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artemi garcia

Don Domingo y la bella Irene



I
Diciembre de 1803
Las Palmas de Gran Canaria



Don Domingo no olvidó nunca, en toda su vida, la primera vez que oyó hablar de San Amaro.
Por aquella época, Don Domingo era un joven novicio, de pequeña estatura y flaca complexión, que se había pasado doce largos y duros años, estudiando en el Seminario Conciliar de la Inmaculada Concepción de Vegueta, en Las Palmas de Gran Canaria. No llegaba a medir siquiera las dos varas, y en el seminario, algunos compañeros lo apodaban "varita" a sus espaldas, como para hacerle saña. No obstante, suplía su baja altura y su delgadez con una exquisita oratoria. Ingenioso y lacerante en las discusiones, pocos se atrevían a retarlo. Sus profesores veían en él un futuro y excelente predicador. Sus manos, pequeñas y delicadas, dibujaban arabescos en el aire, como queriendo hipnotizar a sus oponentes. Sus ojos, oscuros y brillantes, parpadeaban continuamente en un rostro imberbe, aniñado, donde costaba precisar su edad.
Cuando recibió los votos de manos del Obispo, el 8 de diciembre de 1803, día de La Inmaculada Concepción, en la inacabada Catedral de Las Palmas, nunca pensó que éste sería su destino, un pueblo desconocido que tan solo vivía en el olvido. El no se había preparado para servir a Dios y a su Iglesia de esta manera tan oscura y miserable.
Mientras permanecía tumbado boca abajo y con los brazos abiertos en cruz sobre las frías baldosas de La Catedral, se imaginaba dando sermones en una iglesia como aquella, con los bancos llenos de damas y caballeros, todos vestidos con exquisita elegancia. O tal vez, como consejero espiritual de algún Ilustre de La Ciudad, o de la rica y próspera Santa Cruz de Tenerife. Se veía impartiendo clases de Latín y Griego a sus hijos, e incluso de Gramática y Aritmética, dando misas en la capilla privada de la familia, comiendo a su mesa, aconsejando al hidalgo sobre cuestiones de política…Y por qué no, en Roma, La Sempiterna, junto al Pontífice, lo más cercano al Señor que se podría estar.
Sus sueños se desvanecieron de inmediato al día siguiente, cuando El Obispo, Don Manuel Verdugo, lo convocó en su despacho y le comunicó que la parroquia de San Amaro, llevaba mucho tiempo sin cura y arruinada.
- El Cabildo de la isla - le explicó el obispo - lleva tiempo solicitándonos un párroco para esta aldea. Confío plenamente en vos, hijo mío, para que llevéis la Palabra del Señor a estos alejados lares, tan necesitados de nuestra presencia.
La Regla de Obediencia, que tanto le habían inculcado en el seminario, le sirvió para asentir, e incluso dibujar una sonrisa en su rostro, pero no pudo evitar clavarse las uñas en las palmas de sus puños cerrados al sentir un pequeño desvanecimiento.
- Vuestra, Vuestrísima Eminencia, - atinó a decir tartamudeando - ¿Dónde queda San Amaro?
- Oh si, hijo mío, - contestó el obispo, incorporándose de su sillón-es una pequeña parroquia en el norte de La Palma, en un cristiano pueblo que llaman Puntagorda. Cuenta con cerca de quinientas almas, a las que tendrás que atender y confortar, amén de conducirlos por los rectos caminos que nos señala nuestra madre iglesia. Tan pronto os instaléis, nos haréis saber de las necesidades de vuestros feligreses, así como del estado en que se encuentra La Ermita, que según nos han informado se halla muy abandonada. Con la ayuda de Dios, buscaremos las maneras y los dineros para darle de nuevo el esplendor que se merece. Mi secretario, os dará todos los detalles del viaje.
Al joven Don Domingo no le quedó otro remedio que arrodillarse y besar el anillo que el obispo le tendió.
Cuando el joven sacerdote estaba a punto de abandonar la estancia, el obispo lo volvió a llamar.
- ¡Que cabeza la mía! Son tantas las tareas que Nuestro Señor nos encomienda, que se nos olvidaba algo sumamente importante. Sentaos, por favor, sentaos - le dijo, señalando el sillón delante de su escritorio.
Don Domingo obedeció y se acercó de nuevo, circunspecto, esperando otra nueva carga sobre sus hombros, pero quedo totalmente sorprendido cuando el obispo le preguntó de sopetón.
- ¿Vos habéis padecido la viruela, hijo mío?
- ¿La viruela? - preguntó aturdido el seminarista - no, la verdad, creo que no.
- Por supuesto que no. Sí la hubieseis padecido, no lo olvidaríais en vuestra vida, además, no presentáis ningún estigma - le explicó el obispo y volvió a preguntar de nuevo - Decidme, ¿Qué sabéis sobre esta enfermedad?
