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artemi garcia
III

Enero de 1804
Laja de Gutierrez. Puntagorda

Junto a sus pertenencias, desde el pequeño velero, habían descargado en el bote unos sacos de trigo, unos odres de aceite de oliva y unas cajas de madera con pescado salado. Le habían llamado la atención unos extraños símbolos, a modo de sello, impresos en los sacos y las cajas, una especie de triángulo mal trazado. Curioso más que intrigado, al despedirse del capitán le preguntó por estos.
- Por aquí cuasi ninguno sabemos leé, Padre, - le explicó el capitán - ansína que en El Puerto, ponen esas marcas pa que sipamos que mercancía tenemos que descargá en cá porís. Mire usté, Padre - le señaló hacia el resto de la mercancía - los corotos que van pa Santo Domingo de Garafía, están marcaos con una cruz adentro un redondel, que es la marca los dominicos. Lus del Mudo, solo la cruz. Lus que van pa La Manga, tién dos rayas, una encima la otra y lus que llevamos hasta Talavera, en Barlovento, tién solo una raya.
- Bueno, hijo mío, os doy mi bendición para que tengáis una buena travesía y regreséis sano y salvo con los vuestros. Bendito sea El Señor - reflexionó Don Domingo en voz alta - que a falta de cultura os ha dado ingenio.
No sin grandes esfuerzos, los marineros acercaron el bote hasta un saliente en la Laja de Gutiérrez. Allí, sobre aquella explanada natural, esperaban dos fornidos campesinos, a quienes los marineros lanzaron unas sogas para mantener el bote cercano a tierra, mientras otros dos, ayudándose de los remos, no dejaban que este chocara contra el acantilado. Los otros marineros, primero ayudaron a desembarcar al viajero y luego, con mucha maña y decisión, fueron descargando las preciadas mercancías sobre tierra firme. A continuación y con la misma destreza, subieron a bordo los bultos que habían traído los campesinos: unos odres de vino, unos sacos de almendras y otros pocos de carbón.
Según acabaron su faena, se despidieron con temerosos saludos al sacerdote y chanzas ininteligibles para los campesinos y bogaron para alejarse de la orilla, dejando a Don Domingo enfrentado a los dos silenciosos hombres de pies descalzos. Vestían estos unos amplios y largos calzoncillos de lienzo, que en sus tiempos fueron sin duda blancos, pensó el cura, pero que ahora presentaban un sucio color grisáceo, y unas camisas de grueso lino del mismo color, de mangas anchas y cuello abierto, recogidas en la cintura por una tira larga de lana a modo de fajín. Por último, se cubrían la cabeza con unas monteras de capa de color marrón.
- Bueno, hijos míos, ¿Cómo os llamáis? - les interpeló, alisándose la sotana.
Ambos, como si lo tuvieran ensayado de antemano, hincaron la rodilla sobre las rocas, se quitaron la montera y tomaron su mano para besarla. El que parecía mayor se dirigió al cura con mucha solemnidad y se presentó como Juan Pérez Rodríguez.
- Aunque me se conoce tol mundo como Juan "Guincho", y este es mi hijo Simón, que también dícenle "Guincho chico". Sémos arrieros y tenemos las dos bestias allá, a la sombra un cejo, pasando la playa, sobre La Baja Las Mujeres, quiés hasta donde llega el camino pa las mulas, porque el trillo la playa, cómeselo la mar ca vez que se pone mala- le informó el campesino señalando hacia el sur, donde Don Domingo no distinguía sino enormes y verticales acantilados.
- Pues muy bien, yo soy Don Domingo José García de los Palacios, y no tengo ni me gustan los apodos. Eso sí, podéis llamarme Don Domingo, Padre o Señor Cura - les contestó el sacerdote con una mueca de disgusto.
- Pos si a usté parécele bien, Don Domingo, - habló por primera vez Simón, alias Guincho Chico - vamos í sacando los corotos del Alaje que la marea ya viene parriba.
De La Laja partía un estrecho y corto camino que llevaba hasta una gran cueva, donde el cura descansó, mientras los dos hombres, con agilidad y rapidez, fueron llevando las mercancías y los baúles de éste hasta lo seco, en la entrada de la cueva.
Desde aquí, hasta donde esperaban las mulas, distaban unas doscientas ó trescientas varas de piedras resbaladizas, encajadas de cualquier manera por el mar, por lo que el sacerdote tuvo que recogerse la sotana para poder ir sorteándolas. Mientras, Los Guinchos iban y venían llevando la carga por un intrincado sendero que solo su instinto les marcaba.
