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artemi garcia

XV
Octubre de 1804
Catedral de Santa Ana.
Las Palmas de Gran Canaria

   Don Domingo se excusó y declinó el ofrecimiento de su madre para dormir en la habitación del portón de San Nicolás, y ante la invitación del franciscano a pernoctar en el convento de San Francisco, improvisó sobre la marcha.
   - Os agradezco a los dos vuestra hospitalidad, pero Don Manuel, nuestro querido Obispo, me ha ofrecido una habitación en el Episcopado – mintió – Es más, me espera para cenar y tratar alguno de los temas de máxima urgencia, que me han traído a la isla – volvió a mentir.
   - Quien lo iba a decir, mi hijo cenando en un palacio – lo celebró Doña Dolores dirigiéndose al fraile – Cuanta razón llevaba usted, Padre Agustín, cuando me decía, que al chico se le veían maneras. Lo más seguro, el señor Obispo le ofrece una iglesia más grande. ¡Ay mi niño! Yo ya te veo dando misa en la mismísima Catedral.
   - No apuremos acontecimientos, Doña Dolores – bajó el listón el franciscano – Seguramente, primero, lo destinará a una parroquia de más señorío que esa de San Amaro, pero, en eso estoy con usted, a Domingo le espera un gran porvenir en nuestra Santa Madre Iglesia.
  Bajando la cuesta de San Nicolás, Don Domingo no sabía que le dolía más, si los rimbombantes augurios de su madre y el acólito, o el falsete que representaban, tratándose de usted, aparentando decencia donde no había sino pecado y lujuria.
   Irene, la bella Irene, la imagen de la joven puntagordera le bebía el alma. ¡Dios! No se la podía quitar de la cabeza. A punto estuvo de regresar sobre sus pasos, para preguntarle al Padre Agustín de donde sacaba las fuerzas para sentirse digno ante los ojos del Señor, para llevar aquella doble moral, que debía saber a buen seguro, lo llevaría a lo más profundo de las ciénagas del infierno.
   - Seguramente compensa – le atisbaba el lado oscuro de su alma.

