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artemi garcia


XIV
Octubre de 1804
La Traviesa. Puntagorda


   Mientras Don Domingo proseguía con su estancia y sus negocios en la Gran Canaria, Puntagorda se preparaba para la entrada del invierno. Las cavañuelas del veinte y nueve de septiembre, día de San Miguel, según algunos, no habían sido favorables y vaticinaban un año de pocas lluvias por esta parte oeste de la isla.
   - Los tiempos san rodao tos pa esas Breñas, ya verá usté, siacaso algún sereno pa esos días de San Martín – le pronosticaba, agorero, Mario Sacristán a Gonzalo Soldado, que ya había vuelto de su viaje al puerto de La Ciudad, acompañando al curita de San Amaro.
   - Bueno, ya se verá. De Don Pedro vengo yo ahorita, y allí, Doña Pola, usté la debe conocé, ques más vieja que Matasulén y esa nunca falla, adice que el tiempo sa quedao allí delantito mismo, que este año, agua a espuertas.
   - Ah bueno, usté me va a perdoná Don Gonzalo, pero Garafía es otro cantar. Pa ese lao asiempre llueve, sí o sí. No ve usté que tanto verde siempre llama, nube que pasa, jarro agua – se justificaba el sacristán.
   Fuera como fuese, creyeras que llovería mucho, poco o nada, todo el mundo se afanaba en labrar las tierras de pan sembrar, recoger todo el pajón para los pajeros y encerrar todo el mosto posible. Ya las rosas de la costa estaban vendimiadas y ahora, era el momento de comenzar a vendimiar el monte. 
  
    - Mamá, a que mandara Don Antonio, que mañana entempranito, cojamos parriba, pa La Cruz La Traviesa – se dirigió Irene a Mercedes La Antigua, que andaba entretenida pelando las raíces de unos helechos junto a la puerta de la cueva.
   - ¿Y por a quién te mandara recao, si yo no ta visto salí del barranco en tol santo día? Que a tu, con sujetá las cabras pa que no vayan pa lo ajeno, tas echao tol día y no  jecho más ná.
   - ¿Y que quié si me se olvidara? Me lo dijeran ayé, Juanito y Luisito, los nietos El Guincho. Sa me aparecieran esos dos estoperos por arribita el Pino La Virgen, adonde usté me mandara a juntá una barcina piñas, ¡Fuerte susto me dieran esos chicos! No ve que yo estaba agachá, juntando piñas, y no los vi llegá. Amás, los condenaos lo hicieran adrede pa jacerme rabiá, me llegaran por atrás, callaitos como misos, y se pusieran a la patá con la barcina hasta que me la desbarataran. Trinqué a uno de una oreja que casito sa la arranco, no saben esos a quién se ponen a jurgá. Endispués, cuando se amansaran, va y me dice uno, no se acual, que yo siempre los rebujo y no se a quien es Juan y a quien es Luis, igual de zarandajas son los dos. Va y me larga: “En busca tuya andábamos, Antigüita”. Qui a usté la llamen La Antigua, cosas suyas seran, pero a mi me se enciende la sangre ca vez que me llaman desa manera, ansina que lo volví a cogé de la mismita oreja y le dije: “¿A cómo dijeras tú que me llamo yo?”, “Pos si eres hija La Antigua, Antigüita te tiés que llamá”, me porfió otra vez y yo le volví a repetí, dándole tortól a la oreja, “¿A cómo dijeras tú que me llamo yo?”. Antonces el singuango aflojó: “Irenita, Irenita”, me dijera bebiéndose los mocos.
   - Mía que tamién eres tú abusona, avasallá ansina así a unos chicos chicos. Ya verás, y si no acuérdate, que cuando puean ti la devuelven. Yo a que tú – le aconsejó la madre – los intentaba enamorá, porque a ná que te trinquen por debajo, la descarga pencas no hay quien te la quite.

