Datos personales

Mi foto
artemi garcia


X

Enero de 1804
San Amaro

Todo el mundo hizo lo mismo, era el día de San Amaro. Cuando el tiempo sur descansó, aprovecharon para acercarse hasta la iglesia. Algunos, muy pocos, vistieron sus mejores ropas y calzados, otros, la gran mayoría, se adecentaron como mejor pudieron. Las mujeres se peinaron y recogieron el pelo bajo un velo y junto a los hombres, aprovechando el agua de lluvia recogida, se lavaron la cara, los pies y las manos.
Pronto se fueron formando corrillos en torno a la plaza de San Amaro. Los hombres a un lado, en animadas tertulias, comentaban sobre el tiempo, echaban cálculos del agua caída, medían la capacidad del tanque de tea y con una vara marcaban la altura del agua; las mujeres a otro, señalando con la barbilla a las que iban llegando, preguntando por los parientes e intentando sujetar a los niños que corrían y jugaban en la explanada de la plaza.
Algunos hombres de la Hermandad del Santísimo se pusieron manos a la obra para recomponer el desbaratado ventorrillo. Desde esta ubicación vislumbraron la pequeña comitiva que salía del barranco y rápidamente hicieron señas y se fue corriendo la voz.
- Dara gusto - murmuró una mujer.
- Abrase visto - apuntó otra.
- Ay Dios mío, yo me parece - se santiguó una tercera.
La mayoría de los hombres no decía nada, tan solo señalaban y se tocaban con el codo. Algunos sonreían pero muchos negaban con la cabeza. En la concurrida plaza se hizo el silencio, hasta los niños dejaron de jugar presintiendo que algo iba a pasar. Sin embargo, fue Brasita, quien ya había cogido puesto en el mostrador del ventorrillo, el que levantó un barrilete de vino a modo de brindis y alzó la voz.
- Si fueres a San Amaro, mira que el Santo es bellaco, yo mandié mis dos hijas, fueran dos vinieran cuatro - recitó las décimas justo cuando Don Domingo entraba a la plaza en compañía de Mario el sacristán y La Antigua y su hija.
La plaza entera rió la ocurrencia del joven cabrero pero la madre, Carmela, corrió hasta su hijo y le quitó el barril de vino.
- Mejó tuvieras vergüenza - lo sujetó por el brazo e intentó llevárselo del ventorrillo - La hora quiés y ya le estás mandiando al vino.
- Pásense los novios de acá para allá que las relaciones se van a cantá - envalentonado, cantó ahora Brasita en voz alta para que todo el mundo lo oyera.
Esta vez fue el padre el que se dirigió hasta su hijo con muy malas intenciones pero fue el propio Don Domingo el que lo atajó.
- Mario, déjalo tranquilo ahora y anda a tocar la campana que ya van siendo horas de celebrar la misa.
Por su parte, la bella Irene, inocente y ajena a todas las murmuraciones, se separó de su madre y fue a reunirse con sus amigas, Nieves y Rosario, las hijas casaderas de Carmela, que la recibieron con puyas y preguntas cargadas de sarcasmo.
- Mírala ella, que parecía tan aquelladita - la saludó Nieves.
- Aquelladita dice - intervino Rosario - Ay mamá tú, más despabilá de la cuenta.
- Y el curita, ¿Qué me dices? El pobre, si parecía un cabrito entelenío - volvió Nieves - y a resulta que hasta riscos camina.
Irene, primero no entendía que estaban diciendo. Pero poco a poco, viendo como todo el mundo la miraba e interpretando los comentarios de sus amigas, comenzó a darse cuenta de la situación en la que se encontraba. Buscó con la mirada a su madre y la encontró postrada ante La Cruz de La Pasión y se acercó hasta ella.
- Óigame usté mamá. Usté que to lo sabe, ¿Es sabedora lo que la gente anda alegando di nusotras y di mi y dil curita?
- Tu no les jagas caso - la cogió de la mano y la obligó a arrodillarse junto a ella para que nadie las oyera - No te dijera yo quie ese curita nus iba cambiá la vida.
- Pos lo que las sorullas esas están largando, es quie a mi lo que me va cambiá es la barriga, que lo que Don Domingo quie, es engarapitarse ancima mío.
- ¡San Amaro Bendito! Así ardieran tos ellos en el infierno - se incorporó La Antigua con los brazos en jarra, como desafiando al pueblo allí reunido - Y tú, juito con lu que dices que ti doy un varizcaso. Nusotras semos pobres, verdá es, pero más honrás que muchas dellas.
Enseguida comenzó a repicar la campana de San Amaro llamando a los fieles a misa. Su sonido se decantaba sobre el alegato del viento y se perdía en los vericuetos del barranco. El pueblo allí congregado, junto algún forastero, comenzó a subir la escalonada de piedra para dirigirse al interior del templo.