   Don Domingo encaminó sus pasos hacia el Seminario de Vegueta, su antiguo hogar, no tenía otro lugar donde ir. Cruzando el maltrecho puente del Guiniguada, que enlazaba los barrios de Triana y Vegueta, enseguida llegó a la plaza de Santa Ana. A su derecha, el Palacio Epíscopal, donde había pasado parte de la mañana, a su izquierda, la inacabada y siempre en obras Catedral.
   Recordó, que pronto se cumpliría el primer aniversario de sus votos. A la memoria le vino su imagen, tendido sobre las frías losas de la catedral, los brazos abiertos en cruz, sus sueños de hidalguías. Aún no había pasado un año, pero a él le parecía una eternidad, más, muchísimo más, aquellos eran recuerdos de otra vida, de otra persona donde no se reconocía. En verdad, San Amaro y su gente, lo habían cambiado por completo.
   Ya comenzaba a oscurecer, pronto servirían la cena en el Seminario y cerrarían sus puertas, pero seguramente, no tendría otra oportunidad de pedir perdón, de excusar su soberbia, de hacerse digno del Señor. Dirigió sus pasos a la catedral pero encontró cerrada la puerta de la fachada principal. Con anhelo comenzó a rodearla, hasta que halló abierta la Capilla del Sagrario. Por allí se introdujo con el sigilo de un profanador, caminando en penumbras, una vela aquí, otra más allá, esquivando figuras de santos que esperaban ser colocadas en sus nichos, sorteando andamios y bancadas mal dispuestas.
   Por fin, llegó a la nave principal con sus seis columnas, representadas por figuras de palmeras, que sostenían la bóveda. Tras una de ellas corrió a esconderse, cuando oyó pasos y vió, con la poca luz que aún entraba por las vidrieras, la figura de un eclesiástico que abandonaba el santuario. Quería estar solo, solo con su Señor Jesucristo, sin que nadie mediara o escuchase lo que tenía que contarle.
   Estaba cansado, harto de buscar un confesor. Todas las veces que lo había intentado, algo o alguien, lo habían truncado. Apoyado en la columna, se puso a repasar mentalmente los posibles confesores que había encontrado en su camino. Desde el taimado y orondo Don Manuel, allá en La Candelaria de Tijarafe, hasta el apócrifo franciscano Agustín Santana; desde el lacayo Don Antonio, párroco de San Miguel de Tazacorte y confesor de Los Sotomayor, hasta el lujurioso y cortesano Obispo Verdugo, no había encontrado nadie a quien contar sus cuitas, a quien abrir su alma pecadora para pedir confesión.
   - No, no te mientas Domingo – el mismo se reprendió – Don Ángel, el cura de Las Angustias, el colmenero, te mostró toda su bondad y se ofreció como confesor, y tú, no una, sino dos veces, rehusaste. Es más, a la vuelta de Tazacorte, con los niños ya vacunados, oraste al cielo para no volver a encontrarlo en el barranco. Más aún, al pasar junto a la ermita de Las Angustias, les pediste a los niños que guardaran silencio, con la ridícula excusa, de no perturbar ni quebrar la paz que se respiraba en torno aquel sagrado santuario. Recuerdas perfectamente, como tu gran amigo, Gonzalo Soldado, te miró de arriba abajo y después arrugó el beso, y como en un aparte, Mario Sacristán, te preguntó por lo bajo.
   - Usté me perdone, Don Domingo, pero ¿A cuenta de que tanto acallo?
   - Tú no ves, alma de Dios, que si Don Gonzalo se encuentra de nuevo con El Pardelo, se enredan a echar cuentos de marineros y no llegamos hoy a Puntagorda – le mentiste y volviste a pecar.
   Eran ya tantos los pecados que acumulaba en su bagaje el curita de San Amaro, que se dejó resbalar por la columna hasta el suelo, totalmente abatido y desilusionado de si mismo. La oscuridad se apoderó del interior de la catedral, tan solo alguna lamparilla de aceite y las velas que iluminaban el altar ofrecían un resquicio de luz, allá, junto al Señor. 
   Hacia allí arrastró sus pasos y al pie de las escalinatas del altar se humilló, de nuevo extendió su cuerpo con los brazos abiertos sobre las frías losetas, y oró y lloró y pidió perdón por todos los pecados que había cometido. Ya no soñaba con hidalguías ni despreciaba al campesino, ya no codiciaba los ropajes lustrosos con ribetes de oro ni los mocasines hebillados de tafetán. Ahora, su único anhelo era paliar el hambre de su pueblo y para ello, se había desplazado hasta la ciudad de Las Palmas y se había humillado ante su Obispo. Cierto sabía, que con esa acción se estaba abriendo las puertas del Cielo, pero también, cierto sabía, que el pecado de la carne se las cerraría. Aquella mujer había hechizado su corazón, aquella campesina con sus rizos de miel, sus ojos aguamarina, su rostro angelical, su festivo carácter, quebrantaba sus principios y avasallaba su conciencia. Irene, la bella Irene, la viva imagen de La Madre del Señor, con leguas de mar por medio, seguía siendo un espejismo que buscaba cualquier resquicio de su alma, para aferrarse en su memoria y enredarse en sus entrañas.

   Llevaba dos días de viaje, había escalado hasta las cumbres de La Palma y descendido los montes de Las Breñas, un día y una noche entera había navegado sobre el mar océano y a su llegada a la Ciudad de Las Palmas, había visitado al Obispo en su Palacio y a su madre en el portón, y ahora, evidenciando totalmente su pecado, soñando con Irene en la mismísima casa del Señor, el curita de San Amaro se durmió sobre las escalinatas del altar.
  