    La Cruz de La Traviesa era una crucecita de tea, colocada en un pequeño altar sobre la pared del camino, a la que nunca faltaban flores y penitencias por parte de los viajeros. Allí, a modo de encrucijada, se encontraba el Camino de La Rosa, que buscaba verticalmente las cumbres de Puntagorda, con el Camino de La Traviesa, que transitaba horizontalmente hacia Garafía, al norte, o hacia Tijarafe, al sur. Las tierras aledañas eran terrenos ganados al pinar a fuerza de hacha, para después ser roturados y sembrados de viña y árboles frutales.
   Allí, Los Morentes, con Don Antonio como cabeza visible, poseían una rosa de viña, de las mayores y más productivas del pueblo, más de medio cahiche escalonado de terrazas que ocupaban todo un lomo. La mayor parte de las cepas eran de negramol, pero también habían parras de prieto y de mucheco y en uva blanca, destacaban el albillo y el listán. Mirando para Garafía y donde el lomo se allanaba,  estaba levantada la bodega, un pajero de paredes de piedra y techado a dos aguas, donde, por un ventanuco que miraba hacia Tinizara, asomaba la imponente viga del lagar. Hacia el mar, se abrían dos puertas. Por una se accedía a la bodega, donde descansando sobre dos fuertes palos de tea, estaban alineadas una docena de pipas. Éstas, estaban construidas, tanto las duelas como las tapas, con madera de tea y era ésta la razón por la que los vinos de la comarca, envejecidos en esta madera, tenían un intenso aroma y un típico sabor a resina. Por la otra puerta, se entraba al cuarto del lagar. Éste, también construido en tea, consistía primeramente en un gran recipiente rectangular donde se confiaban las uvas a la fermentación, para después de tres días, ser pisadas y prensadas. A su vera y debajo, la lagareta, recipiente más pequeño, a donde, a través del caño, se vertía el mosto. Luego estaba un ingenio mecánico, compuesto por la viga, el husillo, la palanca y la piedra. Cuando se acababa la pisa, se juntaba todo el bagazo y rodeado de una gruesa soga se hacía el queso. Luego se colocaban unos tablones de tea sobre ellos y ayudándose de la palanca, se iba girando el husillo, insertado en la piedra y en la viga, para que esta fuese bajando y prensando el bagazo hasta exprímirle la última gota.   
  
   Los Morentes, acostumbrados a mandar y a ser obedecidos, en la época de la vendimia, juntaban la gallofa de más gente que se podía reunir en Puntagorda.
   - A esta gente no me te pués negá -  le confesaba Juan Pascual, el de Los Mirlos, a Obdulia, su mujer, mientras ésta le remendaba uno de los dos calzoncillos que tenía – A no ves tú, que endispués no te dieran peoná ninguna, no te llaman ni pa escardá el gofio.
   - Yo lo que adigo, es que una cosa es ayudá un día un vecino – torcía el gesto Obdulia, la hija más chica de Clementina Porreto – y otra echá tres días, de sol a sol, sin cobrá un peso. Amás, pa la comía que ti dan, gualdrapas de cabra con chícharos coloraos, una cabrilla gofio y el vino, escaso.
   - Eneso dice usté verdá, el vino, bien escaso y aguachento.

   Don Antonio Morente, como costumbre de buen hacendado, había mandado a su heredero, Antonio Morente hijo, por Don Antonito lo nombraban en el pueblo, a estudiar letras y números a La Ciudad, como se nombraba a la capital Santa Cruz por estas tierras. Y también, pensando en el futuro, para que cogiera aires de señorito y se codeara con los hijos de la burguesía y la aristocracia de la ciudad.
   - Nunca se sabe – le comentaba jocoso a su cuñado, el alcalde Don Manuel Taño -  si el chico tié buena maña, lo mejor preña alguna prenda y me lo casan en la iglesia El Salvador.
   - Si las mañas se heredan – lo aludaba el cuñado – aseguro se coge más de una, porque mira que tú tiés chicos regaos por tos estos lomos.
   - Esas son toas muertajambres. Na más enseñarles una taleguita gofio, se te bajan las pantaletas – le restaba importancia el hacendado - Yo adigo una con apellío, una jembrita linda de esos Sotomayó o desos Vandale. A esas son, las que le tengo dicho les eche el ujito.
   - Compadre, le entiendo – continuaba el cuñado con la lisonja – pero ahora que el chico ha venío pa la casa, no era más malo que le echara alguna varilla a alguna las mozas que vienen pa la vendimia. Pa que digo yo, fuera como cogiendo oficio.  