Juan y Simón Guincho aprestaron las mulas con mucha maña. Primero, colocaron sobre sus lomos las albardas, que tenían guardadas en el fondo del cejo. Se las sujetaron fuertemente con las tajarras al pecho y atrás, para luego pasarles las cinchas por debajo del vientre de los animales. Después fueron disponiendo los sacos de trigo sobre las almohadillas de las albardas, sujetándolos con correas de cuero. Igual menester fueron realizando con el resto de los bultos hasta que las pobres bestias estuvieron tan cargadas, que el cura sintió pena por ellas y también por él, ya que se dio cuenta que tendría que ir andando y no a lomos de una de ellas como había pensado. Ya por último, después de colocarles las cabezadas y dejarles las riendas sueltas, volvieron los hombres de nuevo al cejo y comparecieron vestidos con unos calzones de paño azul que tan solo les llegaban hasta las rodillas y dejaban asomar por debajo los calzoncillos. Sobre las camisas, se habían puesto unos zamarrones de cuero con unos adornos rojos en el escote. Por último, portaba cada uno un cuchillo dentro de una vaina de cuero, que se colocaron en la parte posterior de la cintura, sujetándoselos al fajín, y un palo con una trenza de cuero anudada en un extremo, a modo de zurriago, en la otra mano.
- Bueno Don Domingo, esto yasta listo - le dijo el Guincho padre - ansina que si a usté parécele bien, lo mejor será í tirando parriba, que nos quea un buen peazo camino hasta llegá a San Amaro.
Muy pronto, el sacerdote tuvo que parar a descansar, ya que la cuesta se las traía. Se tuvo que sentar sobre una piedra de la pared del camino para tomar resuello. El sendero, dando vueltas por la empinada ladera, le recordaba una infinita escalera de caracol que ascendía hasta los cielos. El sol, aunque era pleno invierno, se abatía inmisericorde sobre aquellos riscos y los cardones y las tabaibas, se le figuraban como enormes candelabros con miles de velas encendidas. Parecían pedir clemencia y perdón por todos los pecados que aquella miserable gente habría cometido.
Volvió la vista atrás, hacia el mar, donde el pequeño velero seguía su rumbo hacia el norte, hacia el fin del mundo, recordó Don Domingo.
Dos semanas antes, el 27 de diciembre, día de San Juan Evangelista, había embarcado con el Señor Obispo en el Puerto de Las Palmas, bien temprano en la mañana, en el bergantín Lanzarote, también conocido como San Pedro y San Pablo, barco correo de dos palos y velas cuadradas. Junto a ellos, también embarcaron el cirujano Agustín Collado y el practicante Ismael González; y por supuesto, los niños, eso sí, acompañados de sus padres.
- ¡Benditos sean! - recordó Don Domingo - ¡El revuelo que se había formado en Las Palmas! Cuando se corrió la noticia de La Vacuna, y que llevarían unos niños a Tenerife para vacunarlos, las malas lenguas y los incrédulos, enseguida pronosticaron que no se los volvería a ver, que se los llevaban para Las Américas y no se sabría más de ellos. El Señor Obispo montó en cólera - sonrío el cura con el recuerdo - pero no tuvo otro remedio que sufragar los gastos y la manutención de los progenitores de los pobres angelitos, ya que no se encontraba a nadie que ofreciera a su descendencia para tamaña locura.
- ¡Que recibimiento tan magnífico! - siguió recordando Don Domingo - Nada más fondear en la bahía de Santa Cruz, una chalupa fue a su encuentro para alcanzarlos a tierra. Allí, el mismísimo Comandante General de Canarias, el Mariscal de Campo Don Fernando Cagigal de la Vega, Marqués de Casa Cagigal, los recibió en persona, acompañado por otras autoridades de La Ciudad y del Cabildo tinerfeño. Los saludó a cada uno dándoles la mano, y Don Domingo se presentaba como secretario de Su Eminencia El Obispo de Canarias, Don Manuel Verdugo Albiturría, para relatar cuanto aconteciera en el transcurso de La Expedición en la isla de Tenerife. Lo cual - rememoró el párroco, totalmente abstraído - pareció impresionarles gratamente, y muchos le ofrecieron sus servicios y se mostraron predispuestos para ayudarlo en todos sus menesteres. Pudo saludar y conversar con el propio Don Francisco Javier de Balmis, director de La Expedición, caballero sumamente agradable y con muy buena presencia, vestido con su uniforme azul y rojo con bordados de oro.
Don Domingo continuó ensimismado, con la vista fija en el velero que se iba empequeñeciendo en la distancia y que por fin se ocultó a sus ojos, tras el Porís de Santo Domingo.