   Así lo encontró, cerca del amanecer, el portero de La Catedral, el arcediano que se acercó al altar para preparar la misa de maitines, ovillado en su sotana, encogido sobre las gradas del trono del señor.
   - ¡Por todos los santos del cielo! – exclamó perplejo el portero, arreándole una patada en los tobillos – ¡Despertad! ¿Qué hacéis aquí? ¿Vos quién sois? Esto es inconcebible, esto es un sacrilegio. ¡Levantaos! Por el amor de Dios, esto es, como mínimo, indecoroso, un siervo que viste las ropas eclesiásticas, durmiendo a pierna suelta bajo la tribuna del Señor, ¡Fariseo! ¡Mercader! ¡Hereje!
   Don Domingo despertó bajo aquella retahíla de improperios sin saber donde se encontraba. Se incorporó como pudo sobre un codo y, levantando la vista, primero contempló la bóveda de la catedral y después la cara desencajada de aquel hombre que seguía desgañitándose y urgiéndole que se levantara.
   - Perdonadme, no tengo excusa – se cercioró donde se encontraba y lo que había sucedido – No se que me ha pasado, he debido quedarme dormido mientras rezaba. No sabéis cuanto lo lamento.
   - Decidme quien sois, dadme vuestro nombre – lo interpeló el acólito – Esto no puede quedar así, tendré que denunciaros y espero que sea bastante grave la amonestación que os impongan.
   - Domingo José García Palacios – se humilló el curita, sentándose sobre el escalón, sin atreverse todavía a levantarse – Párroco y Beneficiado de San Amaro en Puntagorda, una pequeña e insignificante parroquia en el norte de La Palma. Antes, en otra vida, me hubiese presentado como Don Domingo José García De Los Palacios, me hubiese erguido ante vos, soberbio y beligerante, ahora, ya no, nunca más. Esta noche, antes de caer rendido y exhausto, de nuevo os pido perdón, se que no tengo excusa, he platicado largamente con Nuestro Señor Jesucristo. Le he confesado mis cuitas y mis pecados pero también, le he dado memoria de mis anhelos y de mis esperanzas. Le he contado el hambre y la miseria que padecen mi pueblo, le he rememorado de las injusticias cometidas delante de mis ojos por aquellos que se sientan en las primeras bancadas de mi iglesia, un domingo sí y otro también…
   - Esperad, esperad – le pidió el capellán, ahora más sereno – no creo que sea este asiento, las escalinatas del altar, el lugar ideal para lo que, sin daros cuenta, pretendéis. Estáis mostrándome un claro propósito de confesión. Pero vayamos por parte, querido Don Domingo, permitídme, primeramente presentarme. Mi nombre es, completo, sin ambigüedad alguna, Don Francisco de La Peña Montesdeoca y Ascanio, con la preposición de y la y griega, perfectamente incrustadas desde los tiempos de la conquista en los respectivos linajes de mi familia, de lo cual, por supuesto, me siento muy orgulloso. Aclarado esto, la gramática de nuestros nombres, volvamos al asunto que nos ocupa. No se si en vuestra miserable parroquia, palabras vuestras, tenéis la costumbre de realizar el acto de confesión en cualquier dependencia o rincón de vuestra fábrica, ya sea la razón no disponer de confesionario, ya sea porque no estimáis necesario cumplir con las reglas y formalidades que ordena Nuestra Santa Madre Iglesia, como acabo de comprobar, viéndoos yacer a vuestras anchas en estos sagrados zócalos. Pero, por ahora, dejemos estas banales preguntas y cualesquieras que sean vuestras respuestas en suspenso celestial y, por favor, ayudadme a preparar las liturgias para celebrar la misa. Después, si os parece bien, asistiréis a ella, y a su conclusión, por supuesto antes de comulgar, os dirigiréis al confesionario donde os estaré gustosamente esperando, para que podáis realizar, dignamente, un examen de conciencia y contricción de vuestros pecados, manifestar vuestro propósito de enmienda y, si en mis manos está, meditar vuestra penitencia.
   Don Domingo tenía la cabeza llena de réplicas y respuestas para tan apabullante discurso, pero ahora, decidió humillarse, ponerse en pie y cumplir todas las exigencias que Don Francisco de La Peña le había impuesto.
   La luz del día comenzaba a filtrarse por las vidrieras de La Catedral mientras Don Francisco desarrollaba la liturgia. Algunos feligreses estaban repartidos por las bancadas y se levantaban, sentaban o arrodillaban según se iban sucediendo los capítulos de la misa, pero Don Domingo permaneció arrodillado en la primera fila durante toda la misa. En su interior, su alma se debatía, había rehuido la confesión ante varios sacerdotes con diferentes pretextos, ésta no tenía por qué ser una excepción, al terminar la misa podía levantarse y huir, o presentar la excusa cierta que el Señor Obispo lo esperaba en su palacio, para dirigirse con él a su hacienda de La Higuera Canaria. Por otro lado, también intentaba hacerse una idea de la clase de sacerdote que era Don Francisco de La Peña. Claramente provenía de una familia de realengo, lo cual, a estas alturas de sus experiencias, le repelía. Pero, por otra parte, su discurso directo y estricto sobre las reglas y las conductas dictadas por La Santa Madre Iglesia, que tan profundamente le habían inculcado en El Seminario de Vegueta, lo atenazaban y obligaban a cumplir sus votos y además, Francisco de La Peña, estaba dedicándole su sermón.
   -  “A quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados y a quienes no se los perdonen les quedan sin perdonar”, estas palabras se las dijo Jesucristo a sus Apóstoles el mismo día de su Resurrección. Se las estaba diciendo a los primeros Sacerdotes y también a los que vinieran después de ellos. Les estaba diciendo que cuando pronunciaran las palabras del perdón a cada pecador arrepentido, El ratificaría ese perdón en el Cielo, porque anteriormente les había dicho también: “Lo que aten en la tierra quedará atado en el Cielo y lo que desaten en la tierra quedará desatado en el Cielo”. ¿Por qué cuestionar la forma como Dios dispuso las cosas para nuestro bien? ¿Qué pretendemos? ¿Que se nos perdone sin informar lo que deseamos nos sea perdonado? Dios hubiera podido escoger muchas otras maneras para perdonarnos. Podría haber escogido maneras más difíciles o desagradables. Pero escogió ésta: escogió dejarnos el Sacramento de la Penitencia o Confesión. Dios, que es infinitamente sabio y misericordioso, sabía que necesitaríamos de la catarsis que significa el poder dejar por completo la culpa en el Confesionario. Al decir los pecados al Sacerdote y oír las palabras del perdón, nuestra alma no sólo queda blanqueada de los pecados cometidos, sino liviana por ya no tener que cargar con el peso de la culpa.
  
