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artemi garcia
VII
Enero de 1804
San Amaro. Puntagorda


" Queridos y Amados Hermanos Míos: Hoy, en el Día de Nuestro San Amaro Bendito, Patrón de Nuestra Parroquia de Puntagorda, Día de Celebración y Exaltación de Nuestra Comunión con Dios Nuestro Señor y con Su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, quiero que prestéis mucha atención a estas dos palabras que os voy a nombrar desde este, Nuestro Ministerio: La Viruela. Variola Rex.
No os parezcan extrañas ni desacordes con el Acontecimiento que hoy celebramos. No os escudéis ni en reticencias ni en suspicacias, al contrario, abrid vuestros corazones de buenos cristianos a mis palabras y escuchadme con toda atención:
Variola Rex. La Viruela. El más terrible ministro de la muerte que nos ha visitado tantas y tantas veces, sin distinguir entre Reyes ó Plebeyos, ni entre Ricos o Pobres, ni entre Hombres y Mujeres, cebándose sobre todo en nuestros Infantes con toda su saña.
Variola Rex. La Viruela. La Hoja de la Guadaña que siega la Vida y llena de Terror toda la Faz de la Tierra…"

- Buen día, Don Domingo, con siu permiso - saludo y entro como Pedro por su casa, Carmela, la madre de Brasita.
- Buenos días tenga usted también, hija mía. - respondió el cura al saludo, dejando la pluma sobre el cajón de madera donde escribía, ya acostumbrado como estaba a ser interrumpido a cada rato por cualquier vecino - Dígame usted…
- Ná, que pasaba yo por aquí y bío que la puerta estaba abierta y lu viera ahí sentao, me dije yo, voy a saludá Don Domingo y vé como está. Sí le faltara alguna cosa, usté nu tié más que pedí, que sí en mi mano está...
- Estoy muy bien, gracias. Y no, ahora mismo no necesito nada, muchas gracias. - intentó Don Domingo terminar con la visita.
El joven cura no sabía que pensar. Por un lado, le molestaban las continuas interrupciones a sus labores, pero por otro, al contemplar estas desarrapadas figuras, que lo poco que tenían, se lo ofrecían tan gustosamente, se le henchía el corazón y daba gracias al Señor por tan loable comportamiento.
- Voy pa bajo, pa la costa, a cogé un feje cornicales pa las cabras - prosiguió Carmela con su cháchara, ajena a las insinuaciones de despedida de Don Domingo - que esti año la yerba está tardía, y eso que lluvió por San Andrés, pero solo fueron unas escaramujas y la que principió nacé, enseguía se secó. A vé si llueve por San Amaro, que si no, mal año es.
Pues vaya, vaya usted - la tuvo el cura que tomar del brazo y acompañar hasta la puerta - y no se preocupe, que pediremos al Cielo que llueva antes del Santo. Vaya usted con Dios y con mi bendición.
Don Domingo cerró el bote de tinta, no conseguía concentrarse en la homilía que estaba preparando para el día de San Amaro, para el que no quedaban sino tres días. Se incorporó y salió al camino para dirigirse a La Iglesia.
Al día siguiente de su llegada a Puntagorda, según se despertó con las primeras luces del día, se levantó y fue a conocer el interior de La Ermita. Al acercarse por el camino, comprobó que tenía otra puerta en la fachada que daba al sur, y fue por esta por donde primero atisbó el interior de su templo. Sumido en la penumbra, tuvo que esperar unos instantes a que su vista fuera adaptándose a la poca luz existente. Poco a poco se fueron mostrando ante él los escaños, labrados en madera de tea, que llenaban el salón de la nave. Justo frente a él, en la otra fachada, el púlpito en lo alto, al que se accedía por una escalera de caracol. Sobre la puerta principal, se exhibía el entarimado del coro, al que también se llegaba por una escalera de madera y junto a esta, un órgano de fuelle y la pila bautismal de piedra. Al fondo, tras un arco de toba, el altar mayor con su retablo y sus imágenes.
Prosiguió su camino, de ninguna de las maneras pensaba entrar la primera vez en su iglesia por una puerta lateral. Pensó que sería un sacrilegio, una irreverencia, sería como un ladrón que entra a hurtadillas. No, el debía entrar por la puerta principal con toda la solemnidad que requería este acto. Tenía claro que no sería una entrada triunfal como se había imaginado allá en su celda del Seminario, los bancos repletos de fieles, el altar decorado con vistosos ramos de flores y un coro de niños cantándole el Aleluya. No, ya se había dado cuenta, en las pocas horas que llevaba en Puntagorda, que El Señor le había trazado otro destino, un sendero más pedregoso, un camino más humilde que muy a su pesar, tenía que aceptar.
