el tendal y está tol día pendiente que las tejas no se bajen, que si no Abuelo Juan le mete un cancanío en las cuerdas del cogote que lo esñunca.
El día de San Amaro, cuando terminó la procesión y cayó aquel tremendo palo de agua, casi todo el mundo corrió a refugiarse dentro de la iglesia. Juan recordaba perfectamente como al momento, las goteras caían a chorros en el interior de la nave. Caía una grandísima sobre el órgano y Don Domingo y Mario el sacristán le pidieron ayuda para rodarlo de sitio. Otras caían sobre los bancos y salpicaban para todas partes. Por las paredes bajaban hilos de agua que iban formando charcos en el suelo y la gente no sabía donde ponerse, y se empujaban y se quejaban. Don Domingo se cogió un enfado monumental cuando oyó a un forastero que protestaba y echaba pestes.
- La iglesia esta parece un cedazo. El tejao tié más juros que un queso soplao.
- Al próximo que oiga blasfemar en la casa de Dios lo excomulgo y a usted como no se calle, lo mando a medir el agua del tanque de tea como penitencia.
A continuación, el joven cura se reunió con un pequeño grupo de hombres bajo el entarimado del coro, donde parecía que no habían tantas filtraciones, para hablar sobre la vacuna aunque primero quiso abordar el problema más inmediato.
- Mario - recriminó al sacristán - ¿Tu sabías de la existencia de tantas goteras?
- Pos qui quiere que le diga, alguna siempre hubiere pero yo no ha visto nunca tantas. Lo que pasa es que hace tiempo que el tejao no si anda, y claro, el viento y los ligartos siempre rodaran alguna teja.
- Eso tiene arreglo Don Domingo - intervino Don Francisco el alcalde y cuñado del Morente - Los Guinchos, que tienen un horno tejas, pudieran encargarse de componerlo y engranzá las que falten.
- Se pué jacé - contestó Juan Guincho - pero el trabajo la teja es oficio verano.
- Pero por lo menos se podrán acomodar las que estén sueltas - sugirió esperanzado Don Domingo.
- Lo mismo - explicó ahora Simón el Guincho Chico - Si se pusiera uno andá el tejao mojao, se desmigajan toítas las tejas. Hay que asperá al verano como dice papá.
Don Domingo se separó apesadumbrado del grupo de hombres y se puso a contemplar su iglesia. Fuera seguía lloviendo a cántaros y las goteras y los chorros de agua continuaban llenando de charcos la ermita. Recordó las palabras del obispo cuando le habló del mal estado en que se encontraba la ermita y recordó que tenía que escribirle, aunque imaginó que la carta tardaría meses en llegar a Las Palmas. En estas elucubraciones estaba cuando un hombre bien vestido se acercó hasta él.
- Con su permiso Don Domingo - se inclinó y tomo su mano para besarla.
- ¿Si hijo mío?
- Me llamo Gonzalo Brito, aunque tol mundo por aquí me se conociera por Gonzalo Soldado y quería presentarle mis respetos y si a usté no le pareciera mal, considerá una ocurrencia mía.
- Por supuesto, hijo mío, estoy abierto a todas las sugerencias. Decidme, por favor.
- Lo que dijeran Los Guinchos es verdá. El peso un hombre haría más daño que beneficio pero si subieran unos chicos chicos y con cuidao, a lo mejó…
A Don Domingo se le iluminó el semblante y se giró buscado a los monaguillos.
- Juanito, Luisito, venid aquí - los llamó y se encaminó de nuevo hacia el grupo de hombres.
Los monaguillos se miraron y se acercaron cabizbajos y arrastrando los pies. Ajenos a la conversación de Don Domingo con Gonzalo Soldado, daban por seguro que ya habían sido elegidos para ser vacunados y en sus rostros se podía observar el temor.
- Creo que hemos encontrado la solución - se dirigió exaltado a los hombres, a la vez que empujaba a los chicos al centro del grupo - Estos jovenzuelos no pesan tanto y poniendo mucho cuidado podrán realizar la labor del entejado. ¿Qué les parece la idea? Me la ha sugerido, aquí, este señor. Muchísimas gracias Don Gonzalo.
- Esmirriaos si que parecen - hizo notar el alcalde Don Francisco.
- Se pué probá - admitió el abuelo de los chicos, Juan Guincho - A toas las maneras hay que asperá que aclare y las tejas se soleen dos o tres días.
- Pues muy bien. Asunto resuelto - se felicitó Don Domingo y se dirigió con cariño a los monaguillos que ya habían cambiado el semblante - Ya habéis oído bribonzuelos, vais a encargaros que La Casa del Señor no se inunde y de esta manera ganaros el cielo. Ahora tan solo nos queda pedirle a San Amaro que deje pronto de llover.
- No diga usté eso Don Domingo. Deje usté que le mande, - pidió Mario - qui el agua nunca es mucha y es mejó que sobre ahora qui dispués falte.
- Está bien. Los designios del Señor son inescrutables, dejemos a su Bendita Misericordia la decisión. Ahora quisiera hablaros de otro tema sumamente importante - de nuevo se dirigió al grupo de hombres - La Vacuna. Ya habéis oído mis palabras en la homilía. No debemos perder esta oportunidad, tenemos que organizarnos, escoger algunos muchachos y preparar el viaje a la ciudad.
Según escucharon las palabras del cura, Juan y Luis, los monaguillos, intentaron escabullirse a toda prisa del grupo. No tuvieron suerte porque su abuelo Juan Guincho los sujetó a cada uno por un brazo y se los colocó delante de él.
- Escuchen pa qui aprendan.
- Usté me perdone Don Domingo - intervino por primera vez Don Antonio Morente con su tono habitual - Yo no digo que no, pero a mi toda la maromaca esa de la vacuna me da un cheire que no me gusta. A los chicos de casa y de mi familia me los deja usté quietos.