   Don Domingo, aún sin tenerlas todas consigo, se dirigió a la cabina de madera que constituía el confesionario, se arrodilló junto a una de las celosías y se apercibió como descorrían una cortinilla en el interior.
   - “Ave María Purísima” – escuchó Don Domingo pronunciar a Don Francisco el comienzo del acto de confesión.
   - Sin pecado concebida – respondió con un hilo de voz el curita de San Amaro – Bendígame padre porque he pecado. Cerca de un año hace que no confieso. La última vez fue aquí mismo, a principios de diciembre del pasado año, cuando me fueron concedidos los votos del sacerdocio.
   Ahora percibió claramente como Don Francisco De La Peña se revolvía en su asiento y exhalaba un largo suspiro.
   - Continuad – fue, sin embargo, la única palabra que oyó pronunciar detrás de la celosía.
   En el seminario, por supuesto, le habían enseñado los pasos básicos del acto de confesión y Don Domingo los rescató de su memoria:
   Entrad al confesionario y confesad todos los pecados desde vuestra última confesión, no es necesario ilustraros con detalles de lo ocurrido, tan solo confesad vuestros propios pecados y no oséis mentar los ajenos. Así de sencillas eran las reglas que tenía que cumplir y también inculcar a los fieles de su parroquia.
   Si ellos pudieran oir la confesión de cualquier miembro de su parroquia de Puntagorda, recordó Don Domingo, seguro que pondrían el grito en el cielo y se escandalizarían.
 