Al llegar a la puerta principal se encontró con dos hombres que parecía lo esperaban, sentados en las escaleras de entrada al atrio.
- Buenos días - los saludó dirigiéndose hasta ellos.
- Buen día y bienvenido sea usté - contestó uno de ellos, a la vez que ambos se incorporaban.
- Juan "Guincho" nos contara de su llegada y viniéramos a saludarlo y a presentarle nuestros respetos - lo saludó el otro hombre.
Don Domingo quedó gratamente sorprendido con la prestancia de aquellos hombres y también con su vestimenta. Si bien vestían al estilo campesino, sus ropas parecían limpias y de mayor calidad de lo que había visto hasta ahora. Se admiró que vistieran unos zapatones de cuero con buena suela y no descalzos como todos los que había conocido hasta el momento.
- Me llamo Francisco Pérez de Matos y este es mi cuñao Don Antonio Morente y Abreu. - se presentó el primero - El preside la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario y yo soy el alcalde pedáneo y Cofrade Mayor de la Hermandad del Santísimo Sacramento, a su entera disposición estamos.
- No saben ustedes bien, hijos míos, cuanto placer y cuanta alegría nos produce esta circunstancia. Mi nombre es Domingo José García de Los Palacios y como ustedes sabrán soy el nuevo Párroco de San Amaro. Esta misión me ha sido encomendada por Su Mismísima Eminencia, El Obispo de La Archidiócesis de Canarias, Don Manuel Verdugo y Atiburría y nos complacería grandemente, Don Francisco y Don Antonio, que me secundaseis en esta, mi primera visita a La Ermita. Nuestra llegada de ayer se sucedió en horas tan intempestivas que decidí postergar para el día de hoy nuestra primera inspección al interior del Templo. Además, debo confesaros, que "el séquito" que ayer me auxilió a mi llegada, no era precisamente, lo que yo diría con palabras de buen católico, "apropiado" para tan loable acontecimiento.
- Sabíamos de su llegada - le comentó Don Antonio - A través de la Sociedá Económica de Amigos del País, de la que nosotros dos somos socios, nos llegara una misiva avisando de su pronto arribo. Pero, como usté mismo habrá comprobao, por aquí las comunicaciones son muy difíciles, sobre tó en esta época de invierno, así que la fecha exacta, exacta, nunca la supieramos.
- Dé usté por seguro, que si lo hubiéramos sabío, nosotros mismos habríamos bajao hasta la Baja de Gutiérrez pa recibirlo - prosiguió Don Francisco - No sabe usté bien la falta que nos hiciera un hombre de La Iglesia como usté por aquí. Últimamente, las gentes de estas tierras, cá vez están más echaos a perdé, no respetan las haciendas ni los linderos, no hacen caso de la autoridá y dejan que entren las cabras y los puercos en lo sembrao y a lo más que se dedicaran es a juntá ráiz de helechera. Ahora que está usté aquí, a lo mejó consigue meterlos en cintura, porque eso sí, a los curas sí que los respetan.
- Y ya solo fuera eso - siguió quejándose ahora Don Antonio - Seguro que ahora mismo, aprovechando que el monte está embrumao, hay más de uno trabajando algún palo tea o haciendo alguna carbonera en tierra de Propios, pa luego venderlo de estraperlo sin permiso ni licencia. Se están perdiendo la decencia y las buenas costumbres. Antes al patrón se lo respetaba y nadie se atrevía a engañarlo, pero ahora... pa que usté se haga una idea, el año pasao sin ir más lejos, llamo yo unas mujeres pa que me recojan los higos de seis celemines, media fanega de higueras que plantara mi abuelo, que en paz descanse, en el monte, donde dicen Los Chamizos. Pues nada, yo fiando en ellas, tranquilo en la casa. Tengo yo el sitio, con casa y una media venta y con dos tanques de tea, en la verada del Barranco El Roque, medio cahiche sembrado de arbolao y viñado, cuando usté quiera, ahí tiene su casa. Pero como le iba diciendo, mando yo a estas mujeres parriba, pa las higueras de Los Chamizos. Si no me acuerdo mal, iba Ana, la mujer de Juan Guincho que usté ya conoce, iba también Nicolasa, la mujer de Raimundo, el de Pintao, aquella otra, que no me acuerdo como se llama, si hombre, la mujer de Blas, el del Rellanito - se dirigió a su cuñado pidiendo ayuda.
- María Nieves le dicen - le contesto Don Francisco.
- Esa, María Nieves, que no me salía el nombre, de esa me guardas un cachorro - prosiguió Don Antonio con su relato - Llamé también a Mercedes "La Antigua" y a la hija Irene, que viven ahí dentro, en unas cuevas del barranco.