- Bueno, Vuestra Eminencia - titubeó Don Domingo - Sé que es una plaga que nos envía El Señor, de tanto en tanto, por culpa de...
El obispo se levantó como un resorte de su sillón, no dejándolo completar la frase.
- Pero, ¡Bendito sea El Señor!, ¿Qué os han enseñado en el seminario? Os tenía por un joven ilustrado. Me decepcionáis. Tantos años de estudio, tanta confianza depositada en vos, ¿para qué?, ¿para recibir esta respuesta de beata, de apocalíptico?
El obispo salió detrás de su escritorio, y dando unos pasos por su estancia, le explicó más sosegadamente.
- Escuchad, hijo mío, la viruela es una enfermedad causada por un virus que está en la naturaleza de los hombres y que se transmite por contagio. ¿Habéis visto alguna vez un enfermo de viruela? - le preguntó Don Manuel - ¿conocéis sus síntomas?
- No, Su Eminencia, la verdad es que no - contestó Don Domingo cabizbajo, esperando otra reprimenda.
El obispo se acercó por la espalda del joven novicio y apoyó sus manos sobre los hombros de éste.
- Cuando el virus entra en vuestro cuerpo, - le habló quedamente - permanece unos doce días sin manifestarse, incubándose en silencio. De pronto, comenzáis a sentir escalofríos y os sube la fiebre, vomitáis todo lo que coméis y os duelen muchísimo las espaldas. Comienzan a saliros unas manchas rojas por toda la piel.
Al joven sacerdote se le erizó el cabello, cuando Don Manuel, sentándose en la orilla del escritorio, le acarició las mejillas y le tomó las manos.
- A los cuatro días - prosiguió el obispo con el mismo tono - estáis postrado de dolor en vuestra cama y las manchas se convierten en pústulas repletas de pus, que se os van ulcerando y se os infectan.
Acercando su rostro al suyo, lo miró directamente a los ojos y apretándole las manos, continuó Don Manuel con la macabra descripción.
- Se os pueden ulcerar hasta los ojos y provocaros la ceguera de por vida, sí conseguís eludir a la muerte. Al par de semanas, - continuó el obispo con su disertación - el dolor ya es insoportable y os encontráis en estado de agonía. Ahora, comienzan a desecárseos las vesículas y a desprenderse las costras que se os han formado sobre las úlceras.
Volviendo a su sillón, detrás del escritorio, el obispo finalizó su cruento relato.
- Sí tenéis la suerte de sobrevivir a tamaña experiencia, las cicatrices, en forma de pequeños cráteres, os quedaran para toda la vida.
Don Domingo quedó estupefacto, sin saber que decir. La conferencia sobre los síntomas de la viruela que acababa de impartirle el Obispo, le hacía presentir lo peor: En Puntagorda estaban contagiados de ese terrible mal, y a él lo enviaban allí. - ¡¿Por qué, Dios mío, por qué?! - era la única frase que retumbaba en su cabeza.
Don Manuel leyó claramente en su rostro, el terror y la aprensión del joven seminarista.
- No, hijo mío, no penséis mal. Este asunto, nada tiene que ver con la parroquia de San Amaro. - le sonrío el obispo - Como vos decíais antes, Nuestro Señor, que en Su Gloria esté, a veces nos envía devastadoras plagas, pero os aseguro que son muchísimos más los milagros que obra por el amor que nos tiene.
Incorporándose de nuevo, el Obispo Verdugo volvió a acercarse al joven Don Domingo.
- Unos doctores, ¡benditos sean! - le explicó con júbilo - han encontrado la cura para esta terrible enfermedad. La llaman La Vacuna, porque han descubierto que la viruela que ataca al ganado vacuno, no nos afecta a nosotros. Sin embargo, al introducir ésta en nuestro organismo, nos inmuniza para toda la vida de esta mortal enfermedad.
A Don Domingo, que no acababa de entender del todo las explicaciones del obispo, por lo menos, comenzó a volverle el color a la cara, después del tamaño susto pasado. Cuando intentó hablar para pedir más detalles, Don Manuel lo amonestó.
- Esperad, tranquilizaos, dejadme continuar, que ahora viene lo mejor. Y es cuando vos, hijo mío, comprenderéis la misión que os voy a encomendar. Nuestro Amado Monarca, Carlos IV, ¡Bendito sea!, ha financiado una expedición de doctores para implantar La Vacuna en todas Las Españas. Y según me han informado esta misma mañana, la corbeta de Su Majestad, la María Pita, con toda la expedición, ha recalado en el Puerto de Santa Cruz de Tenerife para regalarnos este milagro de Dios a toda la población de Canarias. Traen con ellos 22 niños, a los que van contagiando por parejas, vacunándoles con el pus extraído de las pústulas de los contagiados.