    - “Ave María Purísima” – seco y solemne comenzó Don Domingo la primera confesión que realizó en su nueva parroquia, al siguiente domingo de la festividad de San Amaro Bendito.
   - Sin pecao concebía – oyó pronunciar a Mercedes “La Antigua”, tras las cortinas trilladas que le servían de confesionario, junto a la pila del agua bendita – a yo no sé   que tiempo jace que no me aconfieso, culpa mía no é, faltaría más, que quié usté que le diga que lo tié que sabé mejó que naidie, si no jai cura pos una no se pué confesá, eneso me tié usté que dá toa la justicia. Los jai que adicen, que a falta cura sirve sacristán, pero a que quié usté que le diga, a mi pareceme, cosas mías serán, que Mario, yo no adigo que sea mala gente, válgame Dios, pero pá estos menesteres, pos como que no, ya el desdichao tié bastante con lo que tié como pá í una a molesá a naidie, a no sé si usté me entiende…
   - ¡Está bien! ¡Está bien! Cálmate, hija mía, te he entendido perfectamente – intentó el bizoño curita cortar de raíz aquella retahíla – Y ahora, por favor, continuad. Si tenéis algún pecado que confesar, aprovechad la ocasión que os brinda este sagrado sacramento.
   - Pos mire usté, ansina de pronto, que me enrecuerde yo ahorita mismo, pos el mismito día en que usté llegara, gueno, el mismito día pero antes que usté llegara, porque si yo no recuerdo mal, usté, cuando llegara, era ya noche fechá, pero, a que se yo, allá media mañana, acasi mediodía, que astaba yo terminando barré el patio liglesia, a porque yo ensabía qui usté iba a enllegá, que me lo soño San Amaro Bindito esa mismita noche, vío subí parriba, por el trillo qui sale dil barranco, no por el qui usté vino, sino por el otro más encimita, por el que li dicen de los pasitos, por casa Carmela y Mario Sacristán pafuera, vinían dos dese Pinar, una que llaman Leocadia la del portugués, porqui su papá es nacío en La Ziudá, y a que viven en unas cuevas pa donde le dicen Jerreño y otra que…
   - ¡Señora mía! – explotó Don Domingo sin poder aguantar más aquel rosario - ¡Por favor! Ciñase usted a confesar sucintamente sus pecados. Hay más feligreses esperando para ejercer este sagrado sacramento y a este paso no acabaremos nunca.
   - ¡Iesús! Acuanto apuro – se desconcertó “La Antigua” – Asino le jago el cuento completo, ¿a cómo va usté entendé mi pecao? Nos que ayó no lo quiera reconocé, asino pa que usté mientienda…
   - Por favor – la volvió a interrumpir Don Domingo, esta vez conteniéndose y apenas susurrando – Dígame en cuatro palabras el pecado que usted cree haber cometido y luego, con la ayuda del Señor, decidiremos si necesitamos más detalles para su absolución. Cuatro palabras, ni una más.
   Mercedes “La Antigua” rumió un largo silencio. La síntesis no era, ni mucho menos, una de sus cualidades, ni la de ningún puntagordero, como comprobaría en adelante el curita de San Amaro en su estancia en Puntagorda.
   - Me cogí un puñao higosecos – sollozó “La Antigua”.
   - ¡Válgame Dios! – suspiró para sus adentros Don Domingo – Bien. ¿Véis que fácil ha sido vuestra confesión? Rezad un Padre Nuestro y un Ave María por cada higo sustraído. Id con Dios. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
   - Amén – contestó “La Antigua”.
   Tiempo después, pasaron meses, el curita de San Amaro se encontró un día a solas con “La Antigua”, que andaba en sus afanosos quehaceres de barrer y adecentar los alrededores de la ermita. No supo como ni porque, voluntades de San Amaro seguramente, le vino a la memoria aquella primera confesión que realizó en su bendita iglesia. También, con el pasar del tiempo, de los meses conviviendo con aquellas gentes, aprendiendo a entenderlos para pode amarlos, recordó una de las máximas de aquel pueblo: “Para hacer el cuento bien hecho, hay que hacer el cuento completo”.