- "...Variola Rex. La Viruela. La Hoja de la Guadaña que siega la Vida y llena de Terror toda la Faz de la Tierra.
Sí Hermanos Míos, no olvidaremos nunca la última vez que la Terrible Plaga asoló Canarias en los años del mil y ochocientos y ochenta y siete y ochenta y ocho, la Virulencia con que mortificó y diezmó a todos los rincones de Nuestras Islas, llevándose a muchos de nuestros impúberes descendientes e incluso a sus propios progenitores, despojando tanto humildes hogares como Casas Señoriales de su alegre presencia, llevando la amargura y la desolación a toda la población de nuestra tierra canaria.
Pues hoy os digo Hermanos Míos, que La Divina Providencia ha resuelto expulsar para siempre de nuestra cristiana vecindad a tan Maligno Visitante. Sí, oídme bien, unos sabios doctores, guiados por La Gracia Inmaculada, han encontrado una natural manera de acabar con tan Siniestro Jinete. Creedme, no soy yo el primero que desde una Sagrada Tribuna como esta, lanza esta milagrosa proclama. Antes que nos, por toda La Europa y La Francia y Los Reinos de España, muchos otros párrocos han dado la Buenanueva.
La llaman La Vacunación y la están repartiendo por todos los rincones del Mundo por mandato de nuestro Bendito Monarca Carlos IV, que por su celo y el amor que nos tiene a todos sus súbditos, ha dado orden de partida a un barco desde el Puerto de La Coruña, allá en las tierras de La Galicia, para que reparta en todas sus naciones tan milagroso beneficio.
Y os digo más, en mi periplo hacia estas tierras de La Isla de La Palma, he tenido la suerte de recalar en la vecina isla de Tenerife donde he sido testigo directo, por la Gracia de Nuestro Padre de Misericordia, de comprobar con mis propios ojos la beneficencia de tan saludable hazaña.
Cuando el benefactor bajel fondeó en la Villa de Santa Cruz fue recibido con todos los honores requeridos para tan noble y beneficiosa ocasión. Las autoridades todas, encabezadas por el Propio Jefe de nuestras islas, El Mariscal Casa-Cagigal, y multitud de vecinos de todo orden social esperaban entusiasmados en las explanadas del muelle. Las campanas de todas las iglesias de tan magnífica ciudad saludaron y festejaron la llegada del bienaventurado buque, que transportaba la prodigiosa cura contra uno de los mayores males que acucian a nuestra humanidad.
Y os digo más, sobre todo a los incrédulos y a los escépticos que no entendéis a razón y os burláis en vuestro entendimiento de tan loable ocasión, os digo, que de todas las islas de nuestras Canarias, partieron barcos cargados de niños para ser vacunados por estos sabios doctores y así poder extender este maravilloso bien por todos los rincones de nuestro archipiélago.
De esta, nuestra isla de La Palma, y de su capital, Santa Cruz, ha partido un barco sufragado por nuestras autoridades con numerosos infantes recogidos por La Junta de Caridad, para recibir tan anhelado tesoro y trasladarlo hasta nuestra isla para así poder después repartirlo por todas nuestras aldeas.
Y ahora os pido, moradores todos de esta Santa Parroquia, hombres y mujeres de bien, padres protectores y madres amorosas de vuestra descendencia, no dejéis escapar esta, sin parangón, oportunidad. No se os ocurra recelar de mis palabras ni oséis contrariar los designios de la Divina Providencia que con tan magnífico regalo os premia hoy, en el día de nuestro Santo Patrón San Amaro. Elegid entre vuestros seres queridos unos pocos de niños, para que con la ayuda de Dios recorramos el camino hasta la ciudad y reciban allí, por la Gracia de Nuestro Señor Jesucristo y de nuestro amado Rey, la piadosa Vacuna.
Y por último os pido, Hermanos Míos, que recemos con todo nuestro fervor a Todos Los Santos, para que la singladura de aquel barco que partiera un día de La Coruña, lo lleve a todos los puertos de Las Españas y aparte de su travesía los oleajes y las tempestades y le muestre un mar en calma, para que pueda cumplir su piadosa y saludable misión. Amén
.