- Perdonadme, Vuestra Eminencia - consiguió interrumpirlo Don Domingo - pero no consigo entenderos del todo. Primero decís que la viruela vacuna no nos afecta a nosotros, pero luego habláis de pústulas y de pus. ¿Debo entender que esos niños, esos 22 pobres angelitos, se van a convertir en mártires por la humanidad?
- ¡Que mártires ni que sandeces! No entendéis nada. Os lo explicaré físicamente - se dirigió el obispo hasta Don Domingo, tomando un abrecartas de su escritorio - Imaginaos que yo estoy contagiado y vamos a vacunaros a vos. Dadme vuestro brazo.
A Don Domingo no le quedó otra que obedecer, pero temblaba ostensiblemente, encogido en el sillón, viendo al obispo esgrimir aquel arma.
- ¡Tranquilizaos, por Dios! Solamente os harán un pequeño corte superficial en la piel, - le marcó con el abrecartas sobre su antebrazo - y ahí os introducirán una pizca de pus. Tan solo os saldrá una pequeña úlcera en este lugar, que en pocos días desaparecerá, y ya estaréis vacunado, y nunca en toda vuestra vida, que pedimos a Nuestro Señor sea larga y feliz, enfermaréis de viruela, ¿me entendéis ahora?
- Creo, creo que ahora sí, Su Eminencia - contestó Don Domingo para salir del paso, pero la verdad, todo aquello lo superaba. La Vacuna, La Viruela, San Amaro. Todas aquellas noticias, en apenas unos minutos, le habían creado un nudo en la garganta y un fuerte latido en las sienes que le impedía respirar con normalidad.
- Por desgracia - prosiguió el obispo con sus explicaciones - la expedición no puede visitar el resto del archipiélago, por lo que hemos acordado enviar un grupo de niños desde cada isla a Tenerife. Cuando regresen a su respectiva isla, vendrán con la Vacuna implantada, y de esta manera podremos aplicársela a todos los hombres y mujeres de nuestra tierra. De esta isla de Gran Canaria, saldrá un barco sufragado por nos y por nuestro Cabildo, con varios infantes a bordo y un equipo médico hacia Santa Cruz. Y aquí entráis vos. Vendréis en ese barco con nos hasta Santa Cruz, y seréis mis ojos y mis oídos. Apuntaréis en un diario todo cuanto acontezca en esta loable ocasión. Permaneceréis con nos en Tenerife, antes de dirigiros a Puntagorda, todo el tiempo que dure la estancia de la expedición de Nuestro Benefactor Monarca.
Don Domingo volvió a besar el anillo del Señor Obispo y abandonó el despacho cariacontecido. El secretario lo esperaba en la antesala, y con una falsa y despectiva reverencia, le entregó una carpeta repleta de legajos que el joven sacerdote recogió sin ánimo alguno y con la congoja apretándole el corazón, ya que no se atrevía a calcular cual de las dos misiones sería peor.
El joven Don Domingo, desconsolado y resignado, partió hacia el Seminario para ir recogiendo sus escasas pertenencias. Mientras se dirigía hacia allí, se entretuvo observando a los mendigos que pedían limosna, buscando los estigmas en sus rostros. La Vacuna contra la viruela, por mucho que le hubiese explicado Su Eminencia, le seguía produciendo un horrendo repelús. Se rascaba inconscientemente el antebrazo donde el obispo lo había "vacunado" e imaginaba las úlceras pustulosas abriéndose camino por todo su cuerpo.
Sin embargo, mayor temor le provocaba San Amaro. Contemplaba la Ciudad de Las Palmas, con sus calles empedradas y sus nobles edificios. Saludaba a los caballeros que se tocaban el ala del sombrero a su paso, y a las señoras, que acompañadas de sus criadas, se dirigían hacia el barrio de Triana. Se apartaba de los carromatos que cruzaban La Plaza de Santa Ana, cargados de toda clase de mercancías y comparaba todo este ir y venir, este moderno bullicio urbano, con su aciago futuro. En su imaginación, percibía a Puntagorda como una miserable aldea de chozas de paja y húmedas y oscuras cuevas. Adivinaba caminos estrechos y desiguales, sucios y embarrados. Se imaginaba, que las apenas quinientas personas que allí vivían, seguramente serían campesinos analfabetos y mal hablados. Hombres embrutecidos y mujeres supersticiosas con niños famélicos, sin ni siquiera bautizar. Se consideraba enviado al destierro, sin saber qué delito o que pecado había cometido. Creía haberse comportado como un estudiante ejemplar, como un obediente novicio, y aceptaba como buen católico, que los designios del Señor eran inescrutables, pero ni en sus peores pesadillas había imaginado que este sería su destino, un pueblo que ni en los mapas figuraba, un pueblo olvidado a las orillas del fin del mundo.
Continuara