   Levantó la cabeza al cielo y comprobó que aún no era mediodía, se persignó, asumiendo lo que le esperaba y llamó a “La Antigua”.
   - Mercedes, hágame usted el favor – le hizo señas para que lo acompañara al interior del templo.
   - Enseguidita, Don Domingo, adéjeme usté que entermine ricogé estas fullarascas. No ve usté que el tiempo está de brisa y anoche estuvo toa la noche el viento ruque que ruque.
   El curita de San Amaro se armó de paciencia y penetró en las sombras de la ermita, se acomodó en una de las bancadas y suspiró ante la atenta mirada del Santo Patrón.
   - Con su permiso, Don Domingo – se arrodilló y se persignó en la frente y en el pecho varias veces “La Antigua” y corrió a besarle la mano – Usté mande Don Domingo.
   - Toma asiento hija mía. Me gustaría que me contases una cosa que me anda tiempo dando vueltas en la cabeza… - comenzó titubeante el joven sacerdote.
   - Ah, ya sé lo qui usté quié sabé – lo atajó la zahorí – Asperando lo estaba, sabía yo que ese runrún de la cabeza no se le iba a dí. Usté quié sabé acomo y aporqué, ¡Bindito San Amaro!, me robé el puñao higosecos.
   Al curita de San Amaro le bajaron dos gotas de sudor frío por las sienes, aquella mujer, toda de negro de los pies a la cabeza, siempre le había producido pavor.
   - Pues bien – como pudo se recompuso de la sorpresa que no esperaba – Adelante, cuentáme – más no pudo añadir.
   - La jambre siempre ha vivío en casa, Don Domingo - comenzó Mercedes “La Antigua” su relato, atravesando con su mirada negra de ojos negros el semblante del curita – De tos mis acuerdos, de niña, con mamá y papá qui en paz descansen, endispués cuando me casé con Antonio “El Rubio”, qui también en paz descanse. Y ahora, que avivo en esas cuevas del barranco con mi chica la Irene, asiempre hemos pasao jambre, usté que va sabé. Pero ansina es la vida que nos ha tocao viví y ansina lo ha querío nuestra santísima madre, la Virgen María, ella, sus razones tendrá. Con un agua hojas naranjera y una cuchará gofio enllevaba yo tol santo día, quel mendongo no paraba de protestá, cuando ví salí por el barranco Sanamaro pafuera, aquellas dos que dese Pinar vinían. Una, la Leocadia la portuguesa, que ya le nombrara, llevaba sobre la cabeza un costalito, a yo, enese momento a no se de qué, y la otra que llaman Carmen Nieves “La Mondizia”, la hija de Juan “Mondicio”, que viven parriba, donde llaman El Rellanito, con una podonita venía ella entretenía desgajiando puntas de brezo, puntas de falla, y hasta algún gajo tierno almendrero, que yo la viera, que endispués si la llamas la atención que anda cogiendo pasto en lo ajeno, la contesta que te da esque “lo que pal trillo entra cogé, hurto no es”. Antonces, va la Mondizia, qui pa eso no tie reparos ni vergüenza, va y tiende la soga a un lao el trillo pa jacé el feje y la Portuguesa se endiscansa la taleguita sobre un morro grande que hay…

   - Don Domingo, ¡Por Dios! – lo sacó de sus memorias Don Francisco - ¿Pensáis o no confesar vuestros pecados?
   - Perdonadme, Don Francisco, – se sobresaltó el curita de San Amaro – estaba distraído recordando…
   - Por favor, ¡Confesaros! – le interrumpió Don Francisco, tras la celosía, con voz autoritaria y tono enojado.
   Don Domingo suspiró y exhaló todo el aire de su agotado cuerpo. Estaba cansado y hastiado de tanta penitencia, él había viajado a Gran Canaria por otros menesteres. Su pueblo, sus amados, estaban pasando hambre, ya habría tiempo de alivianar su alma.

  - Excusadme, lo siento mucho, pero no puedo hacer esperar al Señor Obispo – se incorporó, corrió a persignarse ante el altar y abandonó, por la puerta principal, la catedral de Santa Ana. 

Continuará      

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