   Rayando el día, comenzó a llegar la gente al lomo de La Traviesa, y a las puertas de la bodega, Don Antonio, Don Manuel y el chico, Don Antonito, comenzaron a repartir serecas a las mujeres y cestos de carga a los hombres. Dando voces y pleitos, los fueron repartiendo por los distintos bancos de viña en la ladera. La gallofa de Los Morentes, al ser más obligatoria que solidaria, no daba las muestras de chanzas y jolgorio que se manifestaban en otras. Al contrario, aquí, la humillación se dejaba traslucir en el rostro de los hombres y la resignación, en el de las mujeres. Los niños, sin saber nada, de entrada se ponían a jugar, a buscar nidos de pájaros, a levantar piedras atrás de lagartos o a rebuscar almendras entre los pajonazcos, pero pronto se daban cuenta de la diferencia.
   - Porreta, asujeta ese chico, si no quiés le meta un variscazo – la amenazaba el alcalde Don Manuel – Aquí hemos venío a lo que hemos venío. Manda ese gandúl alante tuyo, pa que te vaya abriendo las parras y ujito con dejá ningún bago atrás, que a ti te tengo escolumbrá.
  Aquel día, aunque ya era octubre, el sol estaba piquento como si todavía fuera verano, y a media mañana ya se reflejaban el sudor y el cansancio entre la peonada. Por mucho que los hacendados peliaran y maldijeran, el ritmo del trabajo aflojaba y muchos se buscaban la lengua con cualquier chisme para enderezar la espalda y tomar resuello.
   - Juan Candajo, ¿Ése es el paso que tienes? – lo reprendía Don Manuel.
   - No Siñó, tengo otro más lento entoavía – respondía dignamente el aludido.
   Don Antonio lo observaba todo, sentado debajo de un parral que daba sombra al patio de la bodega. Huraño y retorciéndose los bigotes, maldecía para sus adentros el siglo que le tocó vivir y la gentuza con quién tenía que lidiar.
   - En la época mía, allá en San Andrés, en los ingenios azúcar, teníamos negros y moritos de esa África, que na más verlos aflojá, les dabas látigo y enseguidita se enderezaban – recordaba que le contaba su abuelo, que había sido capataz en la hacienda de los Vandale.
   - Antonito – llamó a su hijo – llevate a Irenita la de La Antigua, a llená un par de pellejos de agua a la fuente de Juanianes, pa vé si estos condenaos, con un buche agua espabilan y quitan un par de bancos más antes de comé.
   El chico, obediente, entró a la bodega en busca de los pellejos y al salir se encontró a su padrino, Don Manuel, que lo sujetó de un brazo y lo volvió a entrar al cuarto donde no los oyera nadie.
   - Deja tú que ella llene los pellejos – le dijo sin soltarlo y con una sonrisa pícara dibujada en el rostro – y aprovecha tú pa vaciá el tuyo.
   - Usté cree, padrino – le contestó el chico, indeciso – dicen ques arisca y medio fiera.
   - Y tú un Morente. Echele güevos y cojones, y si la pues preña, pos mejó. ¿O a que cres tú que te mandara tu padre?
   La fuente de Juanianes, distaba apenas un cuarto de legua del Lomo de La Traviesa y se llegaba a ella por el camino de La Traviesa, abierto en el pinar. Estaba enclavada en un pequeño barranquillo que desembocaba en el gran barranco de Izcagua, el que marcaba el lindero con Garafía. Era de las más abundante en aguas y nadie recordaba haberla visto nunca ciega, ni siquiera en los años más secos. Estaba construida en el cauce del barranquillo, al pie de un gran lajial. Protegida por paredes de piedra y techada con jibrones de tea y lajas superpuestas, se bajaba hasta la charca a través de dos escalones.
   Hacia allí se dirigieron los dos jóvenes, con un odre cada uno. Irene delante, ajena de todo, con aquel desparpajo suyo y como siempre, alegre y festiva. 
   - Señorito Antonito, que callaíto usté, ¿Sa la comío la lengua el gato? – coqueteaba inocente la bella Irene.