- A estas mujeres las conocí ayer, a mi llegada - consiguió Don Domingo meter baza e intentó acabar con la perorata de Don Antonio - Me parece muy interesante todo lo que me cuenta, pero ahora me gustaría…
- Deje, deje usté a mi compadre que le termine el cuento - lo interrumpió Don Francisco - pa que usté dése cuenta con la clase de gentes que tiene que lidiá.
- No, no, si Don Domingo lleva razón - pareció claudicar Don Antonio - ya le termino el cuento otro día, que el tiene sus menesteres y tiempo habrá pa hablá de nuestras cosas.
El joven cura creyó percibir un cierto malestar en el tono de las últimas palabras de Don Antonio Morente. Viendo el calado de estos personajes, pensó, acertadamente, que no debían estar acostumbrados a ser interrumpidos. Su mirada se dirigió a las puertas de La Iglesia que lo esperaban y al cielo que resplandecía y musitó una muda súplica de paciencia y de perdón.
- Por favor, Don Antonio, por favor - intentó enmendar su error - No me entienda usted mal, comprenderán ustedes y seguro que me perdonarán, las ansias que tengo por conocer el interior del templo, pero les aseguro que también me interesan en grado sumo todas las circunstancias y pormenores que acontezcan en mi nueva parroquia. Por favor, prosiga usted, termine de contarme, decía usted que también había llamado a Mercedes y a su hija.
El Morente no se hizo de rogar y satisfecho con el sometimiento del Párroco, reanudó la cantinela sobre las fechorías que, a su juicio, habían cometido algunas de aquellas malandrinas.
- Encima, tampoco puedes sabé cual de ellas fue - lo apoyaba su compadre - Se encubren y se disimulan unas a otras, porque un día roba esta y mañana le toca a la otra.
Don Domingo intentaba comprender el galimatías de cifras que aportaban los hacendados para justificar el hurto. Los celemines los dividían en almudes y medios almudes, o en cuartas y cuartillas, según fueran higos blancos o gomeros, para al final de cuentas y por lo que pudo entender, el delito había consistido en el robo de, aproximadamente, media y escasa sereca de higos, que en el monto total debería ser una miseria.
Así continuaron largo rato con su alegato de quejas y denuncias, enumerando los continuos latrocinios y desmanes, que según su parecer, cometían aquellos desagradecidos. Al final, cuando creyeron haberse explayado a gusto y vinculado a sus intereses al nuevo curita de San Amaro, induciéndole a pensar que prácticamente entraba a una cueva de ladrones o en un nido de cuervos, los opulentos propietarios se dieron por satisfechos y decidieron acompañar a Don Domingo en su visita al interior de la ermita.
Don Domingo cruzó el umbral de su nueva iglesia, escoltado por aquellos orondos y prominentes caballeros. Se dirigió en silencio hacia la pila bautismal y humedeció sus dedos en el agua bendita, mientras esperaba que su visión se fuera adaptando a la luz de la Casa de Dios. Entonces, dio tan solo un par de pasos y se arrodilló con la cabeza inclinada en una silente rogativa. Desde esta posición, en la entrada del Santuario, el joven sacerdote rezó ante la pequeña figura que representaba a su nuevo Señor.
- San Amaro Bendito, Amo y Dueño Mío, escucha nuestras plegarias y ayúdanos a dilucidar La Verdad. Ayúdanos a reconocer a los fariseos de entre la multitud y auxílianos en esta terrible encrucijada. Estamos seguros y fuera de toda duda, Irene es la Encarnación de la Bondad, lo vimos ayer con nuestros propios ojos. Entonces, ¿Quiénes son los malhechores?, ¿Quiénes son los falsos, los hipócritas? Decidme, por Dios y Nuestro Señor Jesucristo, ¿Acaso somos nosotros, los que en este mismo instante estamos hollando vuestro suelo sagrado?
continuara

1 comentario:

Manuel Hdez dijo...

Creo que en estos dos últimos capítulos, 6º y 7º, el autor trata de denunciar una situación caciquil de la época, donde la clase mas humilde y campesina no tiene derecho mas que a las migajas, mientras otra clase mas pudiente se jacta de pertenecer a aquella iglesia de entonces donde buscan expiar sus deficiencias. Por otra parte toca un tema importante como es la esclavitud en los siglos XVIII y XIX, en Cuba y cita, tal vez sin querer, a la revuelta de los negros y cimarrones. Magnífica me parece la exposición y también la forma de narración. Me recuerda un libro que leí hace un año de un tal Orihuela, ambientado tambén en la Cuba del siglo XIX y que al parecer nació o vivió algunos años en Canarias.
¡Animo, escritor! y a ver para cuándo tenemos otra entrega y que pronto salga a la luz en libro impreso.