Los monaguillos, Juan de ocho años y Luis de casi nueve, nietos los dos de Juan Guincho, el más viejo de su hijo Simón y el otro de su hija Raimunda, cruzaron sus miradas. De esta no escapamos, pareció que se dijeron. Luego se acercaron temerosos al cura para continuar la misa.
Don Domingo estaba exhausto y bañado en sudor. Era la primera vez que daba misa en San Amaro y leía una homilía a su nueva congregación. Las manos le temblaban mientras recogía los folios donde había escrito aquel exhorto y continuaba con la ceremonia. En los primeros bancos estaban sentadas las familias más pudientes y en sus rostros serios y callados no encontró apoyo ni consuelo. Se sintió sometido a examen, como cuando allá en el seminario, los profesores lo ponían a recitar las declinaciones del latín o los salmos de los evangelios. Con la mirada buscó entre los últimos bancos, los más cercanos a la puerta, allí estaba Irene con su madre, de pie, en medio de un numeroso grupo de personas que no habían encontrado asiento y se repartían por el pasillo y en torno a la pila bautismal, al órgano y a la escalera que conducía al coro. En la penumbra de la distancia le pareció que sonreía y de nuevo aquella evocación mariana le trajo sosiego a su alma. Se volvió y se arrodillo, dando la espalda a sus feligreses, para rezar El Credo ante la imagen del Santísimo y elevó su voz por encima de las notas que arrancaba Mario al órgano y de los pitos de caña, los tambores y las chácaras con que acompañaban los hombres del coro.
Al finalizar la misa, mientras la gente abandonaba el templo, los Hermanos de Las Cofradías se llegaron hasta el altar con la clara intención de portar al santo en procesión. Don Domingo hizo una seña a Mario el sacristán para que se acercase.
- ¿Cómo sigue el tiempo fuera? - le preguntó.
- Pos no le digo - titubeo Mario - Pal Puerto se ve oscuro y a mi me parece se quié rodá pahí delante. Como se ponga de Matos, tenemos agua pa rato.
- ¿Ustedes creen que dará tiempo para llevar a cabo La Procesión? - preguntó ahora a todos los que se encontraban con él en torno al altar.
Los hombres comenzaron hablar todos a la vez, dando su parecer y su pronóstico del tiempo pero fue la voz del Morente, acostumbrado a ser oído y obedecido, la que por fin se impuso y acalló la del resto.
- En los años que yo llevo de Cofrade Mayor del Rosario, y ya superan más de treinta, San Amaro siempre saliera en Procesión. - habló con la autoridad habitual en él - Por cuatro gotas de ná no vamos a perder la tradición. Además, Don Domingo, - se dirigió ahora al cura con un deje irónico y socarrón - ¿Qué va decí la gente? Bastantes cantigas tenemos ya.
Don Domingo no se dio por aludido en las insinuaciones del Morente, aunque tampoco dejó de observar las medias sonrisas en algunos rostros.
En estos momentos, tan solo contemplaba la pequeña talla de San Amaro que con tanto celo habían vestido el día anterior. Mario el sacristán lo había sorprendido sacando de una pequeña caja de tea que había en la sacristía, una hermosa capa dorada y bordada con decoración floral, que según le contó, se la había regalado al santo, muchos años atrás, un tal Melchor Monteverde, capitán de La Armada de Su Majestad. Sobre su mano izquierda sostenía un libro abierto de la regla benedictina con las tapas rojas, mientras que en la derecha, portaba un largo báculo abacial de plata y su cabeza estaba coronada con una espléndida mitra de plata rebujada. Además, entre Carmela y La Antigua, le confeccionaron unos hermosos ramos de flores para cubrir las andas, que Don Domingo no tenía idea de donde los habían sacado, pero que embellecían sobremanera la diminuta escultura.
Pavor le producía pensar que el temporal se repitiera de nuevo mientras cumplían con la procesión, y en su temosa imaginación veía la dorada capa volada por el viento y la hermosa mitra de plata, abollada y perdida en el fondo del barranco.
- Bueno, está bien – aceptó al fin, a la vez que intentaba desterrar aquellas imágenes de su cabeza - Pero tan solo una vuelta al atrio de la iglesia y rapidito - concluyó el joven cura la discusión, intentando dar a su voz un tono de autoridad también. Se había dado cuenta y mucho le agradó, que si bien nadie osó responder al influyente Morente, todos esperaban que la decisión final la tomara él.
Mario le sonrió y corrió a la sacristía para tañer la campana. Los hombres se cargaron las andas de San Amaro sobre los hombros y con un lento paso siguieron a Don Domingo y a los monaguillos por el pasillo del templo. Al asomar a la puerta se encontró con un cielo oscuro que amenazaba agua de nuevo y con el impertinente viento que los abofeteó con fuerza.
- Con cuidado, con mucho cuidado. Sujétenlo bien, por Dios y por La Virgen no lo vayan a dejar caer - hablaba en baja voz a la comitiva que le precedía, en tanto con el hisopo asperjaba agua bendita a los fieles que se arrodillaban al paso del santo.
Muchos devotos y peregrinos se acercaban hasta el Santo y colocaban entre sus andas, figurillas de cera con forma de ojos, manos, piernas y brazos, en agradecimiento por los favores dispensados.
Mientras, la tormenta se mantenía como al acecho del transcurso de la corta procesión y se entretenía cubriendo de nubarrones oscuros el cielo y el horizonte. La voz del viento apremiaba y empujaba al cura y a los monaguillos, levantaba las túnicas de los cofrades y volaba las hojas de los árboles en la plaza.
Don Domingo no las tenía todas consigo, dibujaba una sonrisa en su rostro pero apuraba el paso todo lo que podía. Al fin, llegó de nuevo a la puerta de la iglesia e hizo entrar al Santo rápidamente.
Fue cruzar el umbral y se destaparon un relámpago y un trueno que hicieron temblar hasta el suelo de la ermita. El chaparrón de agua que cayó a continuación produjo la desbandada general. Muchos buscaron refugio en la propia iglesia y otros huyeron corriendo hacia sus casas. La plaza quedó totalmente vacía, menos por un joven que seguía apoyado tranquilamente en el mostrador del ventorrillo.
-Bebe vino y mea claro, que más quieres San Amaro - convidó Brasita al Santo.
continuara

No hay comentarios: