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artemi garcia

XXIII
Octubre de 1804
Risco de San Nicolás.
Las Palmas de Gran Canaria.
  
    Don Domingo se acordó de su mula Claudina mientras ascendía hacia el Risco de San Nicolás, un lomo estrecho y empinado al norte del barranco de Guiniguada, y que abrigaba a los portentosos barrios de Vegueta y Triana, en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Allí vivía su madre, Doña Dolores Palacio, Loli la viuda, como la conocían los vecinos.
   Loli enviudó bastante joven, cuando Don Domingo apenas tenía dos años, por eso él no recordaba casi nada de su padre, salvo lo que su madre le había contado. Domingo García, que así lo llamaban, había muerto en el mar. Su cuerpo lo hallaron, dos días después de su desaparición, encallado en la playa de La Laja. Por aquel entonces vivían en el marinero barrio de San Cristóbal, donde su padre hacía las milicias en el cercano Castillo, La Torre de San Pedro Mártir. Ésta había sido construida sobre una gran roca dentro del mar, que después fueron revistiendo de argamasa. Decían que fue levantada por un capitán de la conquista, un tal Diego de Melgarejo, allá por el año de mil quinientos setenta y siete, para defenderse de ataques  piratas. Ocupaba poco más de doscientos metros cuadrados y por una escalera interior se ascendía a una pequeña atalaya de un par de metros. Allí, un aburrido soldado vigilaba las entradas y salidas de los numerosos barcos que traficaban en las ensenadas de la ciudad, unos en la caleta de San Telmo, otros más allá, en la rada de Santa Catalina.
   - Tenía la costumbre de entretenerse las guardias engodando un cardume de viejas que venía siempre a comer seba por las mañanas tempranito – le contaba su madre sonriendo los recuerdos – Era raro el día que no llegaba a casa con una cesta de ellas. Las ponía a jarear arriba en la azotea y yo siempre lo peliaba porque me tenía la casa llena moscas. Pero se ve, que aquel día, una ola traicionera o los designios que El Señor dispusiera para él…
   Doña Dolores, llorando su luto, se hizo muy asidua del convento de San Francisco, donde arrastraba con ella a su hijo, de eso sí que se acordaba Don Domingo, día sí, día también, a rezar y venerar a Nuestra Señora de La Soledad, también conocida como La Virgen de La Portería. Allí conocieron al Padre Agustín Santana, monje del franciscano convento, que se apiadó de la viuda y de aquel pobre huérfano. Éste les consiguió aquella habitación barata en un portón de El Risco de San Nicolás y colocó a su madre de mandadera, en casa de una burguesa familia que regentaba una imprenta en la travesía de San Bernardo. Francisco Sánchez, Ediciones y Estampaciones, recordaba Don Domingo que rezaba el cartel. El Padre Agustín también se convirtió desde entonces en su mentor, le enseñó las primeras letras y lo ayudó a preparar el examen de ingreso al Seminario.
 
    Unos niños, descalzos y harapientos, se acercaron corriendo a pedir su bendición, cuando el curita de San Amaro se introdujo en la callejuela donde vivió su infancia.
   - Id con Dios, hijos míos – los bendijo Don Domingo mientras contemplaba el portón tras el cual vivía su madre.
   El Risco de San Nicolas comenzó a habitarse a mediados del siglo XVII. De manera anárquica y sin proyecto urbanístico alguno, se fue tejiendo una red de callejuelas estrechas y caminos empinados, donde era muy fácil perderse sino eras vecino del barrio.
   Cuentan, que por aquella época, la emergente burguesía de Vegueta y Triana, apoyada en una relativa prosperidad económica, se decidió por expandir y ensanchar sus haciendas. Esto trajo consigo la enajenación y el derribo de las casas más humildes y por tanto, el desplazamiento de las clases sociales más desfavorecidas, sirvientes, artesanos, pescadores. Estos, no queriendo abandonar la seguridad que les ofrecían las murallas de la ciudad, que por esta zona llegaban por arriba hasta el Castillo de San Francisco, más conocido como Castillo del Rey, se fueron instalando como pudieron y Dios les ayudó, en las diseminadas cuevas naturales que abundaban por estos riscos. Con el paso del tiempo y sobre todo debido a la emigración rural hacia la ciudad, también se fueron habitando los otros riscos que colgaban sobre la ciudad, San José, San Roque, San Lázaro, San Juan, San Francisco, San Bernardo.
    Después, estas cuevas naturales se fueron ampliando y ensanchando hacia dentro, y en su frente, con todo tipo de materiales, se construyeron pequeñas habitaciones, que luego darían lugar a los conocidos portones.
    Albeado de cal y encajado entre otros similares, el portón donde vivía Doña Dolores, presentaba a la calle una puerta de una sola hoja de madera pintada de verde, que como el resto se encontraba abierta de par en par. Constaba de un patio abierto al cielo, que se utilizaba para tender la ropa y juntar toda clase de enseres, y de una serie de habitaciones donde vivía una familia en cada una de ellas.
   Poco recordaba Don Domingo de estas familias, sobre todo porque se mudaban constantemente y cuando comenzaban a entablar amistad con alguna de ellas, estas desaparecían de la noche a la mañana, siendo ocupada la habitación por unos nuevos inquilinos. También, se reconocía Don Domingo en su fuero interno y como decían en Puntagorda para hacer el cuento completo, su interés por aquellos míseros zarrapastrosos era mínimo. Desde que tuvo uso de razón o por lo menos desde que él recordaba, siempre anheló una vida mejor. Gustaba de arrimarse a los hijos de Don Francisco Sánchez, para quien su madre trabajaba, y como éstos eran mayores que él, heredaba sus buenas ropas y no recordaba haber andado nunca descalzo, ya que también se beneficiaba los zapatos que les iban quedando estrechos.
   Luego, con su entrada al Seminario, aquel mundo de miserias que colgaba sobre la ciudad, quedó totalmente olvidado en la mente de un niño que solo soñaba con noblezas e hidalguías y donde el apellido “De Los Palacios” fue la culminación de su fantasía. Fue muy sencillo, tanto, que ni siquiera fue premeditado. Lo primero que le pidieron el día del examen de ingreso al Seminario, fue que escribiera su nombre y apellidos completo. Junto a él, sentado en aquellos pupitres, se hallaba un mozo escuálido y llorica, que con mano temblorosa y peor caligrafía, garabateó su nombre, Francisco Domínguez de La Cruz. La inspiración fue instantánea en el joven y arrogante Domingo, que se deleitó en el trazo de su firma para redactar su nombre:
Domingo García de Los Palacios
 
    Ahora, de nuevo de vuelta a su pasado, el curita de San Amaro, solo pudo elevar su mirada al cielo para pedir perdón por todos sus pecados.
   - ¡Cuantos años viviendo en la soberbia, soñando la lujuria, apartado del Señor! – se recriminó Don Domingo, cayendo de rodillas ante la puerta abierta del portón.
   Así lo encontró su madre, de rodillas y con los brazos abiertos en cruz, igual que Mercedes La Antigua lo halló a las puertas de San Amaro. En aquella ocasión lloraba su desgracia, ahora celebraba su condición. “Volver al estado natural que es el estado original del hombre”, le había dicho el Obispo, y eso estaba haciendo el curita de San Amaro, volver a su rebaño, tal oveja descarriada vuelve a su redil. Nació y se crió entre los pobres, los más amados de Nuestro Señor, ese era su estado natural, su estado original, se regocijaba en ello y lo celebraba.
   - Domingo, hijo mío, ¿Eres tú? – se acercó su madre hasta él.
   El curita de San Amaro se incorporó feliz y estrechó a su madre entre sus brazos. Aunque ya llevaba casi un año fuera del Seminario, el contacto con un cuerpo femenino, aunque éste fuera el de su madre, le produjo aquella desazón que siempre le acontecía ante el sexo contrario y por supuesto, trajo consigo el recuerdo inevitable de la bella Irene. Abrumado por no poder controlar los excesos de la carne, se apartó a un lado para contemplar la figura de su madre.
   Loli, evidentemente, no había cambiado nada en tan corto periodo de tiempo. Seguía siendo aquella mujer chiquita y regordeta con el pelo recogido en un moño, de mirada ausente y semblante serio, donde su hijo nunca supo adivinar su pensamiento. Seguía, tantos años después, guardando fidelidad a su marido y por lo que sabía Don Domingo, nunca volvió a tener relación con hombre alguno, aunque, esto él no lo sabía, las malas lenguas del barrio le metían en la cama al Padre Agustín.
   - La viuda, tan santurrona no pué sé, porque pa confesá to los días en San Francisco, muchas tié que debé – chismorreaba una.
   - Se confesará en San Francisco, pero la comunión la recibe aquírriba, porque mira tú, que el cura, ca dos por tres, sube la cuesta de San Nicolás – seguía otra.
   - Dice ella, que parece una mosquita muerta, que se encierran en la habitación a rezá el rosario, pero a mí me dijo una que vive al lao, que lo que ella escucha, se parece más a un Ave María cantao – ironizaba otra comadre y todas reían a carcajadas.
 
    - ¡Ay, si te viera tu padre, lo orgulloso que estaría! – le comentó su madre, elevando la mirada al cielo  – Y el Padre Agustín, cuanto se alegrará de verte. Precisamente, da la casualidad, que me dijo que hoy venía a comer conmigo.
  - Mucho me alegrará poder saludarlo – le confesó el hijo – pero, madre, pasemos dentro y ofrézcame un vaso de agua, que no recordaba lo pesada que es esta cuesta de San Nicolás.
   La habitación de Loli se hallaba en la solana del patio y presentaba a éste, una puerta bajita y un ventanuco, por donde salían el humo y los olores del potage que tenía al fuego. Don Domingo no pudo dejar de comparar los aposentos de su madre con su habitación del pósito de San Amaro, que no era ni la mitad que ésta. En su interior, de unos veinte metros cuadrados, destacaba la cocina de carbón junto a la puerta y en el centro, una pequeña mesa con dos sillas. Contra una pared, se había levantado una alacena de madera entallada y un pollo de mampostería, debajo del cual, unas cortinillas ocultaban una pequeña despensa. En la otra pared se apoyaba un arcón de ropa y sobre éste, destacaba un pequeño espejo rodeado de estampas de santos, que bien recordaba Don Domingo, como de niño, se subía al arcón a contemplar aquellas figuras y como su madre se las iba nombrando.
   - Éste es San Antonio, el patrón de los matrimonios y éste, San Roque, que siempre vela por los solteros. San Francisco de Asís es el protector de los animales y Santo Domingo de Guzmán, es el que defiende a los inocentes. San Juan de La Cruz es el padrino de los poetas y San Alejo es el que cuida de los mendigos. San Benito es el sostenedor de los moribundos y San Ignacio de Loyola es el patrón de los soldados como era tu padre…  
   Por último, al fondo, unas gruesas cortinas de color indefinido, dejaban entrever un camastro debajo de una figura de Nuestro Señor Jesucristo. A Don Domingo se le pasó por la cabeza, conseguir también unas telas para dar un poco de intimidad a su cuarto del pósito, cambiaría el jergón de sitio, lo pondría de lado contra la pared del fondo y del tabique de la celda a la otra pared, tendería un cuje de aceviño. 
    - Domingo, ven a sentarte conmigo – lo rescató la madre de sus elucubraciones – y cuéntame de tu nuevo pueblo y de tu iglesia. ¿Me trajiste una estampita de San Amaro? Por cierto, ¿De quién es patrón tu Santo?
    - En Las Escrituras, San Amaro reza como protector de los tullidos, de todas las personas que padecen algún mal de los huesos o de alguna coyuntura. Pero, en la realidad, madre, San Amaro se tiene que multiplicar y ejercer de valedor contra todas las enfermedades, tanto del cuerpo como del alma, tan abandonados y tan alejados de todo estamos. Aunque también está auxiliado por Nuestra Señora, La Virgen del Rosario, que es la patrona de las batallas, y os puedo asegurar querida madre, que he tenido que solicitar su ayuda en alguna que otra escaramuza que me ha tocado lidiar.
   - Déjame que te mire. Ahora te pareces más a tu padre, que El Señor tenga en su gloria. – le sonrío Loli – Cuando embarcaste con el Señor Obispo en el barcovela, pensé que no te volvería a ver nunca más. No se, ya sabes, él murió en el mar y siempre me ha quedado esa aprensión, esa cosa con todo lo que tiene que ver con el mar. Pensé que si el barco naufragaba y morías ahogado sería por culpa mía, que no te enseñé a nadar, bueno, como ibas a aprender, si nunca te llevé al mar. Que tontería más grande la mía, que Dios me perdone, vivir en una isla de espaldas al mar. Tú no te puedes acordar, claro que no, pero a tu padre le gustaba llevarte con él, abajo, a la playa de San Cristóbal, que estaba cerquita de donde vivíamos. Se descalzaba y se arremangaba los calzones y cogiéndote de las manos, te bañaba donde rompía la primera ola.
   - Hay que enseñarlo desde pequeñito a que le pierda el miedo al mar, así, cuando se convierta en un hombre, no le temerá a nada en la vida – me decía, mientras yo me enfadaba y le gritaba que te sacara del agua, que te ibas a enfermar.