3 comentarios:

CARMENYMARIO dijo...

Así que tenías un blog y no habías dicho nada?....
Bueno.
Estamos esperando, tus admiradores ¡claro!, por los siguientes capítulos de esta historia. ¿Para cuándo?
Ah! Las fotos son una maravilla, me han emocionado los paisajes:una mezcla de nostalgia y de alegría.
El mar, las olas....son espectaculares. Las flores, las aves, las casas... En fin ¡cuánto hecho de menos formar parte de eso!
Muchos besos para tí y para todos y todas

Juan dijo...

Conozco poco este tipo de blogs, no me manejo bien. Me habría gustado participar sin tanto lío (ME PARECE EXCESIVO).
No obstante, felicito al Hermano del Principe Zorro Raposo por su escrito. Siempre leí tus cosas y las tengo. Incluso te reenvié años después algunos que tenía tuyos y que tú no tenías, je, je. Un abrazo desde siempre, sigue escribiendo.

el hermano del principe zorro raposo dijo...

Nota del autor:
He realizado una corrección en el texto.
Por aquel entonces el seminario no estaba en Tafira, sino en Vegueta, muy cerca de la catedral.
Este, para mi, grave error, me lo corrigió mi cuñado Paco Peña. Desde aqui, muchisimas gracias, Pancho.