- Además, ahora estamos en invierno y mire usté que tiempo hace aquí abajo - apuntó también el alcalde Don Francisco - El camino Los Andenes en la cumbre debe está to nevao y no hay macho que lo cruce, y por la mar menos entoavía.
- Los viajes a la ziudá, Don Domingo, son como las tejas, son trabajos pal verano - le recordó Juan Guincho.
- Pues bien que llegué yo hace tan solo una semana - apostilló el cura.
- Un milagro Don Domingo - lo interrumpió Mario el sacristán - Naide se lo podía creé. Ver la mar echá desa manera enil mes di enero que ni agua blanca jacía.
- Está bien, está bien Mario, pero vamos a lo que nos importa – fue elevando el tono de su voz Don Domingo - En primer lugar voy a dirigirme a usted, Don Antonio. Estoy plenamente seguro de que usted, como buen cristiano, prestó total atención a mis palabras y no perdió detalle de mi homilía. Entonces, dígame usted, ¿Qué parte no entendió vuestra merced? Acaso fue cuando dije que La Vacunación era por mandato de, ¡Bendito sea!, Nuestro Benefactor Monarca, Carlos IV, representante de Nuestro Señor Jesucristo en La Tierra; o acaso fue cuando dije que la magnánima expedición fue recibida en Santa Cruz de Tenerife por el mismísimo Señor Mariscal Casa-Cagigal y vitoreada por todas las campanas de la ciudad; o acaso fue cuando dije que las propias autoridades de nuestra isla sufragaron un barco lleno de felices infantes con rumbo a Tenerife para allí, recibir la maravillosa vacuna. O tal vez, en su fuero interno, piensa usted, que el que aquí y ahora les habla, no es un sacerdote, un ministro de Dios en La Tierra, piensa usted, que acaso es un mentiroso, un embaucador, un forastero que viene con cuentos y enredones.
Cuando Don Domingo terminó su alegato, el silencio se adueño por completo de la nave de la iglesia. Todas las personas que buscaron refugio en el interior del templo, habían prestado atención a su discurso a medida que iba elevando su voz. Solo se oía el ritmo estridente de la lluvia sobre el tejado y el cansino sonido de las goteras. Los hombres que componían el grupo bajo el entarimado del coro agacharon la cabeza, alguno disimulaba escarbando el piso con la punta del zapato y algún otro se rascaba pensativo la cabeza. El Morente enrojeció su rostro. No debía estar acostumbrado a que nadie le leyera la cartilla de esa manera y menos en público, pero no se atrevió a replicar las palabras del cura. Don Domingo supo enseguida que se había ganado un acérrimo enemigo pero también se percató que el pueblo allí reunido comenzaba ahora a respetarlo.
- Con su permiso Don Domingo - se atrevió Gonzalo Soldado - Llevara usté toa la razón y cuando alguien la tié, no hay otro menester - intentó apaciguar al apasionado cura - la vacuna esa es un prodigio, si señó, y la debiéramos recibí tol mundo. Pero a lo que yo iba y con su permiso, es a lo que dijeran aquí, el señó alcaide y el amigo Juan, no son tiempos ni pa cogé la cumbre ni pa embarcarse.
- Bueno, Don Gonzalo - le contestó ahora más sosegado el cura - en eso lleva usted la razón. Esperaremos a que el temporal amaine y buscaremos la solución.
- Con su permiso de nuevo, Don Domingo. Estaba pensando yo, y si no es ansina usté me corrigiera, que la vacuna esa contra la viruela, la querrán llevá pa tos laos. Y si ansina fuera, tamién la traerán pal Puerto de Taziacorte y pa Los Llanos.
- ¡Por supuesto que sí! - aplaudió con entusiasmo Don Domingo - Y os entiendo perfectamente. Estáis sugiriendo que llevemos a los niños hasta Los Llanos o a Tazacorte, donde ya deben estar implantando la vacuna. Es una idea magnífica. De esta manera no tendremos que tomar el peligroso camino de la cumbre. Y si bien tampoco podemos viajar en barco, usted, Don Gonzalo, insinúa que podríamos tomar el Camino Real por la costa.
- Bueno, yo le aclaro una cosa, el Camino Rial es largo como una soga - le explicó Gonzalo Soldado - y si no pregunte a Los Guinchos que son arrieros.
- Tamién tendrá que encruzá unos cuantos barrancos y en esta época del año suelen está corriendo con ganas - le siguió advirtiendo Juan Guincho - Estará to embarrao y lleno piedras cáidas y pa descruzá el río La Caldera no le quiero ni contá.
Juanito y Luisito se miraron de nuevo y aprovechando que su abuelo estaba distraído hablando, intentaron zafarse. Pero Juan Guincho estaba esperándoles esta maniobra y los sujetó fuertemente a uno por un brazo y a otro por una oreja.
- De toas las maneras - continuó - cosas más difíciles se han jecho y ese viaje se pué intentá. Cuando el tiempo levante, estos dos le jacen compaña.
- No esperaba menos de usted, amigo Juan. Y no sabe como agradezco su ofrecimiento, pero creo que a estos dos pilluelos ya les he encontrado trabajo, ya los vacunaremos cuando volvamos de Los Llanos. Espero que a mi vuelta -se dirigió a los monaguillos - no hayan goteras en mi iglesia.
Ahora si que dejó Juan Guincho marchar a sus nietos. Los chiquillos, según se vieron libres de la presa de su abuelo, giraron hacia la puerta de la iglesia. Fuera seguía diluviando pero a ellos no les importó y corrieron felices bajo la lluvia. De buena se habían librado.
continuara

No hay comentarios: