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artemi garcia
VI


Enero de 1804
Monte Lucía. Puntagorda
Año de 1796
Cuba


- Don Gonzalo, dígame usté la verdá, ¿papá sigue vivo? - quiso saber Irene.
Se había encontrado con Gonzalo Soldado en el monte de Doña Lucía, donde su madre, La Antigua, la había mandado a recoger un feje de leña. Por su parte, Gonzalo Soldado, que venía montado sobre una yegua que llamaba Rebujada porque era de varios colores, volvía de visitar a su familia en Garafía, e iba de camino hacia su finca en La Relva Larga. El monte de Doña Lucía era un magnífico y grandísimo pinar en el norte del pueblo, a la orilla del barranco de Hiscaguán, en el límite con Garafía. Su dueña, viuda y sin hijos y que vivía holgadamente de las rentas que su difunto marido le había dejado, se negaba a talarlo porque para ella era como un lugar sagrado, allí había jugado de niña y allí se había enamorado de Sancho, su marido.
- Cualquié vecino el pueblo tié mi permiso pa recogé leña y el pinillo que quiera, pero pa llevarse un palo tea, primero tien que esperá a que él solito se caiga - contestaba a los que venían a menudo a ofrecerle grandes sumas por aquel monte - Y a ustedes les digo y les repito, que amientras yo viva, el monte no está en venta.
Gonzalo Soldado había descabalgado y ayudaba a la joven Irene a juntar el puñado de leña. Cuando la joven le hizo esta pregunta, se le hizo un nudo en la garganta y no pudo contener la emoción. Se agachó a recoger unas ramas secas de pino para que ella no le viese la cara y le contestó con todo el desparpajo que pudo.
- Pos claro que está vivo - le mintió con todo el dolor de su alma - A ese no hay quien lo tumbe.
- Pos entonces porque no nos escriba. Yo no se leer, pero ahora ha llegao un curita nuevo a San Amaro y a lo mejó el pudía enseñarme.
- Déjate de zarandajas. Tu no sabes leer y el no sabe escribí y yasta, la vida es ansina y no hay que darle más vueltas - intentaba Gonzalo Soldado salir del paso - Tú lo que tiés que sabé segura es que tu padre nunca se ha olvidao ni de ti ni de tu madre. Lo que pasa es que las cosas no le han ío bien y no ha podío ganá plata pa volvé y yasta.
- Usté me perdone, Don Gonzalo, que yo no me quiero meté donde no me llaman, pero usté no le pudo emprestá lus dineros, aunque fuera pal pasaje el barco.
- Pos no. Una vez se lo brindé, le dije yo, Piedro, vamosno pa La Palma, yo te empresto la plata y ya me la devolverás cuando tu pueas, pero tu padre es un hombre mú suyo y me se ofendió, ansina que tuve que cerrá el pico y no volvé a nombrá el asunto.
- Pos mama dice que está muerto, que lu mató un negro - insistía la joven Irene.
- Quía pa lla, eso lu dice porque está disgustá con el, tu no ti creas esas cosas, ya verás que el día menos pensao, va y aparece.
A Gonzalo Soldado se le venía el mundo encima cada vez que tenía que mentir a la joven y bella Irene. En tan solo unos segundos, rememoró la agonía y la muerte de su amigo Pedro Hernández.


Llevaban casi diez años en Cuba, pero ahora, hacía más de un año que no lo veía. El sabía que andaba por Morón, en la provincia de Ciego de Ávila, enredado seguramente con la caña de azúcar, trabajando en los trapiches y como siempre, malviviendo en algún bohío, comiendo frijoles colorados y arroz con gallina.
Cuando llegaron a La Habana, enseguida se pusieron a buscar trabajo y lo encontraron en una plantación de tabaco, cuyo propietario era un tal Don Rafael Rodríguez, descendiente del isleño Diego Rodríguez, que fue uno de los primeros colonos en asentarse en Santiago de Las Vegas, en el sur de la provincia de La Habana. Como joven serio y trabajador, Gonzalo Brito, pronto se ganó la confianza y las simpatías de su patrón, en poco tiempo aprendió las mañas del oficio y Don Rafael lo colocó de capataz. En cambio, Pedro Hernández, al que conocían como "El Rubio", con su ánimo siempre alegre, lo que consiguió enseguida fue granjearse la amistad de los negros ladinos y los indios taínos, que lo buscaban siempre que celebraban peleas de gallos dentro de los palmares o lo llevaban a bailar rumbas bajo una ceiba solitaria, al ritmo de congas y matracas y de ron con agua de coco.
Don Rafael les encontró un bohío, una casita, en la calle El Refugio. La llamaban así, porque fue en esa calle donde los habaneros se refugiaron cuando cruzaron el río Almendares, más conocido por La Chorrera, huyendo de la invasión de los ingleses unos años atrás, allá por el 62. El bohío era de tablas y estaba techado con hojas de guano, que era como llamaban a las palmeras en general, aunque luego supieron que también se nombraba así al excremento de aves marinas que se usaba mucho de abono agrícola, e incluso llegaron a oír la expresión "no vuelvas a casa sin guano", que le decían las criollas a sus hombres, refiriéndose al dinero. Lo que más los sorprendió fueron las hamacas, cuando preguntaron donde dormirían, les señalaron aquellas redes tejidas con soga de pita y teñidas de colores que colgaban de un gancho en la pared. La primera noche, Gonzalo se cayó dos veces, para risas de Pedro que se podían oír en toda la calle.
Muchos días, cuando Gonzalo se levantaba al amanecer para ir a trabajar, comprobaba que Pedro no estaba en su hamaca y en la vega, para cubrir a su amigo, le mentía al patrón con dolores de tripa un día, gusaneras en los ojos otro, o con el dengue, aquella fiebre rompehuesos, que te dejaba una semana baldado en la hamaca.
Un día que Gonzalo estaba disculpando a su amigo porque lo habían picado las abejas, y ese día decía la verdad, la miel era un buen negocio y se habían multiplicado los colmenares por todas las tierras que aún estaban salvajes, Don Rafael se cansó.
- Mire usté, Gonzalito - le dijo apeándose del caballo negro que siempre montaba - Me le va usté a dar un recado de parte mía a su amigo "El Rubio". Me le dice usté, escúcheme bien, que de parte de Don Rafael, que si lo encuentra algún día por sus vegas de tabaco, le echa los perros.
- Pero Don Rafael… - intentó Gonzalo defender a Pedro.
- Escúchame Gonzalito, hoy me coges de guenas y sabes que me caes bien - lo atajó Don Rafael con el pie en el estribo - A ti, te me voy a dar un consejo: No me toques los guevos.
Siguieron compartiendo la casa, pero ahora, Pedro desaparecía semanas enteras sin que Gonzalo supiera de su paradero. Una tarde, al regresar de la vega, lo encontró sentado en la calle con sus pocas pertenencias liadas en un atado. Cuando lo saludó, un negro criollo asomó la cabeza por la puerta del bohío, con esa sonrisa enorme y franca, que caracterizaba a los de su raza.
- Este llamase Prudencio - le contó Pedro - Vámonos pa Sancti Espíritu, pa Trinidad, a trabajá en los trapiches del Valle San Luis.
El Valle de Los Ingenios, en Trinidad, distaba cerca de trescientos kilómetros al sur de Santiago de Las Vegas, así que aquello fue una despedida. Esa noche no durmió nadie en la calle El Refugio, todo el mundo venía a despedir al Rubio, hasta negros bozales que apenas hablaban cuatro palabras en cristiano se escaparon de los barracones de esclavos para agasajar al isleño. Gonzalo decía que no, meneando la cabeza, cuando su amigo del alma le ofrecía el barrilito, pero al final lo sentaba sobre el codo y daba un largo trago de ron y festejaba las décimas que los poetas improvisaban sobre las "hazañas" del Rubio, mentiras todo, decía este.
Gonzalo había ido juntando, poco a poco, una pequeña fortuna. Había abandonado la Hacienda de Don Rafael y se dedicaba a la venta ambulante recorriendo la isla de punta a punta. Trapichaba con todo tipo de mercancías, iba con su carreta tirada por dos yeguas vendiendo calderos y machetes, collares de baratijas a las negras y manteles de hilo bordado a las mujeres de los hacendados. Compraba ganado en Santa Clara y con un par de negros criollos de su propiedad, lo llevaba hasta Pinar del Río, donde lo revendía llevándose buenos dineros. Una vez hasta se enredó con los ingleses traficantes de esclavos en la bahía de Guantánamo y les compró una recua de negros bozales, todos jóvenes y fuertes mulecones, que luego vendió a precio de oro en los ingenios de Camagüey. Pero este negocio, aunque muy rentable, no le gustaba porque a la noche le venían pesadillas, soñaba con una hermosa mulequita de ojos negros y grandes tetas que llevaba grabada su marca a hierro y fuego en las nalgas, que lo perseguía por medio de la manigua y se despertaba bañado en sudor frío y lleno de remordimientos.
De esta manera errante, siempre sabía más o menos de las vueltas de su amigo Pedro y cuando coincidía lo visitaba y pasaba unos días con él, que siempre eran días y noches enteras de fiesta y de parranda. Gonzalo acababa de vender un ganado en Sancti Espíritu a buen precio y para celebrarlo se le ocurrió ir a encontrarse con Pedro que estaba en la cercana villa de Morón. Que sorpresa se llevo cuando lo encontró como arrendatario de una caballería de tierra y dueño de una yunta de bueyes, un negro bozal y una negra mulecona.
- Tengo sembrao un cantero cebollinos y otros dos de yuca. Lus otros canteros lus estoy sembrando de rama boniato, que me la diera un herreño que tié sembrá media caballería y que ya están pa cavá. Cuando la marea principia a llená, mandó la negra, que la llamo Hortensia, a cogé la rama y amientras, yo y el negro nación, con la yunta vamos labrando y surcando los potreros - le contaba Pedro, orgulloso a su amigo - Pa dí escapando y pagá el arriendo, tengo una guerta maloja bien apretaita, que la voy dando cortes y la negra me se la vende a tol que pasa a caballo por el camino.
- Ahora si que parió la perra. Lo último que me faltaba oyí, Pedro El Rubio, metío a malojero - se reía Gonzalo de su amigo - Pero buen negocio si qui es. A buenos precios la ha pagao yo. Con maloja y un puñao cebada, mira lo brillosas que tengo yo a las yeguas.
- Lu que yo tenía pensao, Gonzalo, - le seguía Pedro contando y soñando a su amigo - que con los pesos que le quite a la cosecha boniatos, mandiá buscá a la Mercedes y la chiquilla, que ya tié que ser una mocita.

En estos sueños estaban, Pedro Hernández, por fin sentando cabeza, y Gonzalo Brito, feliz por su amigo, cuando aconteció lo peor, cuando el destino compareció como un rabo de nube que arrasa con toda la cosecha, como una centella que baja del cielo y prende el fuego en la manigua, como un negro cimarrón, armado con una horqueta, que penetra en el bohío y ensarta al Rubio por la barriga desparramando todas sus tripas y Gonzalo que tira de machete y le vuela la cabeza, los gritos, las lamentaciones, las súplicas de Pedro…
- Gonzalo, mi niña, la Irene.
continuara


1 comentario:

Manolo dijo...

El hecho de tener estos capítulos profundas connotaciones históricas y ambientarse en el campensinado palmero mas profundo, hace que sea un verdadero deleite su lectura. Me gusta la forma del enfoque en la narración: "de alante pa,trás" como dice el autor, si bien en los diálogos hay que ir mas despacio para entender (y recordar)el modo en que se expresan los personajes. Lo voy a recomendar a algunos amigos intelectuales a ver.