Los Guinchos se miraban temerosos uno al otro, y se hacían señas con la barbilla, como empujándose, pero ninguno se atrevía a decir nada. La sotana impartía mucho temor por aquellas tierras, y sí el Señor Cura se sentaba, a ellos no le quedaba otra que esperar.
- Pero el sol ya va pabajo - señalaba uno al otro - y nos va cogé la noche fechá.
De nuevo, fue el Guincho padre quien, sacándose la montera, se dirigió al nuevo sacerdote de San Amaro con un carraspeo.
- Don Domingo, usté perdone, pero sí no nos andáramos diestro y cogiéranos la noche…
El cura salió de su abstracción y se levantó apremiado, pues tampoco deseaba en modo alguno andar de noche por aquellos parajes desconocidos.
- Sí, sí, vamos, vamos, hijos míos - dijo el sacerdote - que tengo yo más ganas de llegar que vosotros. Por cierto, ¿Habéis oído hablar de La Vacuna?
- Ganao vacuno sí que tenemos - le contestó Juan Guincho, extrañado - Hay unas cuantas yuntas en el pueblo.
- Ya, ya, me lo imagino - respondió risueño Don Domingo - No, no me refería al ganado, pero ya hablaremos. Venga, vamos. A ver si por fin llegamos a San Amaro.
- Ya quéa menos - se atrevió, dando ánimos, Guincho Chico - Asegún pasáramos la Montaña Matos, ya viéramos San Amaro.
En efecto, el camino, ahora excavado en el granzón, empezaba a serpentear por la ladera norte de la Montaña de Matos, un antiquísimo cono volcánico, solo vestido de pastizales y algún que otro brezo agachado y peinado por el viento. El macizo se erguía sobre aquella agreste costa, en silencio, como un guardián adormitado, observándolo todo, custodiando quien sabe que tesoros, que quimeras.
Como leyendo sus pensamientos, se dirigió Juan Guincho a Don Domingo.
- En años de piratas, siempre mandiaba el alcaide un hombre arriba, - le dijo señalando el cerro de la montaña - pa qui cuando viérase algún corso, sonara el fotuto y todos escaparan pal monte.
Don Domingo se santiguó y aceleró el paso para borrar las horribles imágenes que su fantasía le mostraba. Centró su atención en el nuevo paisaje que le ofrecía el camino mientras seguían subiendo. Las tierras de Puntagorda y la vecina Garafía, se presentaban ante el nuevo Beneficiado de la parroquia de San Amaro, como una campiña tosca y salvaje. Surcada de infinidad de barranquillos y estrechas lomadas, ascendía escalonadamente hacia un inmenso pinar que todo lo enverdecía y acotaba el cercano horizonte. A su izquierda y al norte, destacaba otra montaña, coronada por las aspas de un solitario molino. Aquella estampa pareció traer sosiego al alma del sacerdote. La silueta del molino le hablaba de progreso, significaba industria, gente civilizada.
Tras sortear el montículo costero, el camino dio un respiro a los hombres y a las bestias, al recorrer un terreno más apacible. Por fin, Don Domingo observó los primeros vestigios de civilización, al divisar un grupo de casas en la falda de la montaña. Eran tres casitas de una sola planta rectangular, con cubierta de paja. Sus paredes eran de piedra vista, sin encalar y las tres abrían sus puertas hacia el oeste, hacia el mar. Por más que observó no percibió rastro alguno de personas ni animales.
- Hijos míos, ¿Quién vive en esas casitas? - preguntó a Los Guinchos.
- Ahí ya no viva naide - contestó Juan Guincho persignándose - El viejo, que llamaban Justo, murióse tísico, y por eso cerraran las casas. Los hijos se fueron pa Cuba y la vieja, que llamaban Pancha, también murióse hace años, en casa una hermana que tenía en La Guatabara.
De nuevo, el joven párroco, volvió a santiguarse y de nuevo la zozobra invadió su alma.
- ¿Para qué pregunto yo a estos brutos? - se contestó Don Domingo a sí mismo - Primero me hablan de piratas, luego de tisis, ¿Qué vendrá ahora? ¿Salteadores de caminos?, ¿ánimas penando?, ¿tifus?, ¿cólera?, ¿peste?
- Hijo mío - se dirigió a Simón Guincho - ¿no decíais vos, que pasando la montaña, veríamos el templo de San Amaro?
- Ansina mismo es - le respondió el joven arriero - Está ahí atrás. Lo que los pinos el Lomo Abreu no nos lu dejaran vé. Pero namás pasáramos el barranquillo Las Ánimas, usté lo verá.
- Y venga con la matraquilla. No vuelvo abrir la boca hasta que lleguemos a La Iglesia y pise suelo santo - se repitió Don Domingo.
continuara

1 comentario:

Manolo dijo...

Esta nueva entrega me parece estupenda. Los nombres por apodos de los lugareños, las marcas de los corotos que llevaban las barcas de puerto a puerto porque no se sabía escribir, los topónimos locales, el lenguaje,... La imaginación y claridad en el texto me gusta mucho.
Voy a recomendar la lectura..