   Don Domingo nunca le había oído ese cuento a su madre, e inmediatamente le vino el recuerdo de las penurias que pasó cuando cruzó el puente de Las Angustias, tomado de la mano de Isaino, aquel angelito de Dios. Como hubiese actuado en aquella ocasión, si su padre le hubiese enseñado a nadar, a pleitear con el mar, a no temerle a nada en la vida, solo El Señor, en su infinita sabiduría, lo sabría. Cuando volviese a Puntagorda, se prometió, aprendería a nadar. Sabía, porque lo veía a diario con sus propios ojos, que sus vecinos frecuentaban el mar con bastante asiduidad. Raro era el día, que no aparecía alguien con una taleguita de lapas y le brindaba un plato de ellas. Gustaban de comerlas crudas, acompañadas de un peloto de gofio cuando había, y cierto era que al principio les hizo asco, pero que después, cuando se acostumbró, descubrió que eran todo un manjar, sobre todo, cuando en más de una ocasión, aquel plato de lapas crudas, representaba la única comida del día.
   En estas evocaciones andaba Don Domingo, cuando una figura se hizo presente a la entrada del portón.
   - Por Dios, mujer, ya has vuelto a poner coles en el potage – fue el saludo del padre Agustín – Sabes que no me gustan y que solo me dan...
   El franciscano se quedó con la frase sin terminar al percatarse que la viuda tenía visita, y como venía del exterior luminoso del patio, no identificó a la persona que estaba sentada a la mesa. Por supuesto, Don Domingo si que reconoció inmediatamente a su consejero y mentor, con el gastado hábito marrón y su cordón de tres nudos, sus grandes entradas en el cabello peinado hacia atrás y las claras manchas de soriasis en los brazos, en el cuello y en el rostro, donde destacaba un fino y negro bigote salteado de algunas canas.  
   Fue Loli la que salió en auxilio del monje, e intentando disimular aquella metedura de pata, se acercó muy dignamente hasta él y arrodillándose le besó la mano.
   - Su bendición, Padre. ¿A que no se lo va a creer? Mire quien ha venido a visitarme – lo trató de usted, para intentar mitigar la excesiva confianza que había demostrado el fraile – Mi hijo Domingo que ha llegado de La Palma.
   - ¡Mi querido Domingo! ¡Que sorpresa! – se recompuso el religioso y se acercó hasta Don Domingo – Déjame que te vea, si estás hecho todo un hombre. Y que bien te sienta la sotana. Pero, por Dios, dame un abrazo.
   Don Domingo se incorporó tímidamente y se dejó abrazar del Padre Agustín, mientras por su cabeza resonaban mil preguntas y cientos de tribulaciones.
   Durante el viaje en el barco que lo traía hasta Las Palmas, el curita de San Amaro había meditado sobre la posibilidad de confesar sus pecados al franciscano Agustín Santana, a quien consideraba como al sustituto del padre que no pudo conocer. Pensaba abrir su alma a aquel hombre que tanto significó en su infancia, con quien aprendió las primeras letras y se inició en los misterios de la Santa Madre Iglesia. Pensaba contarle de Irene, de la bella Irene, de su pasión desmedidad por aquella mujer, de las noches que despertaba sudoroso y atormentado porque las había pasado enteras soñando con ella. Como, cada vez que contemplaba alguna figura de La Madre del Señor, el rostro de María se transfiguraba en el de la joven Irene y aunque se enjugase o cerrara los ojos, nada podía reparar. Tenía pensado pedirle consejo y que tipos de penitencias podía realizar para quitarse de encima esta obsesión que le oprimía el corazón. Pero también deseaba saber si en verdad era un pecado lo que le acontecía, pues sentía que los sentimientos que albergaba eran limpios y eran puros, y estaba completamente seguro que El Maligno no estaba detrás de ellos, por mucho que le hubiesen advertido en el Seminario de las argucias, tretas y artimañas de que se valía el Ángel Negro para engatusar y confundir al más santo de los varones.
   Sin embargo, ahora, aquella puesta en escena del franciscano, aquellas impertinencias vertidas a la puerta de la casa de su madre, hizo recelar al curita de San Amaro. Ese tono, esas imprecaciones, recordaban más a un burdo aldeano que a un siervo de Dios, pero, sobre todo, representaban más una escena de cohabitación y maritaje que una piadosa visita catequística.
   De nuevo, Don Domingo, volvía a rechazar la confesión. ¿Cómo iba a confesarse ante un hombre que cometía sus mismos pecados? Y no tan solo de pensamiento, como le sucedía a él, sino también, tuvo que reconocerlo, de hecho.
   ¿Y qué decir de su madre, de su queridísima madre, de Doña Dolores, de Loli la viuda? Cuando volviese a San Amaro, rezaría todos los días por la salvación de su alma.
continuará

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