   Detrás, el joven Morente, la sangre latiéndole en las sienes, las manos sudorosas, el corazón desbocado, imaginando el futuro inmediato, sopesando las alternativas. ¿La fuerza o las zalamerías? Más bien, una combinación de ambas.
   - La lengua te comiera yo, y si te me pusieras a tiro, te como hasta el corazón – optó por comenzar con arrumacos, para ir preparando el envite.
   - Ay, mamá tú, fuerte jombre jambriento, ¿As que en la ziudá no le dan de comé? – seguía jugueteando ingenua, la bella Irene.
   - Conduto como el que tengo delante, no ha probao yo en mi vida – seguía con el galanteo el señorito.
   - Pos asegún la costumbre el padre suyo, gualdrapas cabra vieja y un peloto gofio es lo que nos aspera pa almorzá – ironizaba la hija de La Antigua – Aunque aseguro que al señorito, le guardan las mollejas y el bichillo.
   - ¿Cuál es el apuro por volvé? – se acercaba cada vez más Don Antonito, ya respirándole junto a la nuca – Si tú quisieras, y yo se que sí, pa cuando llegáramos a la fuente, jartos podíamos estar los dos.
   - Aymería, a que disparates adice usté, señorito – por fin comenzó a recelar la moza  y apretó el paso para distanciarse.
   Don Antonito soltó el odre y corrió tras ella. Se apercibió que de nada servía la estrategia de los requiebros, que a esta potra salvaje había que domarla con espuela y atarla corta para poder herrarla.
   Irene, imaginando lo que se avecinaba, se plantó en medio del camino y se enfrentó a su perseguidor. Con el odre sujeto con una mano, buscó ansiosamente una piedra o un palo en la senda.
   - Astese quieto parao, señorito, que la vamos a tené – lo desafió.
   - Estáte quieta tú, si no quieres sea peor – le espetó Don Antonito, la bragueta a punto de estallar.
   Irene, por más que buscaba, no encontraba ningún arma con que defenderse, y cuando ya estaba a punto de embestirle con el irrisorio pellejo, oyó claramente el tintíneo de guicios que se acercaban en el camino. Miró hacia atrás y vió, como por una de las vueltas que subían de la fuente, asomaban una cabra y una chiva conducidas por un pastor de cabellos rojos incofundibles.
   - ¿De adonde sales tú, condenao de tos los diablos? – lo insultó, sintiéndose la mujer más feliz del mundo.
   - ¿A  yo que ha jecho? De pahí adentro, dese barranco Izcagua venga. Atrás desta cabra paría que me lleva más una semana buscando – la contestó desconcertado el joven Brasita.
   - Pos yo me cago, y que no me oiga mamá, en la madre que te parió, so hijo de la gran puta – no pudo ya contener la rabia y las lagrimas que surcaban su bello rostro.
   Desde su posición, El Brasita no avistaba al señoritingo y totalmente pasmado, no entendía a cuentas de que venía aquel pleito de la mujer que más amaba por encima de todas las cosas.
   - Apero si yo no ta jecho ná – jimoteó dolido – Amás a yo se que mamá mu santa no será, pero no me hagas jablá, que La Antigua, por mu vestía negro que vaya y a no salga las faldas el cura…
   Irene no lo dejó terminar la frase y se abalanzó a sus brazos, apretándose tan fuertemente a él, que lo tiró al suelo y rodaron sobre el pinillo, mientras ella reía y lo zarandeaba y lo castigaba con el ridículo odre.
   El Brasita, atónito con el comportamiento de la joven, se dejaba golpear, gozando, aunque fuese de aquella manera, de la bella y deseada Irene.
   Por su parte, el señorito Don Antonito, con el rabo entre las patas, aprovechó el desconcierto para escabullirse y volverse para la bodega.
   El padre y el padrino, estaban pendientes, con la vista fija en el camino de la fuente. Cuando lo vieron acercarse con la cabeza gacha y arrastrando el paso, el padrino arrugó el beso y el padre, el todopoderoso Morente, se dio la vuelta y se alejó.
    - Mierda chico.  


continuara

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